Con todo, su mayor aporte histórico, desde su acceso al trono en 1217, fue un avance extraordinario de la Reconquista. Si Alfonso VIII había sufrido la posibilidad de que el islam regresara al Tajo, Fernando III lo fijó en la frontera del Guadalquivir. Ante el empuje de las armas castellanas fueron cayendo los reinos islámicos de Jaén, Córdoba, Sevilla – una extraordinaria expedición anfibia en la que tuvo un notable papel la marina vasca como siempre al servicio de Castilla - y Extremadura. Cuando el entonces infante Alfonso – el futuro Alfonso X el Sabio - tomó Murcia, sólo quedaron en manos de los musulmanes los reinos de Niebla, Tejada y Granada. Incluso este último logró sobrevivir a condición de verse reducido a la condición de reino feudatario de Castilla. Al término de su reinado Fernando III había logrado casi duplicar la superficie del reino de Castilla que había recibido en su juventud. Sumada a la de León, reinaba sobre un territorio casi triple al que regía al ceñirse la corona. A pesar de su carácter innegablemente guerrero, Fernando supo aceptar con insólita tolerancia – se negó, por ejemplo, a obedecer las normas antisemitas decretadas por el papa – la presencia de judíos y musulmanes en su reino hasta tal punto que fueron comunes las inscripciones en castellano, hebreo y árabe. Lamentablemente, no fue tan comprensivo con los disidentes cristianos como los valdenses a los que condenó a muertes horribles sin parpadear. Se ha discutido hasta qué punto su canonización – proclamada por el papa Clemente X en 1671 – estuvo justificada por algo más que el deseo de complacer a una España desangrada y arruinada por haber asumido el papel de espada de la Contrarreforma. De ser así, fue un pago ridículo comparado con el coste que había significado esa acción para la pobre España. Ciertamente, la idea de un santo guerrero puede resultar chocante para la sensibilidad actual, pero en el corazón de Fernando III también se dio cita una sensibilidad espiritual que quedó especialmente de manifiesto en el momento de su muerte. De manera, ahora anacrónica, siempre distante de la enseñanza de Jesús, había unido la cruz y la espada.