Imprimir esta página

(LXXIII): El tributo pagado a la contrarreforma (XII): pecados veniales (I)

Viernes, 25 de Junio de 2021

     A inicios del siglo XVI, España se quedó descolgada del regreso a una serie de valores recogidos en la Biblia que se tradujeron en aquellas naciones donde triunfó la Reforma en una nueva ética del trabajo, una superior cultura crediticia, una alfabetización acelerada, una revolución científica y un reconocimiento de la primacía de la ley.  No fueron, por desgracia, sus únicas pérdidas como veremos en las próximas entregas. Por añadidura, España aceptó, siguiendo el único discurso tolerado, la venialidad de ciertas conductas especialmente dañinas para la construcción de una sociedad de ciudadanos.  Entre ellas, se podrían citar la benevolencia con que acogió la mentira y la falta de respeto por la propiedad privada.

     El concepto de pecado venial es teológicamente muy discutido y discutible –no aparece, por ejemplo, en la Biblia– pero forma parte esencial de la teología católica. Baste decir que uno de los pecados mencionados expresamente en el Decálogo (Éxodo 20: 1-17) junto al culto a las imágenes, el homicidio, el adulterio o el robo es precisamente la mentira.  Se puede, por supuesto, sostener que la mentira carece de relevancia salvo en casos especiales como enseña el último Catecismo de la iglesia católica, pero cuesta creer que el Dios que le entregó los mandamientos a Moisés pensara lo mismo. Desde luego, en la cultura española forjada durante la Contrarreforma no caló esa enseñanza bíblica.  Los frutos de esa circunstancia innegable no dejan de ser curiosos.  Por ejemplo, Reflexiónese, por ejemplo, en el hecho de que España es la única nación que cuenta con una Novela picaresca. No me refiero al Lazarillo que no es una novela picaresca sino erasmista –no podía ser menos teniendo en cuenta lo harto que estaba su autor Alfonso de Valdés de soportar al amancebado confesor de Carlos V–, sino a todo un género que reunió talentos como los de Mateo Alemán, Quevedo o Vicente Espinel, entre otros muchos, para dejar de manifiesto de manera indubitable que en la España que desangraba los caudales americanos convertida en espada de la Contrarreforma la superstición, la corrupción y la incompetencia institucional eran soportadas recurriendo de manera fundamental la comisión de un pecado considerado venial como era la mentira.

      Por supuesto, la mentira se ha dado y da en otras culturas, pero no la novela picaresca –el Simplicus Simplicissimus o Moll Flandersno pasan de ser posibles y matizadísimas excepciones a la regla general– por la sencilla razón de que si bien otras también consagraron el pecado venial de mentir como una forma de existencia, no es menos cierto que ninguna nación fue tan trágicamente consciente de las mentiras que sufría. Por desgracia, concluido el desastre de los Austrias –que tan certeramente supo reconocer Claudio Sánchez Albornoz y que algunos ignorantes se empeñan en negar– España sólo se quedó con la venialidad de la mentira y no con el análisis de las razones de su desgracia que la única cultura legal convirtió, por añadidura, en motivos de jactancia.

      Guste o no guste reconocerlo –en esto no pocos españoles son también tuertos y sólo dan importancia a las mentiras que les perjudican o que pronuncian los del otro lado– la mentira es una característica bien triste de las naciones en las que no triunfó la Reforma. En Estados Unidos, en Gran Bretaña, en los países escandinavos, un político que miente ha firmado su acta de defunción. En España, el uso de la mentira no ha provocado el final de un solo político a lo largo de toda su Historia. Se utiliza como arma arrojadiza contra el otro, pero, incluso en la actualidad, son pocos, poquísimos los españoles que la sopesan como factor a la hora de decidir su voto salvo que sea un argumento añadido para arrojar a la cara del contrario.

CONTINUARÁ