A decir verdad, su traslado a Córdoba – donde estudió derecho – pudo realizarse gracias a los auspicios de un tío materno. Pero, una vez en la capital del califato, Almanzor dio muestras de un talento extraordinario para moverse por la corte. Seductor de mujeres, de visires e incluso del califa Al-Hakén II que realizó un importante cambio generacional al llegar al trono, Almanzor fue escalando puestos hasta intervenir decisivamente en calidad de cadí de Sevilla en la campaña contra los idrisíes del Magreb. Cuando en 976, falleció Al-Hakén y le sucedió su hijo Hisham con tan sólo ocho años, Almanzor se apoderó del gobierno califal. A ello contribuyó no sólo su proverbial resolución sino también su visión estratégica que sostenía que, aún sin ganancias territoriales, debían descargarse golpes continuos sobre los reinos cristianos del norte para mantenerlos inmovilizados por el terror. En 976, las huestes cristianas habían estado a punto de alcanzar Córdoba, pero desde 977, las tornas se volvieron. Zamora (981), Barcelona (985), Santiago de Compostela (997), Pamplona (999) y san Millán de la Cogolla (1002) fueron sólo algunos de los lugares arrasados por Almanzor en sus pavorosas aceifas. No sorprende que algunos, ante la cercanía del año mil, se preguntaran si no sería el mismísimo anti-Cristo. La leyenda afirma que el conde castellano Sancho García lo derrotó en Calatañazor, pero el dato no es seguro. Es más posible, por el contrario, que, imbatido, muriera en 1002, en Medinaceli – Madinat as-Salim – de muerte natural y a la edad de setenta y tres años. La Crónica Silense anuncia que en ese mismo momento fue trasladado a los infiernos. Es materia delicada para que sobre ella se pronuncie un historiador. Sí puede señalarse que con su fallecimiento la desaparición del califato quedó sellada.
Próxima semana: El Cid Campeador