Imprimir esta página

(LXXXIV): De la supresión de la ilustración a la oposición al estado liberal (VIII). La ilustración imposible (VIII): La oposición eclesial al programa reformista de Carlos III (V): la persecución de los canales de la Ilustración

Viernes, 5 de Noviembre de 2021

Cuando se repasan las obras de los ilustrados del siglo XVIII, algunas de las cuales se alargan a los primeros años del siglo XIX y a la fracasada revolución liberal, resulta obligado llegar a la conclusión de que no es que los españoles fueran racialmente negados o torpes o incluso desinteresados. No. Ése no era el problema. La desgracia –verdadera maldición histórica– que pesaba sobre ellos era el control ejercido por la iglesia católica – un control en el que tuvo un papel no pequeño la Inquisición - no sólo en cuestiones doctrinales sino en las áreas más diversas de la vida incluidas la educación y la investigación científica y la forma en que había ido configurando la mentalidad nacional. 

Los males estaban a la vista: el régimen de manos muertas; el sistema educativo anquilosado y en manos de las órdenes religiosas; la ciencia paralizada por el aislamiento y el control ejercido por la iglesia católica; la aceptación de una mentalidad asistencialista que prefería vivir de la sopa boba a trabajar; la ruina del campo que contrastaba con las riquezas acumuladas por el clero; la superstición omnipresente como mecanismo de opresión y cohesión sociales; la falta de una ética del trabajo…  Todas y cada una de aquellas desgracias emanadas directamente de la cultura de la Contrarreforma aparecen una y otra vez en los ilustrados que, sin embargo, no supieron o no quisieron ir hasta las raíces del problema y que, por lo tanto, cegaron la vía de solución.  Porque lo que resultaba evidente es que la iglesia católica no iba a renunciar a ninguno de una vasta lista de privilegios que recaían sobre las espaldas del sufrido pueblo español.

En pleno siglo XVIII, ya no quedaban en España protestantes porque la Inquisición los había exterminado en la hoguera o había provocado su exilio para huir de las llamas. Tampoco podía perseguir a unos judíos expulsados en 1492 y que se habían asimilado al catolicismo por convicción o pánico hacía siglos.  Sin embargo, las acciones de la Inquisición no brillaron por su ausencia cegando los conductos de la Ilustración.   Los ejemplos son numerosos y elocuentes.

Una de las instituciones – tantas veces elogiadas – que pretendió arrancar a España de la desfavorable situación económica y cultural  en que se encontraba fueron las Sociedades de Amigos del País.  La primera, la Vascongada, se estableció en 1765 tras recibir la autorización pertinente del gobierno Peñaflorida y otros quince nobles vascos.  Campomanes fue un partidario de la iniciativa y el ejemplo pronto cundió a lo largo y a lo ancho de España.  Sin embargo, el empeño fracasó y en 1786 una real orden ya mostraba su inquietud por la decadencia de este esfuerzo[1].  El mismo se ha querido atribuir al adocenamiento de las masas – al parecer nadie se pregunta quién llevaba adocenándolas desde hacía siglos – y a la falta de ilustrados – tampoco nadie parece muy interesado en indagar en las razones de esa carencia – pero se suele pasar por alto un factor decisivo que no fue otro que la oposición cerrada de la iglesia católica.  

De manera bien significativa, la respuesta del clero a las sociedades fue desatender cualquier solicitud de ayuda e información[2].  Poco importaba que los miembros de las sociedades fueran católicos e incluso, ocasionalmente, procedieran del clero.  A la iglesia católica no se le escapaba el peligro que encerraría una sociedad que hubiera salido de la siesta de siglos.  Al final – la sociedad de Madrid constituye un claro ejemplo – las sociedades sólo contaban con valedores plebeyos o muy vinculados administrativamente a las Luces como podían ser Campomanes, Cabarrús y Jovellanos.  Ese canal de la Ilustración quedaba cegado y quedaba cegado por la animadversión de la iglesia católica.

Un problema semejante fue el vivido en el ámbito universitario.  Tras la expulsión de los jesuitas, el gobierno intentó reformar la enseñanza universitaria.  Ya hemos señalado como fracasó el intento de reformar los colegios mayores y devolverlos al objetivo inicial pervertido por la Compañía de Jesús.  Detengámonos ahora en los intentos de mejorar su funcionamiento.  El Colegio imperial de Madrid, fundado en 1625, pasó a convertirse el 1 de noviembre de 1771, en los Reales Estudios de San Isidro.  Se incluyeron cursos de física experimental – precisamente lo que era común en las naciones protestantes desde hacía casi dos siglos y medio – se excluyó de la facultad al clero regular y comenzaron a aparecer profesores laicos.  Dos años antes, Olavide, asistente de Sevilla, recibió la orden de disponer de los edificios de la Compañía de Jesús en esa ciudad lo que aprovechó para proponer la entrega a la universidad y un nuevo plan de estudios universitarios.  Al año siguiente, 1770, el Consejo de Castilla ordenaba que todas las universidades preparasen nuevos planes de estudio creando cátedras de filosofía moral, matemáticas elementales y física experimental.  La respuesta inmediata fue contraria.  Por ejemplo, la universidad de Salamanca respondió con un escrito en que atacaba a Newton y Descartes por su desapego de la escolástica católica.  De nada sirvieron las insistencias del gobierno o que incluso en la universidad hubiera partidarios de las Luces como José Cadalso.  El científico protestante y el racionalista muerto también en tierras reformadas resultaban indeseables y, de hecho, la universidad de Salamanca quedó estancada.  Cierto, los jesuitas habían sido expulsados, pero los dominicos, por ejemplo, no eran menos conservadores y, como ha señalado acertadamente Herr, “la mayoría de los profesores, en general ultramontanos, preferían seguir enseñando el escolasticismo”[3].  En otras palabras, España iba a quedarse anclada en la patética realidad académica de la que se habían desuncido ya durante el siglo XVI las naciones protestantes.

CONTINUARÁ

 

[1]  Real orden de 28 de julio de 1786.  Véase igualmente Circular del Consejo de Castilla de 14 de julio de 1786.

[2]  Sempere, Biblioteca, V, pp. 148-51.

[3]  R. Herr, Oc, p. 144.