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XII.- De religión sometida a religión sometedora (V): Desplome y supervivencia (V): La pérdida del poder político (III): bajo Almanzor

Jueves, 21 de Noviembre de 2019

Como la inmensa mayoría de los personajes encumbrados en Al-Andalus, Almanzor no era de origen español.  Pertenecía, por el contrario, a una familia árabe del grupo yemení que, participante en la invasión de Tariq, había recibido en recompensa unas tierras en la zona de Algeciras.   De enorme ambición, se trasladó a Córdoba en la primera juventud para estudiar derecho coránico y gramática árabe.  Redactor de memoriales para analfabetos al pie del alcázar, pasó a colaborar con el cadí supremo que en 967 lo presentó al jefe de la administración civil de palacio.  Llamó entonces la atención de la reina, la vascona Subh, de la que se convirtió en amante aunque es posible que tal hecho no sucediera antes de la muerte del califa Al-Hakam.  A partir de ese momento, el ascenso de Almanzor por las distintas instancias de poder fue fulgurante.  Una década antes de que concluyera el siglo, Almanzor era el verdadero dueño del califato.  Deseoso de aparecer como el más piadoso de los musulmanes, una de las medidas que adoptó para conseguirlo consistió en la quema de buena parte de la biblioteca del califa.  Repetía así la conducta del califa que, en los inicios del islam, había arrasado la biblioteca de Alejandría por considerarla prescindible para un buen musulmán y surcaba el camino que ya en el siglo XX recorrerían las dictaduras totalitarias. 

Almanzor era un convencido de la doctrina del yihad propia del islam.  En otras palabras, la finalidad de la guerra no era sólo la defensa de los ataques o la desarticulación preventiva de futuras amenazas sino el aplastamiento de cualquier estado - aunque estuviera sometido o fuera pacífico - que no perteneciera al Dar al-Islam.  En todo momento, debía quedar de manifiesto el poder musulmán para saquear, arrasar o cautivar a los infieles y, cuando se estudia cuidadosamente la manera en que Almanzor fue llevando a cabo sus ofensivas, se descubre como obedecían a un plan meticulosamente elaborado para sembrar el terror y, a la vez, aniquilar la menor posibilidad de subsistencia de aquellos que no se sometían a la predicación de Mahoma.

A pesar de que la situación de la España cristiana no resultaba amenazadora para el califato, Almanzor encadenó una campaña tras otra cuya finalidad era arrasar, saquear y destruir.  Barcelona (985), Coimbra (987), León y Zamora (988), Osma y Álava (989), Pamplona o Burgos fueron tan sólo algunos de los enclaves reducidos literalmente a cenizas por el caudillo islámico.  Puede comprenderse sobradamente que ante semejantes actos algunos cristianos creyeran que las despiadadas acciones de Almanzor constituían las tribulaciones previas al advenimiento del reino de Cristo en el año mil que, por otra parte, tan cerca se encontraba. 

En el año 1002, tras una aceifa de importancia muy limitada por la Rioja en el curso de la cual arrasó el monasterio de san Millán de la Cogolla, Almanzor regresó enfermo de una dolencia que no ha podido ser determinada con seguridad.  Obligado a continuar el viaje en litera, finalmente, tuvo que detenerse en Medinaceli donde expiró a los pocos días.  El llanto que la noticia de su muerte provocó en el mundo islámico resultaba comprensible.  Ningún caudillo anterior había sembrado el terror del yihad de manera semejante en las tierras de la Península Ibérica.  Sin embargo, para los que luchaban desde hacía siglos por liberarse del yugo islámico, las nuevas de la desaparición del dictador que tantas muertes y desgracias había ocasionado fueron recibidas con verdadero júbilo.  El castellano autor del Cronicón Burgense resumiría en una frase el sentir de aquellos al indicar que, tras su fallecimiento, Almanzor “fue sepultado en los infiernos”.           

CONTINUARÁ