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Sábado, 23 de Noviembre de 2024

En memoria de Karl Barth

Lunes, 25 de Agosto de 2014

La Historia se construye siempre sobre las fuentes históricas. Si uno desea conocer la verdad sobre Lenin, resulta indispensable leer sus escritos y órdenes; si ansía comprender el islam debe profundizar en los hadiz y el Corán; si busca comprender el judaísmo del Segundo Templo no podrá dejar de lado los escritos pseudoepigráficos, los Targum o los documentos de Qumrán y si se quiere de verdad conocer el cristianismo de Jesús y sus primeros discípulos las fuentes privilegiadas son los escritos del Nuevo Testamento.

​No es que Abd-ra-Rahmán III no sea importante, pero las fuentes relacionadas con su vida no son de utilidad para conocer el islam de Mahoma sino el del califato de Córdoba y el que pretende explicar el cristianismo primitivo con declaraciones conciliares de la Edad Media, la Contrarreforma o incluso el siglo XX incurre en un anacronismo disparatado. Ese conocimiento de las fuentes, por supuesto, no se puede sustituir yendo a internet y cortando y pegando lo que aparece en cualquier página que ya tiene un punto de vista concreto. Comento todo esto porque me ha llamado poderosamente la atención que alguien mencionara a Karl Barth – quizá el teólogo más importante de todo el siglo XX – en apoyo de tesis católicas marianas. Cortando y pegando sucede eso, cuando se conoce la obra de Barth – temo que no es ni de lejos el caso de esta persona – no es posible un dislate semejante. Y se comprenderá que no quiera citar el nombre de la persona en cuestión por que no deseo avergonzarla en público. Por definición, no sólo en mi muro hay total libertad para expresar las opiniones que se desee por muy atrabiliarias que puedan resultar sino que yo mismo intervengo sólo de vez en cuando. Por regla general, cuando ya ha surgido el insulto, el desprecio o la falta de educación, pero incluso en esos casos no pocas veces dejo una nota mediante un mensaje privado o llamo la atención lo más suavemente que puedo. Si la persona se lo toma mal, responde con la burla o encadena insultos ya es cosa suya. Es él quien deja de manifiesto su verdadera naturaleza y no yo quien se la achaca… pero volvamos a Barth.

Karl Barth, de hecho, solía decir que el catolicismo no era cristianismo sino “marianismo”, algo que no gustaba especialmente a ciertos teólogos católicos, pero que, a juzgar por las prácticas de millones de católicos, no es ninguna mentira. Aunque- seamos justos - también María ha ido perdiendo puestos en la clasificación. Hace muy pocos años – le dediqué un editorial en La linterna – un estudio de la jerarquía católica estableció un listado de personajes a los que se dirigían en oración los católicos italianos. El primer puesto lo ocupaba el padre Pío seguido por otros personajes de la tierra. María andaba muy atrás y no digamos ya Cristo… O sea que al cabo de dos mil años, los italianos seguían rezando preferentemente a los hacedores de prodigios – reales o supuestos – por delante del Dios predicado por los cristianos. Claro que así llevan siglos, milenios más bien… pero volvamos a Barth.

La talla teológica de Barth era tan gigantesca que Pío XII afirmaba que su Dogmática eclesial incluso superaba a la Summa Theologica de Tomás de Aquino. Sin duda, el papa no estaba de acuerdo con todas las posiciones de Barth – dicho sea de paso, yo tampoco – pero reconocía lo evidente. Tomás de Aquino catolizó a Aristóteles. Barth construyó un edificio colosal en el que aparecen muchísimos más pensadores. Tampoco creo que exagero si digo que sólo conozco dos personas en España que hayan leído la Teología dogmática de Barth y que yo soy una de ellas. De nuevo, para ser justos hay que decir que Barth es plato fuerte. Con todo, no todo en él resulta tan difícil. Por ejemplo, su estudio sobre el bautismo donde reafirma con el Nuevo Testamento que el bautismo de infantes fue desconocido en la Era apostólica es de fácil lectura. Dice, por otro lado, lo evidente… pero volvamos a Barth.

El salto a la primera fila de la teología europea lo obtuvo Barth posiblemente no sólo con su comentario a la carta a los Romanos sino, fundamentalmente, con la diatriba a que sometió a los teólogos liberales. Los amigos de las etiquetas denominarían al impulso barthiano Neo-ortodoxia, pero es dudoso que el nombre fuera adecuado. Sí hay que reconocer que sus adversarios teológicos eran primeros espadas que ya no se recuperarían del todo. Aún así, como no todos aprenden hace años un sacerdote español llamado Pagola – muy cercano a los nacionalistas vascos, versión etarra incluida – publicó un libro patético titulado Jesús que no pasaba de ser un triste refrito de lo que Barth había refutado casi un siglo antes. Es posible que Pagola nunca hubiera leído a Barth y lo mismo debió de suceder con las monjas que compraron su libro – así me lo contaron en una de las librerías San Pablo – por docenas, pero es que hay gente que siempre va con siglos de retraso.

Aunque suizo de origen, Barth enseñó durante años en Alemania. Advirtió de lo que iba a ser la llegada al poder de Hitler y no sorprende que no le dejaran seguir enseñando. Pero Barth no se calló. Optó por el exilio y suscribió entre otros documentos la Declaración de Barmen que era un canto de protesta contra el nacional-socialismo. Lo hizo precisamente en los mismos tiempos en que la Santa Sede firmaba un concordato con Hitler que dio al dictador un respaldo internacional impensable. Ahora – en teoría y tras una derrota militar – es muy fácil decir quiénes eran los buenos y quiénes, los malos. Entonces exigía un gran valor y una gran altura moral.

Desde el exilio, Barth siguió en su tarea de oposición al régimen nazi con no menos denuedo que otros pastores evangélicos como Martin Niehmoller – al que Hitler denominaba “mi prisionero particular” – o Dietrich Bonhoeffer que fue ejecutado por las SS apenas unos días antes del final de la guerra.

Barth sólo vio aumentado su prestigio durante la posguerra dado que, a diferencia de no pocos que tuvieron que blanquear su biografía, él había sido un resistente al nazismo desde el principio. A punto de retirarse o semi-retirado, acudió a verlo un joven sacerdote católico que estaba pensando en doctorarse. Se llamaba Hans Küng y había decidido escribir una tesis sobre la justificación por la fe. Como Lutero – y tantos otros – Küng había descubierto en el Nuevo Testamento que la justificación es por la fe y no por las obras y deseaba escribir su tesis sobre el tema. Había pensado en Barth porque pensaba que sería uno de los pocos con valor para dirigirla y quizá el único al que no pondrían pegas en su facultad romana. Barth lo acogió con simpatía y el fruto sería una muy interesante tesis doctoral titulada Justificación. En España, el libro se publicó en los sesenta, pero, guardándose de algún guantazo de arriba, la editorial le puso por título La justificación según Karl Barth. Como me ha tocado escuchar lo que han padecido aspirantes a beneficios eclesiásticos y a puestos en facultades de teología católica comprendo de sobra a Küng y a la editorial española que era católica, por cierto.

El caso es que Küng, suizo también, visitaba ocasionalmente a Barth y, además de leer lo que iba escribiendo, charlaba con él de los más diversos temas. En una de sus visitas – lo cuenta Küng en el primer volumen de sus interesantísimas memorias – Barth le preguntó por la noticia que se había difundido de que Jesús se le había aparecido a Pío XII. El hecho, según Barth, sería de enorme interés ya que, desde Pablo de Tarso, Jesús no se había aparecido a nadie. Küng se sintió abochornado porque conocía al sacerdote que la había difundido y… lo conocía. Por supuesto, no creía en el rumor y, como pasa con muchos católicos sensatos, no lo pasan bien cuando sus amigos protestantes les preguntan sobre episodios como el referido. Küng se limitó a decir que no mantenía opinión sobre el tema. Barth – que tenía su punto de humor – le dijo a Küng que él sí creía en la posibilidad de que Jesús se hubiera aparecido al papa, para añadir: “Y creo que le dijo lo mismo que a Pablo: ¡Pío, Pío! ¿Por qué me persigues?”. Seguramente, Barth bromeaba.

 

Por lo que se refiere a Küng ahora tiene muy mala prensa. En realidad, comenzó a tenerla cuando Juan Pablo arremetió contra él por haber escrito un libro ¿Infalible? donde Küng demostraba que el dogma de la infalibilidad papal no sólo era un disparate en términos históricos sino que incluso había sido condenado como doctrina diabólica por el papado medieval. A pesar de ello, durante años – soy testigo de ello – Küng fue la mamá de Tarzán en medios católicos. No era para menos porque sus obras debían ser las únicas que alcanzaron la categoría de best-seller sin ser el dirigente de un grupo como Escribá de Balaguer o Marcial Maciel. Küng era heterodoxo entonces, pero nadie cargó contra él por eso de que la Inquisición ya no estaba de moda. Sin embargo, cuestionar el aparato de poder romano fue excesivo. El papa le privó de la condición de teólogo católico y quiso quitarle la cátedra – que había conseguido gracias a la ayuda de Joseph Ratzinger – pero la universidad reaccionó concediéndole otra cátedra para que pudiera seguir enseñando. No sorprende luego que hace años un sacerdote – al que yo anuncié que sería obispo acertando, por cierto, en la predicción – insistiera en que mis posiciones cristológicas eran mucho más ortodoxas que las de la mayoría de los catedráticos católicos. Lo ignoro, pero si por ortodoxia se entiende aferrarse a lo que dice la Biblia la descripción era adecuada. Pero estaba hablando de Küng…

Que Küng sabe Historia es también indiscutible. Pocos relatos han sido más fieles a la realidad que el suyo sobre el desarrollo de la iglesia católica en Cristianismo donde demuestra que los primeros cristianos no siguieron un modelo eclesial como el católico y que el sistema papal, a pesar de sus antecedentes, fue consagrado por Gregorio VII ya en la Alta Edad Media. Pero no quiero desviarme. Se diga lo que se diga de Küng ni un servidor y temo que tampoco ninguno de los que aparecen por este muro será algún día, como él lo fue, consultor teológico de un concilio ecuménico. Personalmente – insisto en ello - discrepo de no pocas de sus interpretaciones bíblicas, pero, en términos históricos, suele ser muy, muy exacto. Por cierto, en el tomo primero de sus memorias, relata cómo al iniciarse el concilio Vaticano II los grandes teólogos católicos eran más que conscientes de los errores teológicos de la iglesia católica, pero se dividían entre los que consideraban que “mejor no meneallo” (como Rahner) y los que pensaban que debían corregirse. De forma bien significativa, bastantes de ellos pensaban que lo primero que había que hacer era reconocer que Lutero tenía razón – literal - y a partir de ahí ver hasta donde llegaban. En otras palabras, los consultores teológicos del Vaticano II eran en no pocos casos más radicales que el que escribe estas líneas que, desde luego, no piensa que Lutero tuviera la razón en todo. No sorprende que, a pesar de todos los cambios acometidos por el concilio – en algunos casos siglos de catolicismo arrojados al vertedero – estos teólogos no se sintieran satisfechos. A fin de cuentas, deseaban una verdadera reforma. Pero volvamos a Barth…

 

Durante un par de cursos, tuve un profesor que había sido alumno suyo en la juventud. Por supuesto, tampoco estaba de acuerdo con todos los planteamientos de Barth, pero reconocía con inmensa admiración que era una mente privilegiada. Según su testimonio, llegaba a clase, colocaba su reloj sobre la mesa y comenzaba a disertar sin una sola nota por espacio de una hora. Citaba de memoria – y con exactitud – la Biblia, los Padres, los teólogos como si los tuviera ante los ojos y, como decía casi emocionado, bastaba ir a suDogmática para encontrar que, para cualquier tema, podía aportar referencias de las fuentes más diversas precisamente porque las conocía.

He mencionado ya que no estoy de acuerdo con todas las posiciones teológicas de Barth, sin embargo, el personaje me parece excepcional. Intelectual y activista, teólogo y erudito, sabio y con sentido del humor, polígrafo y exiliado, podía adentrarse en las complicaciones del texto griego y, a la vez, entretenerse leyendo una novela policíaca. Cuesta no ver en él a una persona ejemplar y admirable desde muchos puntos de vista. No maltratemos su imagen y su memoria, atribuyéndolo un apoyo a posiciones marianas que él rechazaba con vehemencia precisamente por colisionar con la Biblia y porque conocía magníficamente la Historia del cristianismo. Y si alguna vez queremos dar una opinión molestémonos en leer las fuentes históricas en lugar de dedicarnos a cortar y pegar. Siquiera en memoria de Karl Barth.

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