Imprimir esta página

Nunca debimos ir a Afganistán (y III)

Lunes, 6 de Septiembre de 2021

Cuando hace más de veinte años, el presidente Bush decidió invadir Afganistán - según se anunció, en busca de Bin Laden aunque diversas fuentes apuntan a que deseaba forzar el tendido de un oleoducto y, sobre todo, iniciar el PNAC - con toda seguridad no pensó que la guerra se extendería durante dos décadas, que sería la más larga de la Historia de Estados Unidos, que sería la más costosa sólo después de la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, que concluiría con una innegable derrota.  Ciertamente, Bin Laden fue declarado oficialmente abatido hace una década y el oleoducto comenzó a ser tendido hace años, pero por muchas vueltas que se de a la situación no parece que ambas circunstancias compensen el inmenso costo humano, económico y político de la guerra especialmente si se tiene en cuenta la desastrosa derrota con que ha concluido.

Porque por mucho que se intente ocultar, al fin y a la postre, un grupo pequeño y resuelto de extremistas, en este caso, islámicos ha vencido a la que todavía es la nación más poderosa del globo. Siguiendo los esquemas de las guerras de cuarta generación, los taliban han vuelto a dejar de manifiesto que se puede derrotar a un ejército muy superior en equipo y número si se tiene el valor y, sobre todo, la perseverancia de resistir.  Su caso no es el único y ha venido precedido por otras derrotas especialmente clamorosas como la sufrida por el ejército de Israel en la guerra del Líbano frente a otra guerrilla islámica, la de Hizballah.  El hecho de que se califique a estas milicias como terroristas podrá ayudar algo en la batalla propagandística, pero no reduce un ápice la derrota militar ni la pérdida de prestigio.

Las lecciones de Afganistán son evidentes para todo el que no desee cegarse e incluyen la necesidad de que la política exterior de Estados Unidos se centre en sus intereses nacionales y no en la defensa de los de poderosos lobbies como los que llevaron a guerras como las de Afganistán e Irak concluidas con derrotas innegables, con inmensos costes humanos y económicos y con un debilitamiento del peso de Estados Unidos en la política internacional aunque, a la vez, se hayan podido amasar inmensas fortunas para particulares sólo interesados en si mismos.  Sin la existencia de esos lobbies y esas agendas personales superpuestas por encima de los intereses nacionales de Estados Unidos, no habría tenido lugar la derrota de Afganistán ni la próxima de Iraq y Estados Unidos sería más fuerte frente a una China que avanza inexorable para convertirse en la primera potencia mundial.

El hecho de que, a diferencia de Vietnam, en Afganistán no haya existido el reclutamiento forzoso y los medios de comunicación hayan avanzado considerablemente en la forma en que ocultan la verdad han sido factores decisivos para evitar los efectos especialmente traumáticos sobre el conjunto la población.  Pero, a pesar de todo, la realidad es innegable y nos obliga a preguntarnos hacia qué nueva guerra desean arrojarnos en esos momentos esos mismos intereses que no son los nacionales.  Si he de ser sincero, no puedo imaginar un solo conflicto armado a día de hoy que pueda beneficiar a Estados Unidos, pero es obvio que distintos lobbies piensan en no menos de media docena de guerras.  A fin de cuentas, de ellos sólo sacarían beneficios – o, por lo menos, así lo creen – mientras que la sangre y el dinero los pondrá Estados Unidos.

Tampoco podemos pasar por alto el factor nacionalista.  Ha sido Robert McNamara – que tanta importancia tuvo en relación con la guerra de Vietnam – el que en “In Retrospect”, un libro de lectura obligatoria, ha dejado de manifiesto que el nacionalismo vietnamita jugó un papel esencial en la derrota de Estados Unidos y el que también anunció que el nacionalismo tendría un peso enorme en el fracaso de invasiones como las de Afganistán e Iraq.  No se equivocó.  Antes de pensar en invasiones en las que se cree – muchos de buena fe – que las tropas americanas serán recibidas como libertadores, hay que preguntarse si, por el contrario, no desatarán una resistencia feroz de los que se consideren invadidos.

No menos relevante en estos fracasos ha sido el comportamiento llevado a cabo por las fuerzas de ocupación americanas.  Podemos insistir en que desean implantar la democracia e incluso puede que haya algo de verdad en ese aserto, pero no es suficiente para ocultar los episodios degradantes de torturas en Abu Graib, los secuestros injustificados de inocentes en Kabul y otros lugares de Afganistán o las condiciones de detención de los reclusos de Guantánamo.  Que tras años de confinamiento en este lugar haya habido reclusos a los que se ha puesto en libertad sin cargos no sólo pone de manifiesto que algo no funciona sino que además daña de manera increíblemente severa la imagen de los Estados Unidos ante la opinión pública mundial.  Aunque cerremos los ojos ante ello o minimicemos su impacto, una inteligente política exterior no puede pasar por alto el descrédito que semejantes episodios han arrojado sobre Estados Unidos en las últimas décadas.  A decir verdad, incluso especialistas en inteligencia han señalado que la práctica de la tortura ni siquiera ha sido útil en las tareas de conseguir victorias militares o de seguridad. 

Fue el propio Jesús el que señaló que, antes de ir a una guerra, un rey tiene la obligación de ver si la puede ganar y si no es así buscar una salida diplomática (Lucas 14: 31).  No abrigo la menor duda de que Estados Unidos, como señaló lúcidamente el general MacArthur, no puede ganar ninguna guerra en Asia y, antes de empantanarse en un nuevo conflicto que lo debilite, ha de buscar otro tipo de actuaciones que, difícilmente, podrán ser menos costosas en vidas y dinero que derrotas como la de Afganistán.  Todo ello para que China siga avanzando, de manera inteligente, colocando los intereses nacionales por delante de los de cualquier lobby, sin disparar un solo tiro, hacia la hegemonía mundial. 

(Fin de la serie)