Comprendo que esta visión cainita, falsa y aprovechada pueda agradar a un antiguo terrorista y confite de la policía de Franco, a un profesor universitario que manipula datos sobre la intervención extranjera de manera bochornosa o a un hijo de la verde Erín conservado en alcohol de alto octanaje. A fin de cuentas, todos ellos viven desde hace tiempo de difundir un relato sesgado y falaz del desastre para consumo de partidarios. La realidad, sin embargo, fue más grave y debería llevarnos a reflexión. Que en ambos bandos hubo gente idealista y noble y canallas y miserables no se puede dudar. Sin embargo, la gran cuestión es que la guerra civil fue el gran fracaso colectivo del siglo XX. Por un lado, una derecha cerril y egoísta fue abortando todas las reformas nacidas en su seno lo que vació de sentido la monarquía y socavó los intentos de cambiar un país profundamente injusto. Recuérdese que cuando uno de los poquísimos demócratas apeló a la doctrina social de la iglesia católica para realizar una tímida reforma agraria, se le gritó en el congreso que se harían cismático. Todo eso por no hablar del clamor apocalíptico que provocó, por ejemplo, una más que moderada ley de divorcio. Por otro lado, la izquierda española – quizá la más bruta de Europa – no tardó en abandonar las formas democráticas para intentar forzar sus posiciones a golpe de dinamita y fusil. Durante la primavera de 1936, ya estaban saldando ambos sus diferencias a tiro limpio y también ambos contemplaron con satisfacción lanzarse a la calle para eliminar al contrario. La guerra tuvo más muertos en la retaguardia que en los frentes – es para reflexionar en ello – y abocó no al triunfo de la libertad sobre el totalitarismo sino a una dictadura de uno u otro signo. La de los vencedores duró cuarenta años y la primera mitad fue verdaderamente miserable. Con seguridad, en vez de lanzar versiones falaces de la tragedia, habría que pensar en cómo evitar otro nuevo fracaso colectivo.