A la primera, la de los almorávides, nos referimos al hablar del Cid. La segunda – los almohades - la mencionaremos hoy porque obligó al exilio a no poca gente de talento como fue el caso del judío Moisés ben Maimón, más conocido como Maimónides. Nacido en Córdoba en 1138, acabó sus días en Fustat, Egipto, en 1204. De la importancia de Maimónides – al que dediqué dos de mis novelas El médico de Sefarad y El médico del sultán – da fe el hecho de que todavía hoy se indique que entre el primer Moisés, que recogió las tablas de la ley en el Sinaí, y el segundo, Maimónides, no hubo ningún judío semejante. El Maimónides huído de un Al-Ándalus sometido al fanatismo almohade intentó establecerse en el solar histórico de Israel, pero razones no del todo aclaradas lo empujaron a desandar su itinerario y establecerse, primero, en Marruecos y después en Egipto donde acabó siendo médico personal del famoso Saladino. Maimónides tuvo sus sombras como un racismo primario o un anticristianismo – él que pocos cristianos pudo conocer - que algunos han intentado paliar en la traducción de sus obras. Sin embargo, las luces resultan innegables. Que era un galeno sobresaliente y que dejó reflejada parte de su saber en numerosos tratados no admite discusión. Pero, por añadidura, Maimónides fue un gran conocedor de las Escrituras y un más que notable filósofo. A él se debe, por ejemplo, la Mishné Torah, un manual de cumplimiento de la ley mosaica, utilizado hasta el día de hoy. Como filósofo le debemos la Guía para los perplejos donde realizó un atrevido ejercicio de asimilación de la filosofía aristotélica un siglo antes de que Tomás de Aquino lo intentara. A pesar de sus éxitos innegables, Maimónides no olvidó jamás su tierra natal, Sefarad, que es como se designa a España en hebreo. En su tumba, de manera modesta y, a la vez, significativa, aparece descrito como “Moshé, Ha-Sefardí”, es decir, “Moisés, el español”. Toda una lección para muchos que se empeñan en negar su condición de tales.
Próxima semana: Alfonso VIII