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Marcos, un evangelio para los gentiles (VI): 3: 7-35

Viernes, 12 de Abril de 2019

Es bien significativo que Marcos – dentro de su vocación sintética - coloca la elección de los apóstoles justo después de la conjura de dirigentes religiosos y políticos para acabar con Jesús (3, 6).  Ciertamente, las muchedumbres seguían entusiasmadas a Jesús después de verlo curar a la gente y expulsar demonios.  Sin embargo, para Jesús, dedicado, sobre todo, a predicar un mensaje aquella circunstancia no era la más adecuada.  Rechazaba de plano la publicidad (3, 12) e intentaba evitar ser anegado por las masas (3, 11).  Con todo, no se hacía ilusiones sobre lo que había en el corazón de las gentes.  Las curaciones y la derrota de los demonios atraen, pero no necesariamente convierten.  En torno suyo había que crear un grupo nuevo (13-19) y era así porque los enemigos de Jesús (3, 20-30) ya habían comenzado a injuriarlo relacionando sus poderes con el Diablo – una calumnia que acabaría aterrizando en el Talmud donde se tilda a Jesús de hechicero – cerrándose así la única puerta de entrada al Reino.  La blasfemia contra el Espíritu Santo – el pecado imperdonable – no es otra que negar la acción de Dios.  Cuando eso sucede es imposible que la gracia llegue.  Da lo mismo que uno sea un fariseo convencido de la auto-justicia, un ser religioso empapado de la idea de que sus méritos y obras lo llevarán al cielo o un escéptico que reduce a Jesús al status de simple maestro de moral.  En todos y cada uno de estos casos – y en otros – resulta absolutamente imposible que esa gente entre en el Reino por la sencilla razón de que se bloquean a si mismos la posibilidad anteponiendo su visión al ofrecimiento de Dios.

No es casualidad que Marcos situara a continuación la visita de María y de los hermanos de Jesús.  La madre y los hermanos de Jesús acudieron a verlo con la intención de disuadirlo de que siguiera sumergiéndose en una situación peligrosa.  Sin duda, sabían que se había salvado por muy poco de verse despeñado en Nazaret (Lucas 4, 29-30) y es muy posible que también les hubiera llegado la noticia de la creciente animadversión de las autoridades religiosas (Marcos 3, 6).  Que acudieran a verlo era natural y que incluso pretendieran que dejara lo que estaba haciendo y saliera a recibirlos tiene también su lógica.  Sin embargo, la respuesta de Jesús fue clara y contundente.  Bajo ningún concepto consideraba que su madre y sus hermanos contaran con un papel especial.  Todo lo contrario.  Las palabras de Jesús establecieron que su madre y sus hermanos reales eran los que hacían la voluntad de Dios.  Se trataba de palabras que marcaban una clara distancia con su familia en relación con aquellos que ya lo seguían. 

María, desde luego, no era para Jesús el personaje que se describiría en siglos posteriores y que todavía en los siglos XIX y XX sería objeto de nuevos dogmas.  Pero ¿quiénes eran sus hermanos de los que la fuente joanea nos dicen directamente que “no creían en él” (Juan 7, 5)?  Un simple examen de las referencias mesiánicas nos diría que eran los hijos de su madre tal y como había anunciado el Salmo 69, 8.  Tal circunstancia, sin embargo, choca con la enseñanza de siglos de algunas iglesias y exige, por lo tanto, que nos detengamos en el tema.       

El reciente descubrimiento de un osario en Jerusalén con la inscripción “Jacob, hijo de José y hermano de Jesús” causó hace unos años un notable revuelo en los medios de comunicación al interpretarse como una confirmación indiscutible de que Jesús de Nazaret habría tenido hermanos lo que, supuestamente, significaría una conmoción que haría tambalearse las bases del cristianismo.  Lo cierto es que la referencia a los hermanos de Jesús sólo puede causar sorpresa en aquellos que no han leído nunca el texto completo de los Evangelios.  En estas fuentes abundan las referencias a los hermanos de Jesús e incluso llega a darse el nombre de los mismos.  Como señala el Evangelio de Marcos 6, 3 ss y el de Mateo 13, 54-55, los hermanos se llamaban Santiago, José, Simón y Judas y habría al menos dos hermanas de las que no se dan los nombres.  Como ya hemos indicado esos hermanos no creían en Jesús inicialmente (Juan 7, 5).  Sabemos también, como acabamos de señalar, que incluso en un primer momento, en compañía de María, intentaron disuadirle de su ministerio (Mateo 12, 46 ss).  La incredulidad de los hermanos de Jesús – insistimos en que profetizada ya en el Salmo 69, 8-9 de los hijos de la madre del mesías - seguramente explica que en la cruz encomendara el cuidado de su madre al discípulo amado.  Sin embargo, también consta que se produjo un cambio al poco de la muerte ya que en Pentecostés tanto María como los hermanos de Jesús ya formaban parte de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén (Hechos 1, 14).    No sabemos con total certeza a qué obedeció la transformación, pero todo parece señalar que a la convicción de que Jesús había resucitado.  De hecho, Pablo escribiendo un par de décadas después de los hechos señalaba que entre las personas que vieron a Jesús resucitado se encontraba Santiago (I Corintios 15, 7).  Cabe pues pensar que esa circunstancia provocó su cambio radical en él y, muy posiblemente, el de los otros hermanos. 

Del resto de los hermanos de Jesús poco sabemos.  Hegesipo transmite la noticia de que las hermanas se llamaban Salomé y Susana, y el Nuevo Testamento contiene una epístola de Santiago, el hermano de Jesús llamado Cristo, como lo denominó el historiador judío Flavio Josefo y otra de Judas que, posiblemente, se deba al hermano de Jesús del mismo nombre ya que en ella se presenta como “hermano de Santiago”.  Más interesantes son, en otros aspectos, los datos proporcionados por Hegesipo.  Por ejemplo, tal y como transmite Eusebio, en Historia eclesiástica II, 1, Hegesipo  dice que “Santiago, que era llamado el hermano del Señor” era “hijo de José y José era llamado el padre de Cristo, porque la virgen estaba comprometida con él cuando, antes de que tuvieran relaciones íntimas, se descubrió que había concebido por el Espíritu Santo".  Es obvio que Santiago podría haber sido quizás hijo de un matrimonio anterior, pero en cualquier caso, primo de Jesús no era y sí hijo de José, el marido de María.  Como mínimo, nos encontraríamos, por lo tanto, con un hermanastro.  Asimismo en III, 11 al referirse a la sucesión de Santiago por Simeón, el hijo de Cleofás, dice que era “primo del Salvador, porque Hegesipo relata que Cleofás era hermano de José” (III, 11).   Nuevamente, la relación familiar es obvia y Eusebio vuelve a insistir en ella en III, 19.  Dice de Judas, reproduciendo a Hegesipo,  que “sobrevivieron de la familia del Señor los nietos de Judas que era, según la sangre, hermano suyo”.  Las otras referencias de Hegesipo vg: III, 32 abundan en esta misma línea.  Tal y como informa Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica, en la época de Domiciano se procedió a la detención de otro de los hermanos de Jesús por temor a que, siendo de ascendencia davídica, pudiera sublevarse contra Roma.  Tras interrogarlo, las autoridades romanas llegaron a la conclusión de que eran inofensivos y los pusieron en libertad. 

Sabido es que la iglesia católica y las iglesias ortodoxas sostienen, por el contrario, el dogma de la virginidad perpetua de María que, obviamente, colisiona con esa interpretación.  Históricamente, algunos representantes de la Patrística – salvo algunos autores muy antiguos que aceptarían la interpretación judeo-protestante - ha interpretado el término “hermano” como “hermanastro” – lo que convertiría a Santiago, José, Simón y Judas en fruto de un matrimonio anterior de José – o, más comúnmente como parientes o primos.  Ciertamente, tal interpretación es imposible sobre el griego del Nuevo Testamento donde existen términos específicos para primo (anépsios en Colosenses 4, 10) y para pariente (singuenis en Lucas 14, 12).  No obstante, puede ser posible en hebreo o arameo donde el término “ah” (hermano) tiene un campo semántico más amplio que puede incluir ocasionalmente otras relaciones de parentesco.  Sin embargo, como señaló muy acertadamente Paul Bonnard, de no mediar el dogma de la virginidad perpetua de María seguramente no se habrían dado tantas vueltas para llegar a esa conclusión ya que las fuentes históricas, dentro y fuera de las Escrituras, señalan con claridad que los hermanos de Jesús eran hijos de María, que no creyeron en él durante su ministerio y que incluso intentaron disuadirlo del rumbo que había asumido.  Sí podría apuntarse que las motivaciones de acudir a Jesús pudieron ser muy diferentes.  Si en María, muy posiblemente, primó el temor por lo que podría pasarle a su hijo; en sus hermanos, se daba cita una incredulidad unida, presumiblemente, al temor de ser objetos de represalias.    La conducta tanto de María como de sus hijos no carecía de razón. Sin embargo, Jesús fue muy claro.  Ni los que venían buscándolo para recibir una curación, ni los que se cerraban la puerta a si mismos negando el camino de salvación ofrecido por Dios, ni siquiera su madre y sus hermanos actuaban como era debido.  Sólo lo hacían aquellos a los que podía denominarse su madre y sus hermanos que no eran los físicos sino los que hacían la voluntad de Dios (Marcos 3: 35)

CONTINUARÁ    

NOTA:  A inicios del año que viene se publicará en Estados Unidos mi libro Más que un rabino.  Es una extensísima biografía de Jesús – con seguridad más de quinientas páginas – que espero que será de ayuda para todos aquellos que deseen conocer y profundizar en la vida y la enseñanza de Jesús.  Seguiremos informando.