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(XCVIII): El liberalismo es pecado… (IV): El apoyo de la iglesia católica a don Carlos (III)

Viernes, 1 de Abril de 2022

El 31 de diciembre de 1832, Fernando VII anuló por decreto el codicilo del 18 de septiembre, un documento que ya no existía y acerca del que el mismo rey insistía que le había sido arrancado en contra de su voluntad y aprovechándose de su estado.  El 4 de enero de 1833, el rey reasumió la plenitud de las prerrogativas regias aunque asociando a las mismas a María Cristina.   A esas alturas, por lo tanto, la legalidad resultaba obvia y nadie de buena fe podía dudar de que la infanta Isabel era la heredera legítima de la corona española.  Cuestión aparte era que otro tipo de ambiciones – personales y eclesiales – no estuvieran dispuestas a someterse a lo establecido por la ley. 

Entre los que se preparaban para el día después a la muerte de Fernando VII se encontraban en lugar de privilegio su hermano Carlos y su esposa María Francisca de Braganza, así como el rey Miguel de Portugal.  Éste había escrito a Fernando VII suplicándole que permitiera el viaje a Lisboa de su cuñado, el infante don Carlos, y de su hermana María Francisca de Braganza.  La intención resultaba obvia.  Si el rey español fallecía, su hermano Carlos estaría ausente de la jura de la infanta Isabel como reina y además contaría con una base de operaciones desde la que poder desencadenar la guerra civil.  Fernando VII aceptó conceder el permiso a su hermano, pero a condición de que regresara a España en un plazo máximo de dos meses de tal manera que las intenciones que había concebido en conciliábulo con el rey portugués no pudieran llegar a buen puerto.

El 16 de marzo de 1833, Carlos María Isidro abandonó Madrid y el 4 de abril, Fernando VII publicó un decreto en virtud del cual se fijaba el 20 de junio como fecha para la jura de su primogénita como princesa de Asturias.  Naturalmente, se envió una misiva al infante Carlos para que acudiera a rendir juramento de fidelidad.  La respuesta – poco podía sorprender – del hermano del rey consistió en negarse a acudir a la vez que enviaba un documento a Fernando VII en el que protestaba de la declaración de su sobrina como heredera de la corona. 

La respuesta del rey fue tajante.  Mediante una carta de fecha 30 de agosto, firmada no como Fernando sino como Yo, el Rey, desterró a su hermano a los Estados pontificios.  La medida era profundamente sensata, en parte, porque pretendía evitar la proximidad del ambicioso don Carlos con el subsiguiente estallido de una guerra civil.  Creía, posiblemente, Fernando que la cercanía del papa podría refrenar las ambiciones de su hermano.  No podía haberse equivocado más y de esa equivocación derivaría que durante la década de los treinta, gran parte del clero católico soñara “con una apocalíptica victoria final que restauraría el absolutismo y salvaría a la Iglesia de las reformas liberales”[1].  En realidad, no podía ser de otra manera teniendo en cuenta la posición ideológica que abrazaba con verdadera energía la Santa Sede. 

CONTINUARÁ


[1]  W. J. Callahan, Oc, p. 21.