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XXIII.- El genocidio contra los disidentes: cátaros y valdenses (I): El genocidio de los cátaros

Jueves, 5 de Marzo de 2020

El caso de Prisciliano, el primer disidente cristiano ejecutado por sus creencias y a instancias de obispos, estableció un gravísimo precedente.  La iglesia católica concebía al poder civil como su instrumento – brazo secular – para llevar a cabo la guerra contra los disidentes.  Apenas unas décadas después, Agustín de Hipona, uno de los teólogos más extraordinarios de la iglesia latina, solicitaba de las autoridades imperiales que desencadenara la persecución contra los donatistas, un grupo rigorista que, no sin razón, censuraba la corrupción del clero y llamaba a una vida más acorde con el mensaje del Evangelio.  Agustín demostró un talento teológico que marcaría un antes y un después en la Historia de la iglesia, pero, a la vez, ya estaba imbuido de una lectura desviada de las Escrituras que consideraba lícito el uso de la violencia para forzar al considerado heterodoxo a regresar al redil y para arrancarle la vida si no se doblegaba. Durante los siglos siguientes, la norma se aplicaría de manera estricta, pero, durante los siglos XII y XIII, dejaría de manifiesto a lo que podía llegar al aplicarse en masa a dos movimientos que contaron con una considerable capacidad de expansión a pesar de la violencia institucional que pretendía frenarlos.  De la pugna entre el deseo de exponer ideas contrarias a la enseñanza y la vida de la iglesia católica y el ansia de ésta de aplastar a los que así actuaban surgiría un mecanismo más sofisticado de represión cuya siniestra actuación se extendería durante los siglos siguientes.  La primera víctima masiva de este nuevo sistema de represión fueron los cátaros, también conocidos como albigenses.  

    La denominación “cátaro” es una clara transcripción del términos griego kazarós que significa limpio, puro, aunque sus enemigos insistieron en que derivaba del latín cattus, gato, forma que habrían adoptado, supuestamente, para participar en ceremonias de adoración del Diablo.  La calumnia, aunque grosera, no dejaba de ser efectiva a la hora de infamar a un colectivo y facilitar su exterminio.  Lo mismo puede que sucediera con el término albigenses.  Se ha querido relacionar con la localidad occitana de Albi como punto de origen del movimiento, pero lo cierto es que los cátaros se centraron más en Toulouse que en el mencionado enclave.  Es posible que el término se originara en la palabra albi, es decir, blancos en latín, significando tal color la pureza que deseaba vivir el grupo.    

    El origen de los cátaros puede haberse encontrado en el maniqueísmo, una herejía oriental que tuvo un enorme éxito en los últimos tiempos del imperio y a la que perteneció Agustín de Hipona en su juventud.  A pesar de la persecución contra ellos, los maniqueos siguieron existiendo, con mayor o menor fortuna, en las cercanías del imperio de Bizancio de donde fueron desalojados.  Desde allí influirían en la aparición de otros grupos como los bogomiles de Tracia. 

     Los cátaros no eran maniqueos estrictos y, desde muchos puntos de vista, parece que recibieron un influjo directo de corrientes gnósticas.  Así, su teología era radicalmente dualista.  Enseñaban, pues, que, a diferencia de lo sostenido en las Escrituras en el sentido de que el mundo actual fue creado bueno, pero padece la consecuencia de la Caída, existen, en realidad, dos mundos en perpetuo conflicto.  De estos dos cosmos, uno, de carácter espiritual, fue creado por Dios mientras que el otro, de carácter material, debe su existencia al Diablo.  Así, mientras Dios formó las almas y el cielo, Satanás creó el mundo material.  Que este mundo material es perverso podía percibirse con claridad sólo con posar la vista sobre él.  El dolor, la enfermedad, las guerras o la muerte constituían una prueba indiscutible de ello.  Como consecuencia de un pecado, cometido no en la tierra sino en el cielo, las almas habían descendido a este mundo y se habían visto aprisionadas en cuerpos materiales.  La salvación consistía, pues, en poder escapar del universo material y elevarse al espiritual.  En otras palabras, los cátaros, en una visión propia del gnosticismo, se oponían frontalmente a doctrinas cristianas esenciales como era la de la encarnación o la de la expiación de los pecados realizada por Cristo en la cruz y presentaban la salvación como la fuga del presente mundo material a través de una gnosis o conocimiento de estas realidades espirituales.

     Históricamente, el gnosticismo ha dado lugar a dos líneas de conducta totalmente opuestas.  En unos casos, la creencia en la supremacía de lo espiritual ha llevado a considerar sin valor lo material y a optar por una forma de vida libertina dado que lo realizado por el cuerpo en nada influiría en el destino final.  En otros, sin embargo, la convicción de que lo material es malvado ha empujado a los gnósticos a formas de ascetismo que encuentran su paralelo en religiones del Extremo Oriente.  La suma de conocimiento reservado para los iniciados, de los rituales apropiados y de ascesis era susceptible de ayudar al fiel a escaparse del mundo material y llegar al espiritual.    

     No es seguro que, como en otras formas de espiritualidad gnóstica, los cátaros creyeran en la reencarnación.  Sí está documentado que pretendían vivir una existencia de la que estaban ausentes las relaciones sexuales y el consumo de alimentos procedentes de la generación como la carne, los huevos y la leche, aunque no el pescado porque se consideraba un fruto espontáneo de las aguas. 

     Todas estas características ya convertían a los cátaros en unos disidentes susceptibles de ser perseguidos por la iglesia católica, pero es que, por añadidura, pretendían ser, como había ya sucedido en los primeros siglos de nuestra Era, el único cristianismo verdadero.  Ese cristianismo no sólo tenía una doctrina de la salvación específica sino que además negaba sacramentos como el matrimonio, puerta de las indignas relaciones sexuales, o el bautismo que utilizaba un elemento tan material como el agua.  Para colmo, apelaba a una forma de ascetismo que nada tenía que ver con el Evangelio, pero que, desde hacía siglos, la iglesia católica había identificado con él.  Así, los cátaros podían presentarse como modelos de una forma de vida, en teoría santa, y que contrastaba fuertemente con los hábitos mundanos del clero. 

    Los primeros cátaros aparecieron en Lemosín en una fecha situada entre 1012 y 1020.  En 1022, algunos fueron descubiertos en Toulouse, en el Languedoc, y se procedió a su ejecución.  Sin embargo, aquellas muertes no acabaron con el movimiento.  En 1028, un sínodo celebrado en Charroux condenó a los cátaros, una condena que se volvió a repetir en el sínodo de Tolosa de 1056.  Aparte de los anatemas eclesiásticos, también se había enviado a la zona a predicadores encargados de denigrar a los cátaros, pero no parece que tuvieran mucho éxito a la hora de extirpar la influencia de los herejes.  No sólo eso.  Ésta creció con el paso del tiempo en no escasa medida por el descrédito en que había incurrido la iglesia católica y que también censurada por otros predicadores más ortodoxos como Pedro de Bruys y Enrique de Lausana.  Para desgracia de la iglesia católica, Guillermo, duque de Aquitania, decidió brindarles su protección ya que los consideraba unos súbditos inofensivos.

     La inquietud nacida de la imposibilidad de exterminar a los cátaros acabó llegando a la Santa Sede.  En 1147, el papa Eugenio III envió un legado con la única misión de frenar  el avance cátaro.  Sin embargo, Bernardo de Claraval – santo y doctor de la iglesia católica que tendría un papel esencial en las disputas por el trono papal, la segunda cruzada y el impulso a la devoción mariana – fracasó estrepitosamente a la hora de contener a los cátaros.  No tuvieron mucho más éxito el cardenal Pedro enviado a Tolosa y el Tolosado en 1178 ni Enrique, cardenal-obispo de Albano, en 1180-1181.  El fracaso resulta especialmente llamativo en el último caso porque Enrique de Albano dirigía una verdadera expedición punitiva que incluso llegó a apoderarse de la fortaleza de Lavaur.  Con todo, no debería sorprender.  Para muchos, el comportamiento de la iglesia católica  a la hora de tratar a los que no se sometían a su visión sólo servía para confirmar la visión que de ella tenían los cátaros como de una institución perversa.

    El que las condenas fueran pronunciadas ya no por sínodos sino por concilios – el de Tours de 1163 y el Tercero de Letrán de 1179 – tampoco alteró la situación.  En 1198, el papa Inocencio III impulsó incluso una definición de fe, la del IV concilio de Letrán, dirigida expresamente contra los cátaros.  Las intenciones papales provocaron una honda inquietud no sólo en el ducado de Tolosa sino también en la Corona de Aragón.  El resultado fue que, a pesar de haber sido hasta entonces rivales, el ducado y la Corona pasaron a ser aliados ante lo que consideraban una verdadera amenaza procedente de la Santa Sede. En 1200, se concertó el matrimonio entre Ramón VI de Tolosa y Eleonor de Aragón, hermana de Pedro II el católico.  En 1204, Pedro II de Aragón celebró sus nupcias con María, la única heredera de Guillermo VIII de Montpellier, y sumó el Languedoc a la corona de Aragón.  Ese mismo año, el rey aragonés presidió un debate sostenido por sacerdotes católicos y predicadores cátaros en Béziers.  Posiblemente, perseguía evitar lo peor.  No cabe duda de que, estrictamente hablando, los cátaros no podían apoyarse en las Escrituras para defender sus puntos de vista, pero no fueron derrotados por los clérigos católicos.  La respuesta del papa fue fulminante.  Así, suspendió la autoridad de los obispos de la zona seguramente en la convicción de que eran demasiado laxos a la hora de acabar con los cátaros.  Sin embargo, tampoco esta medida llevó a obtener el resultado deseado. 

    El papa intentó apoyarse en Felipe II, rey de Francia, para acabar con los cátaros, pero el monarca estaba a la sazón enfrentado con Juan sin Tierra, rey de Inglaterra, y desatendió las pretensiones papales.  Pedro II de Aragón aprovechó el respiro que le proporcionaba la situación para acudir a Roma y declararse vasallo de la Santa Sede.  La medida tuvo una serie de inmediata de repercusiones no se trataba sólo de que la Corona de Aragón se comprometía a abonar un tributo a cambio de la coronación a manos del papa sino de que además adquirió su pabellón.  Aunque las leyendas posteriores lo relacionarían con un mítico Vifredo el velloso, lo cierto es que el pabellón aragonés se limitó a reproducir el rojo y el oro, los colores del papado.  Si además de lo mencionado, Pedro II pretendía conjurar el peligro de una cruzada o, al menos, conseguir la dirección de la misma, no debió tardó en quedar decepcionado.  En 1207, Inocencio III convocó la cruzada contra los cátaros.  El español Domingo de Guzmán, fundador de los dominicos, también había fracasado en su intento de acabar con los cátaros más allá de algunas apostasías aisladas.  Resultaba obvio que, siguiendo el camino de la persuasión, la iglesia católica estaba condenada a no triunfar.

    Aleccionado por el fracaso de su anterior intento, esta vez el papa no se dirigió sólo al rey de Francia sino que hizo extensivo el llamamiento al duque de Borgoña y a otros nobles como los condes de Nevers, Bar y Dreux.  Por añadidura, ese mismo año, en una nueva muestra de la agresiva política de la Santa Sede, el legado papal, el monje cisterciense Pedro de Castelnau, procedió a excomulgar a Raimundo VI, conde de Tolosa.  Las razones de la severa medida eclesiástica constituía todo un retrato de la política de la iglesia católica.  El conde era arrojado de la comunión de la iglesia no sólo por negarse a perseguir a los cátaros sino también por haber permitido que hubiera judíos en la administración de sus dominios.  En enero de 1208, Raimundo y Pedro de Castelnau mantuvieron un áspero encuentro en la abadía de Saint Gilles.  No salió de él ningún acuerdo.  Por añadidura, el 14 de enero de 1208, Pedro de Castelnau fue asesinado cerca de la abadía.  El autor del crimen fue un escudero del conde de Tolosa que negó haber actuado por orden de su señor.  Es difícil saber si, efectivamente, era así, pero de lo que no cabe ninguna duda es de que la Santa Sede tenía ahora el pretexto perfecto para intentar acabar con el conde y con los cátaros de la manera más expeditiva. 

    El pontífice sumó los alicientes espirituales a los materiales para conseguir apoyos políticos para la cruzada.  Así al perdón de los pecados para los que combatieran al menos cuarenta días contra los cátaros, añadió la promesa de que podrían confiscarse todas las tierras que pertenecieran a los cátaros.  El llamamiento difícilmente hubiera podido tener más alicientes:

    Despojad a los herejes de sus tierras. La fe ha desaparecido, la paz ha muerto, la peste herética y la cólera guerrera han cobrado nuevo aliento. Os prometo la remisión de vuestros pecados a fin de que pongáis coto a tan grandes peligros. Poned todo vuestro empeño en destruir la herejía por todos los medios que Dios os inspirará. Con más firmeza todavía que a los sarracenos, puesto que son más peligrosos, combatid a los herejes con mano dura[2].

    Puede resultar llamativo que el papa considerara a los herejes más peligrosos que a los musulmanes, pero, desde cierto punto de vista, así era.  Los que creían en el islam estaban situados en tierras lejanas o, como en el caso de España, eran combatidos en una dilatada lucha de liberación nacional.  No significaban ningún desafío, a decir verdad, para el poder papal.  El hereje, sin embargo, planteaba no sólo el problema de la cercanía sino además el del desafío al monopolio espiritual que se había adjudicado desde hacía siglos.  En el caso de los cátaros, por añadidura, había dejado de manifiesto que, desde un punto de vista meramente dialéctico, ni era inferior ni fácil de derrotar.  Partiendo de la propia concepción católica, sólo cabía exterminarlo hasta el último.   

    Felipe II volvió a declinar la participación en la cruzada aunque permitió que sus vasallos se sumaran a ella.  De manera nada sorprendente, la nobleza del norte de Francia en su práctica totalidad se dirigió hacia el sur.

    La cruzada degeneró con asombrosa rapidez en una serie de conflictos que incluían de la guerra civil a la lucha de clases.  Mientras el conde Raimundo VI de Tolosa intentaba contener a los cruzados; en Tolosa, el obispo Folquet se valía de la demagogia para lanzar a los sectores más populares contra los judíos y los cátaros.  Los cruzados eran conscientes de que la victoria sólo sería posible valiéndose del terror y esa táctica se aferraron desde el principio.  El 21 de julio de 1209, los cruzados, dirigidos por Simón de Montfort, se hallaban situados delante de Béziers.  El cronista Cesáreo de Heisterbach consignaría después que Arnaldo Amalrico, el legado papal, dio la orden de dar muerte a todos los habitantes de Béziers independientemente de si eran o no cátaros ya que Dios se ocuparía de separarlos después.  El número de víctimas estuvo cerca de los ocho mil lo que, incluso de acuerdo con los criterios de la época, implicaba un pavoroso despliegue de violencia.  Sin embargo, no se trataba de una violencia ciega.  El legado papal era consciente de que aquella matanza en masa, perpetrada en no escasa medida en la iglesia de la Madeleine donde se habían refugiado los desdichados habitantes de Béziers, constituía una aplicación de la política de terror llamada a tener éxito.  Efectivamente, lo tuvo.

    El 1 de agosto de 1209, Carcasona, empavorecida por las noticias de lo acontecido en Béziers, capituló.  Pedro II de Aragón cabalgó hasta la ciudad para solicitar  condiciones de paz que resultaran aceptables para su sobrino Ramón Roger Trencavel apresado en la ciudad de la que era señor.  El legado papal se reveló implacable.  Sólo Ramón Roger y doce acompañantes podrían abandonar la ciudad.  Las condiciones eran inaceptables y Trencavel, con sólo veinticuatro años, moriría en las mazmorras de Carcasona. 

    La cruzada iba discurriendo a gusto de la Santa Sede y el legado papal exigió, en 1209, poco después de la caída de Carcasona, que Raimundo VI y los cónsules de Tolosa le entregaran a los cátaros refugiados en la ciudad.  La respuesta del noble occitano fue negativa.  No compartía las creencias de los herejes, pero tampoco estaba dispuesto a entregarlos a las autoridades pontificias para que los quemaran.  La respuesta del legado fue una segunda sentencia de excomunión contra Raimundo VI y un interdicto contra la ciudad de Tolosa.

    Rasez, Montréal, Preixan, Fanjeaux y otras ciudades fueron cayendo ante el empuje despiadado de los cruzados.  En junio de 1210, fue tomada Minerve.  En ella se procedió a quemar vivos a ciento cuarenta cátaros.  A finales de año, Simón de Montfort, ejercía su dominio sobre el Languedoc oriental, había sido nombrado vizconde de Rasez y se encontraba en condiciones de atacar los dominios de los dos señores más poderosos de Occitania, los condes de Tolosa y Foix.

     Raimundo VI necesitaba imperiosamente neutralizar la cruzada y con esa finalidad se reunió con diversos monarcas como Otón IV, el emperador germánico, Felipe II de Francia y Pedro II de Aragón.  Sin embargo, ninguno de los soberanos estaba dispuesto a enfrentarse con el papa.  La única salida era negociar con Inocencio III.  El pontífice era sabedor del aislamiento que sufría el conde occitano y decidió aprovechar la situación.  En las reuniones conciliares de Saint Gilles (julio de 1210) y Montpellier (febrero de 1211), el legado papal Arnaldo Amalric impuso condiciones como la expulsión de los caballeros de la ciudad, y su partida a Tierra Santa.  Aceptarlas habría implicado no sólo una capitulación en toda regla sino el quedarse inerme frente a agresiones futuras más que posibles. 

     El 3 de mayo de 1211, los cruzados entraron en Lavaur a sangre y fuego.  Su señor, Aymeri de Montréal, y ochenta de sus caballeros fueron ahorcados, su hermana Guiraude embarazada fue lapidada en el fondo de un pozo y se procedió a arrojar a la hoguera a cuatrocientos cátaros [3].  El siguiente paso era marchar contra Toulouse y enfrentarse directamente con Raimundo VI.  La ciudad no cayó y, por añadidura, el conde – que había pedido la ayuda de Pedro II de Aragón – no estaba dispuesto a dejarse doblegar.  En septiembre de aquel mismo año, occitanos y cruzados chocaron en Castelnaudary.  Las bajas resultaron considerables, pero el resultado, indeciso por lo que no puede sorprender que ambos bandos reclamaran la victoria.  La situación iba a cambiar con la llegada de Pedro II de Aragón.

    En 1212, el monarca aragonés había participado en la gran victoria contra los invasores norteafricanos en las Navas de Tolosa.  Su papel, ciertamente, había sido menor, pero el prestigio derivado de la decisiva victoria resultaba innegable.  En realidad, Pedro II el Católico nunca había sido tolerante con los cátaros, pero tenía la obligación de defender a sus vasallos frente a Simón de Montfort y los cruzados totalmente entregados al saqueo.  Ciertamente, Simón de Montfort había pactado el matrimonio de su hija Amicia con Jaime, el hijo de Pedro el Católico, pero no estaba dispuesto a renunciar a los expolios que, con legitimación papal, estaba practicando en los bienes de los vasallos occitanos del rey aragonés.  Pedro el Católico buscaba llegar a un acuerdo y se dirigió a Inocencio III.  El papa, a fin de cuentas, señor feudal del rey de Aragón, estaba obligado a escucharlo.   Su decisión, sin embargo, no vendría determinada por razones de justicia sino de simple conveniencia política.

     A inicios de 1213, Inocencio III ordenó a su legado Arnaldo Amalric iniciar las negociaciones con Pedro II el Católico.  El resultado fue la celebración del concilio de Lavaur.  Raimundo VI, consciente de la delicada situación, se manifestó dispuesto a aceptar las condiciones de la Santa Sede.  Sin embargo, a esas alturas y tras repetidos triunfos, los cruzados no estaban dispuestos a renunciar a una victoria que no fuera absoluta.  Ante el rey aragonés, Simón de Montfort se negó a llegar a una solución negociada y abogó por deponer al conde de Tolosa.  Pedro II el Católico intentó evitar la tragedia declarándose protector de los barones occitanos y de Tolosa.  Se trataba de un paso inútil porque los intereses de la iglesia católica no pasaban por llegar a una solución pactada.  Inocencio III apoyó a Simón de Montfort.  El choque armado era inevitable.

     En el verano de 2013, Pedro II ya había llegado a Occitania.  El 30 de agosto, puso cerco al castillo de Muret, situado a unos veinte kilómetros al suroeste de Toulouse.  En la fortaleza, se encontraban a la sazón tan sólo una treintena de cruzados, pero Simón de Montfort acudió enseguida a socorrerlos con un millar de caballeros. El asalto final tuvo lugar el 12 de septiembre.

    En puridad, las tropas aragonesas sumadas a las occitanas tendrían que haberse alzado con el triunfo frente a un enemigo muy inferior numéricamente.  Sin embargo, los cruzados convertir las estrechas calles de Muret en un laberinto inexpugnable.  La alianza occitano-aragonesa sufrió un número de bajas no inferior a diez mil.  Entre ellas, se encontraba el propio rey Pedro II.  Las consecuencias de la derrota fueron punto menos que fulminantes.  En poco, Simón de Montfort pasó a controlar Foix, Narbona y Comminges.  Por lo que se refiere a la Corona de Aragón podía dar por terminada su expansión al norte de los Pirineos por la acción directa de su señor natural, el papa.

     En noviembre de 1215, el IV concilio de Letrán decretó que Raimundo de Tolosa y Raimundo de Trencavel quedaban desposeídos de sus tierras a la vez que Simón de Montfort se convertía en duque de Narbona, conde de Tolosa y vizconde de Carcasona y Rasez mientras que el legado papal pasaba a ser arzobispo de Narbona.  Los hechos fueron confirmados por el propio rey de Francia.  En 1216, en la corte de París, Simón de Montfort prestó homenaje al rey Felipe II Augusto de Francia como duque de Narbona, conde de Tolosa y vizconde de Béziers y Carcasona.  El papa y el jefe de los cruzados disfrutarían poco de sus triunfos.  En 1216, falleció Inocencio III.  Apenas unos meses después, en 1217, estalló en Languedoc una revuelta dirigida por Raimundo el Joven – que acabaría siendo Raimundo VII de Tolosa.  En 1218,  Simón de Monfort cayó durante el asedio de Tolosa.

     La desaparición de los dos grandes artífices – religioso y militar – de la cruzada contra los cátaros o albigenses implicó un freno en sus propósitos.  En 1223, los cruzados habían retrocedido hasta alcanzar posiciones similares a las que tenían al inicio de su ofensiva.  Una vez más, la Santa Sede decidió sumar a las armas canónicas las bélicas.  El papa Homorio II excomulgó al hijo y sucesor del conde de Tolosa y convenció, ayudado por Blanca de Castilla, a Luis VIII de Francia para que asumiera la dirección de la cruzada.   En 1226, las tropas cruzadas se encaminaron hacia el valle del Ródano.  Al año siguiente, la guerra estaba concluida.  El 17 de junio de 1227, Trencavel, el último noble que resistía a los cruzados, huyó a Barcelona tras dejar escrita una carta en la que encomendaba la protección de sus tierras a Roger-Bernard de Foix. 

     En 1229, en virtud del tratado de París, el monarca francés privó a la casa de Tolosa de la mayor parte de sus posesiones y a la de Béziers, los Trencavel, de la totalidad.  Sin embargo, la causa inicial de aquellas décadas de derramamiento de sangre persistía.  Los cátaros habían sobrevivido.

CONTINUARÁ


Anne Brenon, Les cathares. París, 1996;  Michel Roquebert (ed), La Croisade Albigenoise. Centre d'Études Cathares, 2004; Collection d'Historie religieuse du Languedoc au Moyen Âge: Cathares en Languedoc (Cahier 3). Édic. Privat et Centre d'études historiques de Fanjeaux, 2000; Georges Duby, «La pénétration en Languedoc». Histoire de la France, des origines à nos jours. París, 2003; Michael Frassetto, Heretic Lives. Medieval Heresy from Bogomil and the Cathars to Wyclif and Hus, Londres, 2007, pp. 75 ss; Sergi Grau Torras, Cátaros e Inquisición, Madrid, 2012; Jennifer Kolpacoff Deane, A History of Medieval Heresy and Inquisition, Plymouth, 2011; Paul Labal, Los Cátaros. Herejía y crisis social, Barcelona, 1988; Malcolm Lambert, Medieval Heresy.  Popular Movements from the Gregorian Reform to the Reformation, Nueva York, 1992, pp. 44 ss; Jesús Mestre i Campi,  Atlas de los cátaros, Barcelona, 1997;  Jesús Mestre i Godes, Els Càtars. La vida i la mort dels Bons Homes. Barcelona, 1997; Idem, Contra els càtars. Barcelona, 2002;  Emilio Mitre y Cristina Granda, Las grandes herejías de la Europa cristiana, Madrid, 1999, pp. 107 ss; René Nelli, Les Cathares. París, 1989; Idem,Diccionario del catarismo y las herejías meridionales. Palma de Mallorca, 2000; Michel Roquebert, «La croisade». Histoire des Cathares. París, 1999; Yuri Stoyanov, The Hidden Tradition in Europe.  The Secret History of Medieval Christian Heresy, Londres, 1994; Jordi Ventura, Els heretges catalans, Barcelona, 1963. 

[2]  Citado en Paul Labal, Los Cátaros. Herejía y crisis social, Barcelona, 1988, p. 150.

[3]  Dalmau, Oc, p. 289 ss.