Es triste tener que reconocerlo, pero España no ha destacado en ninguna época de su dilatada Historia por brillar en el terreno de la investigación científica.
Si Alcalá-Zamora, católico y conservador, se doblegó ante las izquierdas y Manuel Azaña aceptó una alianza con los revolucionarios, sin duda, mayor responsabilidad en el deterioro de la II República tuvo el socialista Francisco Largo Caballero.
Como Alcalá-Zamora, Azaña pertenecía al grupo de políticos monárquicos desengañados que no habían visto otra salida para regenerar España que la república. La república que no la democracia.
Procedía de la clase política de la monarquía parlamentaria y quizá por eso mismo la contemplaba con incontenible aversión. Algunos lo acusarían de ser sólo un resentido que deseaba vengarse de un rey distante.
Nada hubiera permitido presagiar que aquel niño nacido en Petilla de Aragón el 1 de mayo de 1852 se convertiría en padre de la neurociencia y Premio Nobel de medicina.
La palabra “dictadura” tiene una merecida mala prensa, pero, originalmente, no pasó de ser una magistratura romana destinada a enfrentarse con situaciones especialmente dramáticas.
La llegada al trono de Alfonso XIII tuvo lugar en unos momentos en que el sistema distaba poco de haber entrado en su agonía. Por supuesto, no fueron escasas las voces que clamaban por su regeneración, pero una cuestión era predicarla y otra, llevarla a cabo.
La izquierda tardó mucho en aparecer en la Historia de España – lo hizo durante el Sexenio revolucionario – y el socialismo adoleció durante décadas de escasa influencia.
El fracaso clamoroso del Sexenio revolucionario iniciado con el derrocamiento de Isabel II acabó desembocando en una Restauración borbónica en la figura del hijo de la reina: Alfonso XII.