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Mateo, el evangelio judío (XXI)

Viernes, 26 de Octubre de 2018

(20: 20-34): el Rey a las puertas de Jerusalén

Jesús, ciertamente, había vuelto a anunciar cómo concluiría su entrada en Jerusalén, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.  Si hay algo que los discípulos no tenían la menor intención de asumir es que no habría implantación absoluta y total del reino y jugoso reparto de pingües despojos.  En ese sentido, la petición de Santiago y Juan, vía su madre, son el clásico ejemplo del “tu di lo que quieras que yo pensaré lo que me parezca”.  En el episodio, incluso hay una cierta ternura semejante a la que provoca esa madre que va a visitarte a la radio para pedirte que coloques a su hija que es muy espabilada o el padre que te dice en medio de cualquier evento que si podrías encontrar empleo para su hijo que vale muchísimo, pero no encuentra trabajo.  La respuesta de Jesús resulta fácil de imaginar con una sonrisa en los labios: no tenéis ni idea de lo que estáis diciendo.  ¿Acaso estaríais dispuestos a tragar lo que yo voy a tragar y a sumergiros en lo que yo acabaré sumergido? (20: 22).  Ansiosos por conseguir lo que ambicionan, los hermanos responden que sí. Que pueden.

La respuesta de Jesús parece rezumar ternura.  Sí, por supuesto, que acabarían pasando por ese trance, pero eso no los convertiría en acreedores a ocupar un puesto de honor, eso es algo que sólo el Padre da a aquellos para los que los tiene preparados (20: 23). 

Naturalmente, la ambición de los dos hermanos provocó una reacción contraria de los otros apóstoles - ¿a santo de qué iban a ocupar ellos el puesto que los demás ambicionaban para si? – una circunstancia que Jesús aprovechó para mostrar la perspectiva del Reino, aquella es radicalmente distinta de los valores del mundo.  Sí, por supuesto, los que depredan a las naciones saben presentarse como benefactores (v. 25), pero los seguidores de Jesús no deben ser así.  Por el contrario, deberían enfocar sus relaciones con los demás como un servicio (v. 26) y así debe ser porque su visión no es la del mundo sino la del Reino y el Rey de ese reino no viene como un mesías guerrero y triunfante sino como el siervo de YHVH, el descrito en Isaías 53, que sería despreciado y rechazado por los que se presentaban como representantes de Dios – hasta el punto de que la gente pensaría que Dios lo había repudiado – pero que, en realidad, moriría como sacrificio expiatorio por los pecados de muchos (v. 28).  No, los seguidores de Jesús no se sirven de la gente sino que sirven a la gente.  No, los seguidores de Jesús no se centran en sus ambiciones personales sino en el cumplimiento de su misión. No, los seguidores de Jesús definitivamente son distintos.   

Ante semejante verdad, se puede reaccionar de dos maneras.  Una es manteniéndonos en nuestros prejuicios – gratos prejuicios – empeñándonos en que es cierto lo que deseamos que sea cierto.  En resumen, continuando siendo ciegos.  La otra es esperar hasta que veamos porque Jesús nos ha devuelto la vista.  Es por eso que el relato de los ciegos curados por Jesús (v. 29-34) encaja tan bien en este contexto.  Por lo que sabemos inicialmente fue un ciego y comenzó a importunar a Jesús a la entrada de Jericó (Marcos 10: 46-52; Lucas 18: 35-43).  Sin embargo, Mateo nos revela que Jesús no lo curó inmediatamente de su ceguera.  Lo hizo esperar y en su espera se sumó otro ciego de tal manera que cuando Jesús salió de Jericó ya eran dos los que aguardaban que los sacara de su estado miserable. A esos dos ciegos, conscientes de su ceguera, que habían esperado durante la estancia de Jesús en Jericó posiblemente desgarrados entre la esperanza y la inquietud, Jesús les otorgó la vista (v. 34). 

En no escasa medida, la trayectoria de un ser humano es muy semejante.  Puede decidir seguir siendo ciego.  Puede repetir los mantras que le hacen sentirse bien – o que cree que le hacen sentirse bien – e incluso puede meter a mamá por medio a ver si lo consigue. Pero así no dejará de ser ciego.   Pero también puede, por el contrario, abrirse a la luz como Jesús derramó luz sobre sus discípulos mostrando una vez más cómo era el Reino y su Rey.  Y entonces, llegados a ese punto, recibirán la vista.  No se trata de la revelación de misterios ocultos salvo para los iniciados como pretende la gnosis o la masonería.  Es la luz que brilla en las tinieblas, una luz que, como veremos, deja de manifiesto lo inútil y dañino de la religión, de la esterilidad espiritual, de los oídos sordos al anuncio de Dios.

CONTINUARÁ