Significativa, pero no extraña. Arafat obtuvo no pocos logros a lo largo de su carrera. Guerrillero trasmutado en terrorista – la línea que separa en ocasiones ambas circunstancias no siempre resulta clara – Arafat reconoció el derecho de Israel a existir, renunció expresamente al terrorismo como arma política y logró que la idea de una Autoridad nacional palestina terminara imponiéndose a pesar de la hostilidad de jordanos e israelíes. Ahora sabemos que no fue mérito suyo sino, fundamentalmente, de las circunstancias. Unos Estados Unidos empeñados en derrotar a la URSS fueron los que abrieron a Arafat la puerta del club de los aceptables internacionalmente. De él esperaban que fuera descolgando de la alianza con los soviéticos a naciones de la zona como Egipto o Siria, que redujera la presión existente contra Hussein de Jordania y que incluso estabilizara el Líbano. Los políticos israelíes – nada entusiasmados con la idea de retirarse a las fronteras previas a la guerra de los Seis días – no creían que Arafat pudiera conformarse con un pedazo de tierra sometido a la fiscalización de Israel y Jordania. Pero, efectivamente, así fue. De hecho, Madrid y Oslo llevaron a Israel a firmar lo que había combatido en los inicios de la aceptación internacional de Arafat. No fue un éxito real de Arafat ni tampoco un giro de la política de Israel. Se trató del contexto. Quizá si la URSS hubiera aguantado en pie una década más, Arafat hubiera logrado incluso contemplar el nacimiento de un estado palestino. No fue así. El imperio soviético se colapsó y Arafat dejó de ser útil. De hecho, en Camp David se le ofrecieron a la firma unos acuerdos que resultaban inaceptables en la medida en que, por citar algún ejemplo, pretendían prolongar en el futuro estado palestino los asentamientos israelíes protegidos por el ejército israelí que controlaría vías de comunicación específicas convirtiendo a las poblaciones palestinas en islotes aislados por la presencia extranjera. Algunos han calificado semejante esquema de bantustanes asemejándolos a una parte del sistema de apartheid. No es exacto, pero tampoco era ningún regalo. Pero volvamos a lo que relataba. El cambio del trasfondo internacional y la corrupción extraordinaria de la Autoridad Nacional Palestina convirtieron a Arafat en un personaje al que miraban los palestinos con creciente distanciamiento. No lo deseaba, pero para muchos que contemplaban la red de caridad de Hamás – sí, el enorme influjo que tiene esta organización islamista deriva fundamentalmente de un tejido de asistencia social que ya quisieran Caritas o el Ejército de salvación – Arafat comenzó a ser considerado más villano que héroe. Pero lo que había cambiado fundamentalmente era el contexto ya muy diferente con unos Estados Unidos aspirando a ejercer una hegemonía monopolar. Ahí Arafat no tenía lugar e incluso lleva a pensar si la versión que considera que fue asesinado - ¿por quién? – no tiene un cierto sonido de auténtica. Ahora sobre él se tiende un tupido velo. Es como si nadie quisiera recordarlo. Ni siquiera aquellos que como aquel pésimo de asuntos exteriores llamado Moratinos teparon alegando que eran sus amigos. La vida es así. Cuestión de circunstancias.