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XIV.- De religión sometida a religión sometedora (VII): Recuperación y fraudes píos (II): la Donatio Constantini (II)

Jueves, 5 de Diciembre de 2019

La redacción concreta de la Donatio se ha atribuido generalmente a Cristóforo, un funcionario papal.  Este extremo dista de ser seguro, pero en cualquier caso lo que sí parece que puede establecerse con bastante certeza es el hecho de que el autor de la obra utilizó como base la leyenda de san Silvestre, obispo de Roma en tiempos del emperador Constantino.   Según la misma, Constantino había perseguido a los cristianos inicialmente.  En esa época, habría contraído la lepra, pero, a pesar de acudir a todo tipo de médicos y hechiceros, no había logrado verse libre de la terrible dolencia.  En esas circunstancias, la leyenda narraba que san Pedro y san Pablo se habían aparecido al emperador para comunicarle que sólo el papa Silvestre podría devolverle la salud.   Constantino habría dado orden inmediatamente de que condujeran al obispo de Roma al palacio Laterano revelándole éste que para ser curado de la lepra tendría que bautizarse.  El emperador se habría sometido al consejo de Silvestre y, como consecuencia de ello, habría sanado.  En muestra de agradecimiento por semejante gracia, Constantino habría ordenado que Cristo fuera adorado en todo el imperio e instituido diezmos destinados a la construcción de iglesias.  Asimismo, habría cedido el palacio Laterano a Silvestre y a sus sucesores a perpetuidad y extraído en persona del suelo y acarreado los primeros doce cestos de tierra de la colina Vaticana destinados a dar inicio a las obras de construcción de la basílica de san Pedro.

     La leyenda del papa Silvestre recogía algunos elementos anclados en la realidad histórica como la donación imperial del palacio Laterano, la ayuda para la construcción de basílicas o el inicio de la tolerancia hacia el cristianismo.  Sin embargo, el autor de la Donatio mezcló estos aspectos históricos con una serie de invenciones que expusieron el fraude a sospechas inmediatas.  Así, por citar algunos ejemplos, Constantino se presentaba como conquistador de los hunos medio siglo antes de que éstos aparecieran en Europa; el obispo de Roma era denominado “papa” casi dos siglos antes de que se le reservara ese título que, inicialmente, había compartido con otros obispos;  los funcionarios imperiales recibían el calificativo de sátrapas del imperio o se narraba que el emperador había ofrecido la corona imperial a Silvestre que la habría declinado.  Por añadidura se distorsionaban algunos hechos históricos para proporcionarles un contenido distinto.  Por ejemplo, era cierto que Constantino había trasladado la capital del Imperio romano a Oriente, pero no lo era el que hubiera dado tal paso movido por la consideración de que no era decoroso que un emperador compartiera la ciudad que era sede del sucesor de Pedro tal y como señalaba el texto de la Donación :

    “Por lo cual y para que la corona pontifical pueda mantenerse con dignidad, Nos renunciamos a nuestros palacios, a la Ciudad de Roma, y a todas las provincias, plazas y ciudades de Italia y de las regiones del Occidente y las entregamos al muy bendito pontífice y Papa universal, Silvestre”  

     Con todo, y pese a las inconsistencias históricas patentes, el relato fue considerado veraz incluso por personas que gozaban de cierta ilustración. 

Junto a las tergiversaciones e invenciones históricas, la Donatio incluía otras de tipo jurídico que, en buena medida, constituían su razón de ser.  La primera era la supresión de un dato que sí era recogido en la leyenda de san Silvestre y que consistía en reconocer que el emperador había mantenido en sus manos el aparato del gobierno civil.   Mediante tal supresión, el contexto parecía indicar que jueces y obispos por igual habían estado sometidos a la autoridad del obispo de Roma, algo que sucedería en los Estados pontificios posteriores al s. VIII, pero que no tuvo lugar con anterioridad.   En segundo lugar, se afirmaba que Constantino había hecho entrega a Silvestre de los atributos imperiales : la diadema, el manto púrpura, la túnica escarlata, el cetro imperial y los estandartes, banderas y ornamentos.   Semejante extremo resultaba tan absurdo y se hallaba tan desmentido por la tradición posterior que la Donatio hacía un especial hincapié en el hecho de que el papa había rechazado tal ofrecimiento.  Sin embargo, con ello dejaba sentado un error jurídico de dimensiones considerables, el de afirmar que si la corona imperial ceñía las sienes del emperador se debía sólo a la condescendencia papal.  Finalmente - y esto contribuye a abonar la tesis de que el autor fue Cristóforo - aparecía una serie de privilegios eclesiales que iban desde la concesión de diezmos hasta la equiparación de la curia con el Senado.  En palabras de la Donatio, la curia podía :

     “cabalgar en caballos blancos adornados con guadralpas del blanco más puro, calzando zapatos blancos como los senadores

     Sin estas falsificaciones jurídicas, perpetradas sin el menor escrúpulo, la Donatio no hubiera pasado de ser un relato hagiográfico más que en poco habría variado la leyenda de san Silvestre.  Con ellas se convirtió en un instrumento de considerable valor político.

     Los pasos dados por Pipino gracias a la influencia de la Donatio no constituyeron el final de un camino sino el inicio de una fecunda senda que permitiría al papado ir forjando un poder desconocido por él hasta entonces.  En el siglo siguiente, el rey franco Carlomagno fue coronado emperador por el papa lo que no sólo significó la consagración de su política territorial sino asimismo la eliminación de cualquier pretensión bizantina de reconstruir el imperio romano en Occidente y el reconocimiento de que la coronación imperial sólo podía ser legítima si se veía sancionada por el papado. 

    A lo largo de los siglos siguientes la pugna entre el poder papal y el político llegaría en no pocos casos a la guerra abierta y las raíces de esos conflictos sucesivos se hallan en numerosas ocasiones en la insistencia papal por mantener - y ampliar - los privilegios recogidos en la Donatio y la reticencia - en ocasiones, abierta resistencia - de reyes y emperadores a someterse a esa cosmovisión.  Partiendo de esa perspectiva no resulta extraño que el reconocimiento de los poderes territoriales y políticos que la Donatio adjudicaba al papa acabara siendo cuestionado, situación aún más comprensible si tenemos en cuenta que el instrumento en que se apoyaban era claramente defectuoso.  La primera crítica contundente que se opuso a la Donatio partió de Otón I en torno al año 1001. El emperador alemán - nada tentado por la idea de depender del papado - señaló que el documento era un fruto de la imaginación lleno de falsedades.   Con todo, los ataques imperiales no contaban con la suficiente solidez académica y además podían ser acusados de proceder de una parte en conflicto con el papado por el control político de Italia.   Estas dos circunstancias los invalidaron salvo para aquellos que en el desgarro político de la Edad Media optaron por el emperador en contra del papa.

    La situación cambiaría radicalmente en el s. XV.  En 1440 Lorenzo Valla llevó a cabo la primera refutación sólida de la Donatio.  Valla no era imparcial en su análisis, pero no por ello dejó de poner de manifiesto con contundencia el carácter fraudulento de la obra.   A partir de ese momento los ataques se multiplicaron.  Todavía en el mismo siglo, Nicolás de Cusa y Juan de Torquemada volvieron a insistir en las características de superchería que tenía la Donatio  y de esta circunstancia derivaron un poderoso argumento en pro de las tesis conciliaristas, es decir, de aquella postura teológica que afirmaba que el concilio se hallaba por encima del papa.

      En 1628, D. Blondel publicó en Ginebra su Pseudo-Isidorus et Turrianus vapulantes, una obra que, fundamentalmente, constituía un libro de literatura antipapal aunque, a la vez, estaba impregnada de una nada despreciable erudición.  Con todo, Blondel se detuvo más en la controversia que en el análisis crítico lo que le impidió profundizar cabalmente en la falsedad de las decretales Pseudo-Isidorianas.  De hecho, ya en el s. XVIII los hermanos Ballerini demostraron la falsedad de algunos de los documentos que Blondel había dado por auténticos.

    Con los estudios de Reginald Pecock y Baronio quedó aún más de manifiesto el carácter fraudulento de la Donatio aunque a esas alturas la crítica difícilmente podía ser invalidada con el poco socorrido argumento papal de que derivaba sólo de los enemigos de la iglesia.  En 1789, el propio papa Pío VI, enmendando la plana a una larga lista de antecesores, reconoció la falsedad del documento con lo que la cuestión - siquiera en términos académicos y teológicos - quedaba definitivamente zanjada.

     Cuestión muy distinta era la de las consecuencias políticas y territoriales.  La Santa Sede siguió manteniendo la legitimidad de los Estados pontificios y de su poder temporal durante las siguientes décadas e incluso logró que ambos fueran legitimados por la Santa Alianza que trazó el nuevo orden europeo tras la derrota de Napoleón en 1815.  Ni siquiera el proceso de unidad italiana a finales del s. XIX acabaría definitivamente con los Estados pontificios, antecedente directo del actual estado del Vaticano.

    La Donatio Constantini – y otros documentos falsos – lejos de constituir una excepción fue sólo una muestra más del uso sistemático de la mentira para obtener beneficios económicos y políticos, por un lado, y para manipular ideológicamente a la sociedad, por otro.  El caso más evidente de esa conducta en la España de la Edad Media fue la afirmación de que había aparecido la tumba del apóstol Santiago y que se habían trasladado sus restos a Compostela, pero de esa cuestión hablaremos en la próxima entrega.

CONTINUARÁ