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Marcos, un evangelio para los gentiles (II): 1: 16-39

Viernes, 15 de Marzo de 2019

¿Qué sucedió una vez que Jesús comenzó a predicar?  No lo que hubiera esperado un gentil conocedor de las escuelas de filosofía.  La intención de Jesús no era reunir en torno a él una pequeña élite que lo mantuviera y que tuviera una enorme influencia en la sociedad.  Su modelo no era el de esos filósofos paganos como Platón que buscaban adoctrinar al gobernante para, a través de él, adoctrinar a toda la sociedad.  Sí, es cierto que ese es el modelo seguido por organizaciones que se han presentado como cristianas al estilo de los jesuitas, el Opus Dei, los legionarios de Cristo – fundados por un criminal sexual – o el Yunque y es cierto también que eso es lo que pretenden algunos.  Sin embargo, no era el modelo de Jesús. 

Jesús llamó a unos pescadores – no el material del que se pensaría que va a derivar una escuela de filosofía o un poderoso movimiento religioso – y además los llamó con la misión de pescar a otros hombres y no de formar una élite que rigiera, de manera directa o a través de personal interpuesto, a las sociedades (1: 16-20). 

Que Jesús era algo distinto de lo que conocía el mundo judío – mi próximo libro se titula precisamente Más que un rabino – admite poca discusión, pero es que también era muy diferente de lo que pudiera encontrarse en el mundo pagano y cuando algún autor lo ha equiparado con un filósofo estoico o cínico ha lanzado al aire un sonoro rebuzno.  La diferencia es que Jesús no se dedicaba a explicar el mundo o a intentar gobernarlo mediante una élite más o menos oculta.  Lo cambiaba con su sola presencia.  La gente que lo escuchaba captaba en él una autoridad espiritual que no tenían los escribas (1: 21-22) y, ciertamente, así era porque a su enseñanza sumaba el poder sobre los demonios (1: 23-27) o sobre la enfermedad (1: 29-31).

Ciertamente, no puede sorprender que, a diferencia de lo sucedido con los filósofos que tanto amaban la cercanía de los poderosos, a Jesús afluyeran los más necesitados, es decir, los enfermos y los atormentados por demonios (1: 32-34).

Cualquiera en el mundo romano habría aprovechado esa circunstancia para hacerse reverenciar, para hacerse querer, para hacer mantener.  No fue el caso de Jesús.  Cuando Pedro y los otros le indicaron – posiblemente con el mayor entusiasmo – que todos lo buscaban (1: 36-37), la respuesta de Jesús no fue un reparto de influencias ni un adoctrinamiento para la conquista del poder.  Por el contrario, fue reafirmarse en que había venido a predicar por todas partes y a acompañar esa predicación con la expulsión de los poderes demoníacos (1: 38-39). 

¡Qué chocante debió resultar aquel Jesús para los gentiles!  Pitágoras había creado una secta para dominar las ciudades griegas.  Platón había insistido en educar al rey para que, filosóficamente, es decir, a lo Platón, gobernara.  Aristóteles había sido preceptor de Alejandro el grande.  Cicerón había articulado una filosofía ecléctica sin dejar de enriquecerse aprovechando el carácter oligárquico de la república.  No mucho después Séneca el estoico podría pronunciar frases de solidez filosófica mientras se lucraba con el tráfico de esclavos y la corrupción cercana al trono imperial.  Sin embargo, Jesús era mucho más.  Era alguien que portaba una doctrina muy superior de intervención de Dios en la Historia y que respaldaba su enseñanza con un dominio prodigioso sobre la muerte y los demonios.  Definitivamente, algo distinto y muy, muy superior.

CONTINUARÁ