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De la conversión en religión estatal a la “solución final” del problema judío (IV): El judío como archienemigo (II): antes del III Concilio de Toledo (II): La mutación del siglo IV

Jueves, 3 de Octubre de 2019

El siglo IV tuvo una enorme trascendencia para la Historia de Europa y con ella para la del mundo.  El cristianismo, que había conseguido sobrevivir a diez persecuciones generales y a otras particulares, no sólo emergía más fuerte que nunca en las tierras del imperio sino que además era considerado por uno de sus más importantes conservadores, el emperador Constantino, como argamasa indispensable para mantener la consistencia del estado.  Hasta entonces, a pesar de las diferencias entre ambas fes surgidas del Israel del Segundo templo, la relación entre ambas fes no había sido áspera salvo algunos episodios excepcionales.  Así, Gregorio, obispo de Illiberris en el s. IV, fue autor de algunas obras [1]en las que se pone de manifiesto el deseo de que los judíos abracen la creencia en Jesús, pero, a la vez, y de manera harto significativa, se indica que las relaciones entre ambos colectivos eran muy cordiales, tanto que no resultaba imposible que los cristianos acabaran adoptando prácticas propias del judaísmo.

         Durante ese siglo IV en que se alzaba en Elche una sinagoga cuyos restos han llegado hasta nosotros, judaísmo y cristianismo mantenían una dialéctica, pero no puede hablarse de hostilidad.  A decir verdad, lo que encontramos en las fuentes es la clara posibilidad de que los fieles de una y otra religión se vieran seducidos por las prácticas y las creencias de la otra.  Si en el Talmud, ya encontramos referencias a la necesidad de mantenerse distantes de aquellos que creían que Jesús de Nazaret era el mesías; en el cristianismo, la respuesta comenzó a articularse en torno a las decisiones conciliares.  Al respecto, resulta revelador el celebrado en Hispania, más concretamente en Elbira.  Su fecha ha sido objeto de controversia y aunque nos inclinamos por una situada entre el 303 y el 309 [2], la circunstancia es secundaria para el tema que estamos abordando.

      El concilio de Elvira nos sitúa en un estadio ciertamente primitivo de las prácticas cristianas.  Por ejemplo, el canon 36 mantiene aún la prohibición relativa a las imágenes que se encuentra en la Biblia (Éxodo 20: 4 ss; Deuteronomio 5: 8 ss; Isaías 44: 9-20) y que fue mantenida por los santos padres como Cipriano – “¿Para qué postrarse delante de las imágenes? Eleva tus ojos al cielo y tu corazón: allí es donde debes buscar a Dios”[3] – o Agustín de Hipona – “La única imagen que nosotros debemos hacernos de Cristo es tener siempre presente su humildad, su paciencia, su bondad y esforzarnos para que nuestra vida en todo se parezca a la suya.  Aquellos que andan en busca de Jesús y de sus apóstoles pintados en las paredes, lejos de conformarse a la Escritura, caen en el error”[4] -  pero que desaparecería durante la Edad Media para ser recuperada por la Reforma del s. XVI.  Esa antigüedad, si se nos permite el término, explica también el carácter de las prohibiciones que encontramos en los cánones conciliares.

      Encontramos referencias expresas a los judíos en los cánones 16, 49, 50 y 78.  El 16 establece la prohibición de que doncellas cristianas contraigan matrimonio con judíos y herejes; el canon 49 – bien significativo – prohíbe que los judíos bendigan los frutos de tierras que eran propiedad de los cristianos; el 50 pretende evitar que ambos se sienten a la misma mesa y, finalmente, el 78 castiga el adulterio con mujer judía o pagana.  Se trata de normas de carácter pastoral que tienen su paralelo precisamente en el judaísmo del que siglos antes había nacido.  En primer lugar, el cristianismo hispano adoptaba en el s. IV las prohibiciones sobre el matrimonio que los hijos de Israel mantenían en su seno desde antes de la ley de Moisés.  Los matrimonios mixtos fueron contemplados como un peligro para la comunidad  desde Abraham al Talmud pasando por Nehemías [5]. 

      Se recibía también del judaísmo la prohibición de comer con gente de otra fe, una prohibición que arrancaba del temor a quebrar las normas dietéticas de la Torah y que, curiosamente, el cristianismo primitivo, no sin controversia, había eliminado[6].

      Finalmente, nos encontramos con una disposición con paralelos en el judaísmo, la de la prohibición de que persona de otra fe bendiga u ore por los frutos de la tierra.  Si en el Talmud se registra incluso la prohibición de acudir a alguien que pudiera curar si la tal persona invocaba el nombre de Jesús, aquí hallamos un deseo de evitar que determinados ritos religiosos sean ejecutados por personas de otra fe.  De nuevo, el paralelo con el judaísmo resulta obvio.

      A inicios del s. IV, por lo tanto, los judíos que residían en Hispania son una comunidad pequeña, pero muy extendida que se mantiene separada, siguiendo las normas talmúdicas, de la cristiana, a la vez que ésta seguía disposiciones paralelas en terrenos como los matrimonios, las comidas comunes o las celebraciones religiosas.  Y, sin embargo, las relaciones debían ser más de cercanía que de enconamiento, lo suficiente como para que el peligro de los matrimonios mixtos fuera una realidad plausible o como para que, a falta de presbítero, se pudiera pedir al rabino que bendijera los frutos de la tierra.  La situación de convivencia - más que tolerable, en un imperio en el que las diferentes culturas se hallaban insertadas en el zócalo común de la clásica y en el que las religiones podían convivir a pesar del creciente peso de los perseguidos cristianos – se iba a ver alterada de manera sustancial en la primera mitad del siglo IV. 

      Constantino, Graciano, Valentiniano II o Teodosio – bajo el cual el cristianismo se convirtió en la religión oficial del imperio – recortaron no pocos beneficios legales de los que habían disfrutado los judíos bajo el imperio.  Con todo, el cambio de actitud de ese cristianismo oficializado y paganizado puede verse con más claridad en un episodio que tuvo como escenario Mahón.  Conocemos lo sucedido gracias a la carta de Severo de Menorca, el único documento del s. V que nos permite conocer la situación de los judíos en Hispania durante este siglo.   Al parecer, la convivencia entre judíos y cristianos había sido pacífica hasta entonces, pero la situación cambió de manera radical precisamente con la mutación del cristianismo en el siglo IV.  A Mahón llegó un presbítero que venía de Jerusalén con unas reliquias relacionadas con Esteban, el protomártir cristiano (Hechos 7).  La predicación del recién provocó un asalto a la sinagoga local.  El drama no concluyó con la destrucción del lugar de culto.  Por temor, por convicción, por deseo de sobrevivir, un judío llamado Rubén optó por bautizarse [7].  El siguiente fue Teodoro, un miembro de la comunidad judía excepcionalmente importante, que era doctor de la Torah, pater patrum de la sinagoga, defensor civitatis y patrono del municipio [8].  La conversión de Teodoro – como en el caso de Rubén atribuible a las razones más diversas – provocó una verdadera cascada.  Por supuesto, hubo judíos que se negaron a cambiar de religión y que para evitarlo se hicieron a la mar o se retiraron a lugares alejados [9].   La tolerancia había concluido. 

     El episodio, ya de por si inquietante y anuncio de un drama que se repetiría en el siguiente milenio una y otra vez, resultaría previo al empeoramiento de la situación de los judíos con su consolidación como reino construido sobre los escombros del imperio, se impuso un sistema legal en el que los judíos, como el resto de los hispanorromanos, se vieron sometidos a un código diferente al de los invasores bárbaros.  Dentro de esa situación, la de sometidos, su situación no fue peor que la de otros de distinta religión.

      En el Breviario de Alarico, por ejemplo, se intenta conservar la pervivencia de un derecho romano admirado pero, en no escasa medida, herido de muerte.  En relación con los judíos, se conservaron las prohibiciones de que tuvieran esclavos cristianos, de que construyeran nuevas sinagogas y de que molestaran a los judíos convertidos al cristianismo [10].  Sin embargo, se reconocían expresamente privilegios como el de restaurar las sinagogas, el de no poder ser detenidos en sábado o en festividades judías e incluso el de que sus tribunales disfrutaran de jurisdicción civil si los dos litigantes eran judíos y estaban de acuerdo [11].    

      La situación de los judíos no era igual a la de los conquistadores godos, pero implicaba el reconocimiento incluso de algunos privilegios y fue mejor, en algún periodo, que la de los cristianos no arrianos a los que se sometió a diversas presiones y claras discriminaciones.  El cambio – y no para mejor – iba a comenzar ya en el s. VII, cuando los visigodos se consideraran parte de la nación española y hubieran creado un sistema político propio modelado de acuerdo a los principios de la iglesia católica.  

CONTINUARÁ


[1]  Tract. Origenis III, IV y VIII, especialmente.

[2]  Sobre su posible ubicación cronológica, véase: A. W. Dale, The Synod of Elvira, Londres, 1882 (306 d. de C.), A. de Castro, The History of the Jews in Spain, Londres, 1851, p. 21 (303); Amador de los Ríos, Judíos (entre 300 y 303); García Villada, Historia eclesiástica de España, I-1, Madrid, 1929, p. 302 (un 15 de mayo entre 300 y 303 o entre 313 y 314); F. Steinhaus, Hebraísmo sefardita, Bolonia, 1969, p. 81 (320); V. C. de Clerq, Ossius of Cordova, Washington, 1954 (300); A. C. Vega, España sagrada LIII-LIV: De la santa iglesia apostólica de Illiberri, Madrid, 1961, pp. 334 ss (300); P. Orgels, “Revue Belge de Philologie et d- Histoire”, 34, 1956, p. 498 (15 de mayo de 309); R. Thouvenot, Essai sur la province romaine de Bétique, París, 2 ed., 1973, pp. 325 ss (15 de mayo entre 309 y 312).  

[3]  Ad Demetr. 191.

[4]  De consens. Evang. I, 10.

[5]  Génesis 24;  Deuteronomio 7: 3 ss; Nehemías 10: 30.

[6]  Gálatas 2: 11-21.

[7]  Severo, Carta 11.

[8]  Severo, Carta 4.

[9]  Severo, Carta 17.

[10]  Brev 16, 3, 1,

[11]  Brev, 2, 1, 10.