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Marcos, un evangelio para los gentiles (XIII): 7:24-8: 21

Viernes, 7 de Junio de 2019

La siguiente sección de Marcos está configurada por una serie de episodios que confluyen en la enseñanza de Jesús.  Jesús nos es descrito curando a una jovencita endemoniada a distancia a pesar de que es gentil (7: 24-30), sanando a un sordomudo (7: 31-37) y alimentando a millares de personas (8: 1-10).  En otras palabras, Jesús se muestra con poder sobre los demonios, sobre la enfermedad y sobre la naturaleza.  Cada uno de los relatos implica una enseñanza por si mismo, pero no vamos a detenernos en ellas.  Baste decir que tras ese despliegue triple de poder nos encontramos en el relato con los autodesignados como representantes de Dios en la tierra que le piden a Jesús una señal (8, 11).  La exigencia suena hasta ridícula.  Es obvio que Jesús estaba dando señales continuamente, pero las señales tienen un valor limitado.  Por ejemplo, aquellos que no quieren ver jamás verán.  Se aferrarán a sus tradiciones religiosas, a sus prácticas de siglos, a sus atavismos espirituales.  Mantendrán sus prejuicios incluso ante el Hijo de Dios y para abrir a él sus corazones exigirán una prueba que, a pesar de estar ante sus narices, nunca aceptarían (8: 12).  Dios no está dispuesto a rebajarse a ese nivel.  Implicaría descender hasta la idolatría que domina esos corazones que adoran su iglesia, su tradición, sus costumbres muy por encima de lo que Dios dice en Su Palabra. 

No sorprende que cuando Jesús se subió a la barca para apartarse de aquel lugar (8, 13) indicara a los discípulos que se libraran de la levadura de los fariseos y de Herodes (8, 15).  Los discípulos – no siempre especialmente espabilados – se preguntaron si Jesús se refería a cuestiones de pan (8, 16).  Pero Jesús hablaba de algo mucho más profundo, algo que se les escapaba (8, 17-21) y que resultaba esencial. 

En esta vida hay, en términos resumidos, dos actitudes frente a Jesús.  Una es similar a la de la pobre mujer sirofenicia que se acerca esperando ser escuchada.  Esa gente que se sabe sin mérito – como un perrillo que merodea la mesa para pescar alguna migaja – siempre será recibida por Jesús.  Esa gente no pretende dar nada a cambio, no pretende pagar el don de Dios, no pretende merecerlo.  Sólo tiene fe y esa fe es el canal para recibir las bendiciones de Dios.  La otra es la de los que permiten que la religión, el poder o ambos se interpongan entre ellos y Dios.  Esa religión, vacía de espíritu y llena de soberbia, se permite mirar por encima del hombro el mensaje del Evangelio porque les priva de su posibilidad de jactancia y de mostrar lo buenos que son.  Con la verdad desplegada delante de ellos, son incapaces de reaccionar, agarrados a la religión, una religión que coloca las tradiciones por encima de las Escrituras.  Lo mismo sucede con los que tienen la levadura de Herodes en lugar de la de los fariseos.  Podrán construir un templo – como hizo Herodes – y a la vez perseguir a los profetas y crucificar al Hijo de Dios.  De esa levadura, de esa conducta que se extiende como un verdadero cáncer, hay que guardarse porque, como la levadura literal, hincha, corrompe y acaba dando lugar a sistemas como los que crearon la inquisición y las cruzadas, el exterminio de los disidentes y la protección de los que han abusado sexualmente de niños, el silencio frente al mal y el impulso a la agenda globalista.  Ninguna señal del mismo Jesús los sacará de ahí porque para acudir a él hay que estar dispuesto a librarse de la levadura de los fariseos y de Herodes.

CONTINUARÁ