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Lucas, un evangelio universal (XLII): (16: 16-31): la necesidad de comprender la hora

Domingo, 30 de Mayo de 2021

En la última entrega, nos detuvimos en la necesidad de reaccionar con rapidez ante el llamamiento del Reino.  Los versículos siguientes apuntan a una necesidad muy relacionada con esa como es la de comprender la hora en la que se vive y actuar en consecuencia.  Jesús marca el punto zenital de la Historia en la medida en que con él llega el Reino.  Por supuesto, hay gente que tiene esquemas escatológicos muy diversos que lo mismo se empeñan en ver al estado de Israel como el reloj de Dios - ¡¡¡qué disparate!!! – que en colocar en el papado la consumación de la Historia.  Sin duda, ese tipo de novelas escatológicas tienen su público, pero andan lejos, muy lejos de las enseñanzas de Jesús.  Para éste resulta obvio que ha comenzado YA una nueva Era.  Hasta entonces la Torah y los profetas eran el punto de referencia, pero YA no lo eran.  Ahora – y esto lo enseñó Jesús hace ya veinte siglos – el punto central es el Reino de Dios y hay que apurarse para entrar en él.  No es que la Torah quede frustrada.  Es que su época ha pasado con la llegada del Reino (16: 16-7).  Pero ¿se da cuenta de ello la gente o es incapaz de comprender la hora?  Porque lo cierto es que no es posible mantenerse en dos sitios a la vez de la misma manera que es imposible estar casado con dos personas a la vez sin incurrir en el adulterio (16: 18). 

Esa necesidad de comprender la hora, en ocasiones, se dilata a lo largo de la vida de una persona sin que se produzca la reacción adecuada, precisamente para su desgracia.  Es precisamente eso lo que relata la parábola del hombre rico y Lázaro.  Suele ser habitual desperdiciar este magnífico relato discutiendo sobre el infierno.  Para los que niegan la existencia de un lugar de castigo eterno, la historia sólo tiene sentido para insistir en que se trata de un relato simbólico y que nada habla del más allá.  Para los que afirman la existencia del infierno, se trata de aferrarse a la literalidad del relato para remachar lo que creen.  Unos y otros pierden de vista la enseñanza de Jesús que va mucho más – y es mucho más práctica – que relatar la geografía del más allá.  Jesús centra su relato en dos personas.  Una era un hombre rico que vivía espléndidamente (16: 19).  A su puerta, había un mendigo miserable que habría deseado saciarse con las simples migajas de la mesa del rico, pero nadie se ocupó de dárselas empezando por el rico (16: 20).  Como tantas situaciones, seguramente, se pudo pensar que aquello duraría por los siglos de los siglos, pero la vida humana es impresionantemente breve y aquellos dos personajes no iban a ser una excepción.  El pobre murió y fue llevado al seno de Abraham y murió el rico y dio en el Hades (16: 22).  Nada indica en la historia que uno se salvara por ser pobre y otro se condenara por ser rico, pero lo cierto es que uno fue al seno de Abraham y otro, al Hades.  En ese Hades, la situación era todo menos envidiable.  Se puede alegar que la llama es un simbolismo de un ardor espantoso y no literal, pero es obvio que el rico sufría atormentado fuera como fuera la naturaleza de sus padecimientos (16: 23-25).  El rico comenzó a suplicar a Abraham para que se aliviara su sufrimiento y apeló incluso para ello a una figura que le era familiar, la del desgraciado que había estado a la puerta de su casa, al que debía haber visto en varias ocasiones y que ahora era lo más cercano a Abraham que conocía (16: 24).  Pero semejante posibilidad era implanteable.  El tiempo había pasado.  Sí, en el pasado, el rico había disfrutado mucho y Lázaro había padecido, pero ya no era así (16: 25).  Esa situación era irreversible y no cambiaría (16: 26).  La reacción del antiguo rico entonces fue la de pensar en su familia.  No da la sensación de que su salud espiritual le hubiera importado mucho con anterioridad, pero ahora le provocaba angustia.  ¿Sería posible que alguien fuera a casa de su familia para contarles lo que les esperaba (16: 27-28)?.  La respuesta de Abraham fue tajante: en la Biblia tenían lo suficiente para no acabar allí (16: 29).  Sin embargo, el antiguo rico rechazó tal posibilidad.  La cercanía de las Escrituras no le había servido a él.  Tampoco le serviría a su familia, pero si alguien regresara de entre los muertos tendrían una verdadera oportunidad (16: 30).  La respuesta de Abraham fue tajante: si no creían en lo que enseña la Biblia, tampoco creerían en alguien que regresara de entre los muertos (15: 31).  Para aquellos que creen en todas esas falsedades sobre gente que viene del purgatorio para advertir de lo malo que es no rezar el rosario o de espectros que, supuestamente, acuden desde el infierno para indicar que hay que ir a misa todos los domingos, la respuesta de Abraham tiene que resultar incómoda.  Es lo que enseña la Biblia lo que debe llevar a la persona a cambiar y a cambiar ya.  De hecho, Jesús resucitaría de entre los muertos y no por ello la mayoría de los judíos creería en él como mesías.  Pero el relato sigue siendo de una solidez sobrecogedora.  Esta vida terrenal no es eterna – aunque pueda parecerlo – y un día, deberemos dar cuenta de si nuestro comportamiento se ajustó a lo enseñado en la Biblia o no.  Si se pierde esa oportunidad – que no sabemos lo que durará – el destino es obvio: el castigo y el sufrimiento.  Nadie vendrá de la tumba para avisar a nuestros familiares, nadie podrá cambiar nuestro destino en el más allá, nadie tendrá esperanza alguna si no escuchó lo que enseña la Biblia.  De ahí la necesidad de comprender la hora ya mismo.  De ello pende el destino eterno.

CONTINUARÁ