Uno de los ejemplos más extraordinarios de ese fenómeno lo constituye La Celestina, una obra concebida para su representación teatral y convertida en la novela de varias generaciones dentro y fuera de España. De ella dijo Cervantes que era un libro divino aunque hubiera resultado deseable que ocultara más lo humano. Había razones. Su autor, Fernando de Rojas, pertenecía a una de las familias que, procedentes del judaísmo, se habían visto obligadas a abrazar el catolicismo en el siglo terrible que fue desde los pogromos de 1391 – un tercio de la población judía asesinada y otro tercio forzado al bautismo – a la expulsión de 1492. Su padre fue quemado por el Santo Oficio y su suegro, procesado. Él mismo se vio sumido en un proceso para evitar que la Inquisición se quedara con buena parte de sus bienes. Para españoles como él, las grandes empresas patrias tenían poca relevancia en la medida en que se imponía la supervivencia. Su mayor interés era no despertar la envidia de sus vecinos – las instrucciones de Rojas a su familia son bien reveladoras – y pasar casi desapercibidos en un mundo hostil. En La Celestina, Rojas contó no la España oficial sino la del desengaño y la búsqueda de un presente menos insoportable. Sus protagonistas no creían ya - ¿se puede creer tras ser coaccionado para ello? – e intentaban únicamente encontrar válvulas de escape a la necesidad y la angustia. De manera reveladoramente actual, éstas eran el dinero y el sexo y los símbolos para expresar esa zozobra fueron una vieja prostituta convertida en medianera – y símbolo apenas oculto de la iglesia católica, la institución más importante de la época - dos amantes enloquecidos, algunas prostitutas y truhanes diversos. No puede sorprender que su obra fuera universal. En todos los tiempos y lugares, hay quien ansía que lo dejen vivir en paz en medio de la asfixiante ortodoxia oficial. Cuestión aparte es que lo consiga.
Próxima semana: Isabel y Fernando, los Reyes Católicos