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Mateo, el evangelio judío (XIX)

Viernes, 12 de Octubre de 2018

(18:10-35): la base de la vida del Reino

 La enseñanza de Jesús que vimos la última semana relativa a la cosmovisión y a la conducta diferente de sus discípulos plantea una pregunta que Jesús responde enseguida:  ¿Por qué?  Sí. ¿Por qué debería renunciar el pueblo judío a atizar en la cresta a los gentiles y a someterlos como ahora él estaba sometido bajo Roma?  ¿Por qué el Reino en lugar de implicar un maravilloso reparto de carteras de poder tenía que ser asumir un servicio todavía mayor a los demás?  ¿Por qué había que aceptar eventualmente renunciar a los propios derechos por la expansión del Evangelio?  ¿Por qué había que obedecer los mandamientos de una manera tan estricta?  Si Jesús hubiera creído en una salvación por obras – horror que desmintió una y otra vez en sus predicaciones – hubiera podido responder que porque actuando de esa manera se ganaba la salvación.  Se pasaba mal en esta vida quizá, pero ya te lo compensarían en la otra.  Sin embargo, Jesús jamás articuló un argumento semejante. 

     La razón fundamental de la conducta de aquellos que desean servir a Jesús es que su situación espiritual, algún día, fue como la de una pobre oveja perdida, sin posibilidad de encontrar el camino, condenada a ser despedazada por las alimañas y que, finalmente, fue salvada porque el Buen pastor fue a por ella (18: 10-14).  La misión del Hijo del hombre fue salvar lo que se había perdido (18: 11) y sólo cuando se entiende esa sublime realidad es posible vivir de otra manera, ver el mundo de otra manera, conducirse de otra manera. Nunca nos merecimos nada ni lo vamos a merecer, pero, a pesar de todo, Jesús el mesías vino a salvarnos.  Cuando se entiende algo tan elemental y, a la vez, tan negado por gente que cree que es cristiana se ha comenzado a comprender.

      Precisamente por ello, resulta tan adecuado que Jesús enseñe a continuación sobre la disciplina en el seno de las comunidades de sus seguidores.  ¿Qué debe hacerse cuando alguien incurre en un pecado y es sabido por otros miembros de la iglesia?  Y antes de detenerme en lo que responde Jesús, debo indicar que ésta es la segunda vez que Jesús utiliza el término iglesia en toda su vida.  La segunda y la última.  Aquellos a los que la palabra iglesia – más bien LA Iglesia – no se les cae de la boca deberían reflexionar en que ni de lejos están siguiendo el ejemplo de Jesús y, muy posiblemente, han colocado a una organización humana en lugar de Cristo, pero sigamos.  ¿Qué hacemos ante situaciones que chocan con las enseñanzas de Jesús?  Dentro de una tradición como la católica, es obvio que hay que correr a un sacerdote para confesarse.  Incluso alguno se aferraría al versículo 18 para decir que ahí se habla de atar y desatar y que ese poder lo tienen los sacerdotes y lo ejercen mediante el sacramento de la penitencia.  Como respuesta de manual está bien, pero tiene el problema de que no se parece en absoluto a lo que dice Jesús.  A decir verdad, los versículos 15-17 describen cómo la situación debe ser solventada, primero, en privado instando a la persona a cambiar.  Si existe una resistencia, hay que advertir al hermano ya en compañía de uno o dos más y si, finalmente, persiste en su conducta, la congregación puede excluirlo.  Ese es el poder de atar y desatar en este caso concreto y no está unido a un clérigo ni mucho menos a la confesión auricular desconocida durante los primeros siglos del cristianismo sino vinculada a la acción conjunta de la comunidad.  Precisamente, por el carácter especialmente escandaloso de ciertos pecados se prevé que haya dos pasos previos antes de que toda la congregación tenga que abordar el problema.

     Jesús todavía remacha más la referencia al poder de los creyentes unidos – nada que ver con su sumisión ciega a una jerarquía – que indica que cuando dos o tres se reúnen en el nombre de Jesús, él está presente y Dios los escucha.  Sí, es una enseñanza que no encaja con la idea de pagar misas o de dar ofrendas para que los oídos de Dios se abran, pero, a diferencia de otras enseñanzas, ésta procede del mismo Jesús.  No sólo eso.   Esta cuestión sirve para comprobar hasta qué punto es verdad lo que enseñan determinados grupos religiosos o si, por el contrario, no pasa de ser enseñanzas de hombres.

     Naturalmente, comportarse así plantea varios problemas prácticos.  Si un sacerdote otorga una absolución, puedo plantearme que mi juicio sobre determinado canalla que no cambia ni a tiros no se altera.  Dios le puede haber perdonado a través del clérigo y yo actuaré como me parezca. O bien puedo desentenderme de la persona y decir que si Dios quiere que se arrepienta ya le tocará el corazón.  Pero lo que Jesús enseña aquí es diferente.  Implica preocuparme por el otro, aceptar su arrepentimiento en el primer o segundo paso… y tener que soportar que no cambie tampoco.  Por lo tanto, la pregunta de Pedro en el sentido de cuántas veces hay que perdonar resulta oportuna.  Vale, está bien, pero ¿esto tiene un límite? La parábola de los deudores resulta ahí especialmente oportuna no solo porque muestra que cualquier perdón que nosotros otorguemos no es nada en comparación con el que Dios nos concede – no hablemos ya del precio – sino porque además Jesús utiliza una historia que debió tocar profundamente a sus contemporáneos, la historia del encarcelado por deudas.

      Lejos de tratarse de un hermoso cuento oriental, Jesús trajo a colación un drama que aquellas gentes tenían que haber visto en multitud de ocasiones, el de la persona que no podía pagar una deuda y veía cómo resultaba imperativo vender a un hijo, ir a prisión o asumir un destino aún más amargo.  En esa situación, estamos para con Dios y, sin embargo, él nos ha anunciado un perdón inmerecido e inmenso como el del primer desdichado de la parábola.  Supongamos ahora que, tras recibir el perdón entregado por Jesús, alguien actúa con nosotros de mala manera.  ¿Qué debemos hacer?  La respuesta se cae de su peso:  perdonar.

     A lo largo de mi vida, me he encontrado a gente de todo tipo.  Algunos eran – son – endiabladamente malos y me trataron de manera injusta, inhumana, ingrata, inmoral.  En no pocos casos, además se trataba de gente que tenía razones sobradas para estarme agradecida y comportarse conmigo bien.  ¿Qué hacer en esas situaciones?  Para mi resulta más que obvio que la única salida acorde con seguir a Jesús es perdonar.  Aunque algunas de esas conductas son claramente viles y miserables, no me cabe la menor duda de que Dios me ha perdonado a mi muchísimo más y en muchísimas más ocasiones, que Dios es mucho menos digno de recibir esa conducta indigna que yo y que el precio que Dios ha pagado es infinitamente mayor del que yo podría pagar alguna vez.  De esta manera, Jesús cierra el ciclo de enseñanza de una manera extraordinaria.  Sí, su manera de ver el Reino, la vida cotidiana, el mundo, es diferente.  Sí, exige una integridad y una fidelidad extraordinarias.  Todo eso es cierto, pero hay un argumento más que poderoso para asumir todo eso y es que él vino a salvarnos y lo hizo porque nosotros somos totalmente incapaces de obtener la salvación por nuestros medios. 

      Ese sublime punto de partida es también la base de una vida comunitaria que puede ser pequeña numéricamente – dos o tres – pero inmensamente poderosa  porque en medio de ella está Jesús.  En esa vida comunitaria, nos ayudamos los unos a los otros a ir viviendo conforme a las enseñanzas de Jesús; en esa vida comunitaria, atamos y desatamos situaciones relacionadas con la vida cristiana y en esa vida comunitaria, otorgamos y recibimos perdón siguiendo el ejemplo del Padre celestial que envió a Su Hijo a morir por nosotros.  Jesús señala a continuación áreas muy concretas de nuestra vida que han de cambiar, pero a eso nos referiremos en la próxima entrega.

CONTINUARÁ