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(LVI): La España de la contrarreforma (XIII): Felipe II. La espada de la contrarreforma (VIII): De la rebelión de Flandes al fracaso de la empresa de Inglaterra (II)

Jueves, 26 de Noviembre de 2020

Ahora Felipe II pudo soñar con más libertad con la idea de acabar con los protestantes de Flandes, de acabar con los protestantes de Francia y de acabar con los protestantes de Inglaterra.  Era más que nunca la espada de la Contrarreforma y, de manera nada difícil de entender, los resultados fueron nefastos para España. Así, mientras la sublevación protestante en Flandes continuaba sin ser sofocada, Felipe II decidió intervenir en Francia. 

En Francia, había tenido lugar un avance espectacular y pacífico del protestantismo hasta tal punto que a mediados del s. XVI no resultaba fácil saber si no acabaría convirtiéndose en la religión mayoritaria de la nación.  De hecho, los protestantes, imbuidos de su cultura del trabajo recuperada de la Biblia, desempeñaban un papel extraordinario en áreas como la economía y la administración.  En 1572, en un intento de exterminar a los protestantes, el rey de Francia con el apoyo del partido católico de los Guisa, ordenó lo que se conocería como la matanza de la noche de San Bartolomé.  En el curso de la misma, decenas de miles de protestantes fueron asesinados a sangre fría en las calles de París y de otras localidades francesas.  Esta acción claramente genocida no tuvo, sin embargo éxito y, por añadidura, precipitó a Francia en una guerra civil entre los partidarios de imponer una fe única – la católica – y los defensores de la libertad religiosa.  Felipe II intervino en la guerra civil de Francia apoyando al bando católico.   Por añadidura, soñaba con colocar a su hija Isabel Clara Eugenia en el trono francés.   Al fin y a la postre, sin embargo, el plan de Felipe II fracasó.  Enrique IV, el candidato protestante a la corona salvado unos años antes de la matanza de la noche de San Bartolomé, se convirtió al catolicismo afirmando que “París bien valía una misa”.  De esa manera, no sólo consiguió sentarse en el trono de Francia sino que además, al promulgar el Edicto de Nantes, otorgó garantías políticas a los protestantes de que la libertad religiosa sería respetada.  El paso dado por el ahora Enrique IV – de cuya conversión siempre se dudó y al que acabó asesinando un fanático católico - constituyó un terrible golpe para Felipe II no sólo en términos religiosos sino también políticos porque Francia comenzaría desde ese momento a emerger como un rival al que ya no se podría derrotar como en el pasado.  Al revés francés se sumó la derrota derivada de la invasión de Inglaterra.  Más allá de las discusiones sobre las razones de la derrota, la empresa de Inglaterra era innecesaria para los intereses españoles aunque encajara una vez más en los de una Santa Sede que no resignaba a perder el dominio sobre la nación atlántica[1]

A finales de mayo de 1588, una armada española de impresionantes dimensiones descendía por el Tajo.  Dos días fueron necesarios para que la flota – que contaba con más de 130 navíos entre los que se hallaban sesenta y cinco galeones – se agrupara en alta mar.  El propósito de aquella extraordinaria agrupación que llevaba a bordo treinta mil hombres era atravesar el canal de la Mancha y reunirse en la costa de Flandes con un ejército mandado por el duque de Parma.  Una vez realizada la conjunción de ambos ejércitos, la flota se dirigiría hacia el estuario del Támesis con la intención de realizar un desembarco y marchar hacia Londres.  De esa manera, las tropas españolas procederían a derrocar a la reina Isabel I Tudor para, acto seguido, reinstaurar el catolicismo.  De triunfar la empresa, no sólo se asestaría un golpe enorme al protestantismo sino que además Felipe II vería favorecida su situación en los Países Bajos donde una guerra que, aparentemente, iba a durar poco estaba drenando peligrosamente los recursos españoles.

Para el verano de 1588, Inglaterra y España llevaban en un estado de guerra no declarada casi cuatro años.  En 1584, precisamente, el duque de Parma, al servicio de Felipe II, había asestado un terrible golpe a los rebeldes holandeses al conseguir que unos agentes a su servicio asesinaran al príncipe de Orange.  Por un breve tiempo, pudo hasta parecer que la causa de los flamencos estaba perdida y que el protestantismo podría ser extirpado de los Países Bajos.  Sin embargo, justo en esos momentos, Isabel de Inglaterra decidió ayudar a los holandeses con tropas y dinero.  La acción de Isabel implicó un notable sacrificio en la medida en que sus recursos eran muy escasos, pero a la soberana no se le escapaba que un triunfo de la iglesia católica en Flandes significaría su práctico aislamiento, aislamiento aún más angustioso dada la pena de excomunión que contra ella había fulminado el papa al fracasar los intentos de casarla con un príncipe francés o con el propio Felipe II trayendo así a Inglaterra nuevamente a la obediencia al papa.  La ayuda inglesa – a pesar de sus deficiencias – resultó providencial para los flamencos y a este motivo de encono se sumó que en 1587 Isabel ordenara ejecutar a María Estuardo, reina escocesa de la que pendía la posibilidad de una restauración del catolicismo en Inglaterra y que estaba relacionada con una conjura católica cuya finalidad había sido asesinar a la soberana inglesa.  A todo lo anterior, se sumaban las acciones de los corsarios ingleses – especialmente Francis Drake – que en 1586 lograron que no llegara a España ni una sola pieza de plata de las minas de México o Perú precisamente en una época en que las finanzas de Felipe II necesitaban desesperadamente los metales de las Indias.

Aunque Felipe II tenía razones para enfrentarse con Inglaterra, la gran beneficiada de la expedición no sería otra que la iglesia católica.  De hecho, el papa Sixto V ofreció a Felipe II la suma de un millón de ducados de oro como ayuda para la expedición.  A la sazón, las nunca bien establecidas finanzas de Inglaterra pasaban uno de sus peores momentos y, de hecho, aunque las noticias de la expedición española no tardaron en llegar, no se tomaron medidas frente a ella fundamentalmente porque no había fondos.  Por si fuera poco, en los cinco años anteriores no se había gastado ni un penique en mejorar las defensas costeras.  Sin embargo, la perspectiva de victoria no era tan evidente y, desde luego, esa circunstancia no se le ocultaba ni a Felipe II ni a sus principales mandos.

Hacia finales de junio, unas cuatro semanas después de que la Armada hubiera dejado el Tajo, el duque de Medina Sidonia, que estaba al mando de la expedición y que acababa de sufrir la primera de las tormentas con que se enfrentaría en los siguientes meses, viéndose obligado a buscar refugio en La Coruña, escribió a Felipe II señalándole que muy pocos de los embarcados tenían el conocimiento o la capacidad suficientes para llevar a cabo los deberes que se les habían encomendado.  En su opinión ni siquiera cuando el duque de Parma se sumara a sus hombres tendrían posibilidades de consumar la empresa.  Semejante punto de vista era el que había sostenido el mismo duque de Parma desde hacía varios meses.  En marzo, por ejemplo, había comunicado a Felipe II que no podría reunir los 30.000 hombres que le pedía el rey y que incluso si así fuera se quedaría con escasas fuerzas para atender la guerra de Flandes.  Dos semanas más tarde, Parma volvió a escribir al rey para indicarle que la empresa se llevaría a cabo ahora con mayor dificultad.  No sólo eso.  En las primeras semanas de 1588, el duque de Parma había propuesto entablar negociaciones de paz con Isabel I, una posibilidad que la reina había acogido con entusiasmo dados los gastos que la guerra significaba para su reino y que hubiera podido acabar en una solución del conflicto entre ambos permitiendo a Felipe II ahogar la revuelta flamenca. 

Hubiera sido, pues, posible evitar el riesgo de una más que difícil expedición naval y llegar a un acuerdo ventajoso para los intereses de España.  Sin embargo, esa opción no encajaba en los deseos de una Santa Sede ansiosa de invadir Inglaterra y someterla de nuevo.  No sorprende que Felipe II decidiera seguir adelante sin reparar ni en riesgo ni en costos.  El rey no se dejó disuadir de sus propósitos ni por la muerte del marqués de Santa Cruz, jefe de la expedición, sustituido apresuradamente por el duque de Medina Sidonia, ni por el pesimismo de sus mandos ni tampoco por las noticias sobre el agua corrompida, la carne podrida y la extensión de la enfermedad entre las tropas.  Ni siquiera cuando el embajador ante la Santa Sede le informó de que el papa “amaba el dinero” y no pensaba entregar un solo céntimo antes de que las tropas desembarcaran en Inglaterra, dudó de que la expedición debía continuar su camino.  A fin de cuentas, el cardenal Allen había asegurado a España que los católicos ingleses – a los que Isabel, deseosa de reinar sobre todos los ciudadanos y evitar un conflicto religioso como el que Felipe II padecía en Flandes, había concedido una amplia libertad religiosa inexistente para los disidentes en el mundo católico – se sublevarían como un solo hombre para ayudar a derrocar a la reina.  Así, en contra de los deseos de Medina Sidonia, Felipe II ordenó que la flota prosiguiera su camino.

El fanatismo religioso del monarca no podía paliar realidades que condenaban a las fuerzas españolas al desastre.  Por ejemplo, la Armada española se desplazaba en forma de V invertida, una forma de combate naval que había dado magníficos resultados en el pasado y, de manera muy especial, en Lepanto.  Sin embargo, aislados culturalmente para que no se contaminara su fe católica, durante los años siguientes, los españoles no habían reparado en los avances de la guerra naval.  Sus cañones tenían un calibre inferior al de los ingleses, sus proyectiles eran de peor calidad, sus naves – aunque impresionantes – eran más lentas en la maniobra y, sobre todo, su formación implicaba un tipo de maniobra que, en realidad, repetía en el mar la disposición de las fuerzas de tierra.   Para colmo, la Armada descubrió que el duque de Parma no tenía a su disposición ni las embarcaciones ni las tropas necesarias.  A inicios de agosto, a pesar de no haber sufrido apenas pérdidas en barcos en sucesivos encuentros con los ingleses, la Armada se encontraba escasa de pólvora y de suministros y no tenía otro remedio que regresar a España.  Se llegó así al acuerdo de regresar al Canal de la Mancha si el tiempo lo permitía, pero si tal eventualidad se revelaba imposible, las naves pondrían rumbo a casa bordeando Escocia.   Aunque la expedición había fracasado, en el resto de Europa la impresión de lo sucedido era bien distinta.  En Francia, por ejemplo, se difundió el rumor de que los españoles habían vencido a los ingleses en Gravelinas.  Una vez más, la realidad de las relaciones entre la Santa Sede y España iba a quedar de manifiesto.    Así, el papa se negó a desembolsar siquiera una porción simbólica del dinero que había prometido a Felipe II y, dicho sea de paso, jamás le entregaría.  A España se la podía utilizar como carne de cañón.  Incluso se la podía prometer ayuda para sus sacrificios.  Sin embargo, al fin y a la postre, se la abandonaba perpetrando unas conductas que se situaban entre la estafa y la traición.  No era la primera vez.  No sería la última.  Mientras tanto las tribulaciones de la Armada no dejarían de acumularse.

       Las instrucciones de Medina Sidonia habían sido las de navegar mar adentro para evitar no sólo nuevos enfrentamientos con la flota inglesa sino también la posibilidad de naufragios en las costas.  De esa manera, se bordeó las islas Shetland, el norte de Escocia y a continuación Irlanda.  Fue precisamente entonces cuando algo más de cuarenta naves se vieron arrojadas por el mal tiempo contra la costa occidental de Irlanda.  De ellas se perdieron veintiséis a la vez que morían seis mil hombres.  De manera un tanto ingenua habían esperado no pocos españoles que los católicos irlandeses se sublevarían contra los ingleses para ayudarlos o que, al menos, les brindarían apoyo.  La realidad fue que los irlandeses realizaron, por su cuenta o por orden de los ingleses, escalofriantes matanzas de españoles.  Hubo excepciones como la representada por el capitán Christopher Carlisle, yerno de sir Francis Walsingham, el secretario de la reina Isabel, que se portó con humanidad con los prisioneros, solicitó que se les tratara con dignidad y, finalmente, temiendo que fueran ejecutados, les proporcionó dinero y ropa enviándolos acto seguido a Escocia.  Sin embargo, en términos generales, el destino de los españoles en Irlanda fue aciago muriendo allí seis séptimas partes de los que perdieron la vida en la campaña.  No fue mejor en Escocia.  Allí también esperaban recibir la ayuda y solidaridad del católico rey Jacobo.  No recibieron ni un penique. 

CONTINUARÁ


[1] Los estudios sobre la Armada invencible estuvieron teñidos durante mucho tiempo – y es comprensible que así fuera – de un tono exculpatorio o apologético.  Por parte española se intentaba minimizar el papel militar de los ingleses para insistir en la inclemencia de los elementos; por el contrario, los autores ingleses enfatizaban los logros de su flota frente a una expedición realmente impresionante y no era extraño que silenciaran el inmenso papel que tuvieron los temporales en el desastre español.  Ambas posiciones me parecen superadas historiográficamente.  De entre las obras recomendadas debe señalarse la de C. F. Duro, La Armada Invencible, Madrid, 1884 que, a pesar del paso del tiempo, sigue siendo útil.  Más cercanas en el tiempo y de interés son las de G. Mattingley, The Defeat of the Spanish Armada, Londres, 1959, y de W. Graham, The Spanish Armada, Londres, 1972.  Una aproximación relativamente breve pero muy incisiva y centrada en aspectos fundamentalmente militares se encuentra en R. Milne-Tyte, Armada!, Londres, 1988.