En el rostro de mi interlocutor se dibuja una mueca de fastidio, como cuando regresa uno de esos dolorcillos ligados a la cercanía de la lluvia. “En la CIA”, comienza a decir con tono cansino, “queríamos salvarle la vida. Lo queríamos porque había que interrogarlo… sabía de Fidel, pero los bolivianos…”. “¿Fueron los bolivianos los que decidieron fusilarlo? ¿Se impusieron a ustedes?”. Mi interlocutor tuerce el gesto. “Sí”, reconoce, “los bolivianos hicieron lo que quisieron. Se puede entender. En aquel entonces el país sufría una manifestación tras otra porque habían detenido a Regis Debray, un francés y a un argentino que también estaba vinculado a la izquierda. Los estudiantes, sobre todo, estaban muy activos… y temían que las calles se incendiaran si también encarcelaban al Che. La manera rápida y directa de evitar esos tumultos era matarlo”. Me digo que se podía haber puesto cada opción en un platillo de la balanza, pero no pasa de ser una discusión sin finalidad práctica. “¿Cómo reaccionó el Che cuando supo que no saldría vivo?”, indagué. “Se puso blanco como el papel. Se dio cuenta de que no era una burla. De verdad que lo iban a matar. Pero se rehízo. Luego me dijo: Dile a Fidel que un día habrá una revolución de verdad en Latinoamérica”. “¿Nada más?”, pregunto. “También me pidió que, si tenía la oportunidad, le dijera a su mujer que volviera a casarse”, responde. “El gran error”, añade, “es que se pusieran a hacerle fotos… Si parece alguien al que se va a adorar”. Me digo que hubo errores peores tras la captura del Che que la toma de fotos. Por ejemplo, el que no lo procesaran por entrar en Bolivia a sangre y fuego. Pero, es obvio, yo no estaba allí.