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Jesús, el judío (XLI)

Domingo, 19 de Mayo de 2019

“HE DESEADO COMER LA PASCUA CON VOSOTROS…” (V):  Martes (III): nuevo anuncio de muerte  

      “Aun el hombre de mi paz, aquel en quien yo confiaba, el que comía conmigo mi pan, alzó contra mi su talón”.   Con estas palabras relataba el Salmo 41, 10 cómo el mesías sería traicionado por uno de los suyos.  Se trataba de una experiencia que, rezumante de amargura, iba a pasar Jesús.  Aquella noche de martes – ya miércoles, según el cómputo judío – Jesús regresó con sus discípulos a Betania.  La cena no tuvo lugar esta vez en casa de Lázaro sino de un tal Simón el leproso (Mateo 26, 6; Marcos 14, 3).  El personaje en cuestión debía de tener cierta relación con la familia de Lázaro porque éste acudió a la cena y su hermana Marta, un personaje notablemente servicial, se ocupó de atender la mesa (Juan 12, 2).   Con esos datos es muy posible que se tratara de un encuentro de amigos que deseaban agasajar a Jesús.   Precisamente en ese contexto, tendría lugar un episodio de enfrentamiento entre Jesús y Judas que ha sido transmitido por las fuentes mateana, marcana y joanea.  Ésta última lo describe de la siguiente manera:

 

         Y le hicieron (a Jesús) allí (en Betania) una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él.  Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y se los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó con la fragancia del perfume. Pero uno de sus discípulos, Judas Iscariote, el hijo de Simón, el que lo iba a entregar, dijo: ¿Por qué este perfume no se vendió por trescientos denarios, y se dio a los pobres?  Pero dijo esto, no porque se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón, y como se ocupaba de la bolsa, sustraía de lo que se echaba en ella.  Entonces Jesús dijo: Déjala; ha realizado este rito para el día de mi sepultura. Porque a los pobres siempre los tendréis con vosotros, pero a mí no siempre me tendréis. 

     (Juan 12, 2-8)

 

         El relato, en su conmovedora brevedad, resulta extraordinariamente luminoso.  En medio de la cena, María, la hermana de Lázaro, decidió honrar a Jesús de una manera especial.  El hecho no resulta extraño en la medida en que sabemos que se trataba de una de las mujeres que había sido curada de alguna dolencia por Jesús, que formaba parte de su grupo de discípulos y que ya antes había entregado donativos para su manutención (Lucas 8, 1-3).   Por si fuera poco, debía desbordar gratitud al pensar que su hermano había regresado de entre los muertos en virtud del poder sagrado de Jesús.  Adquirió, por lo tanto, un frasco de perfume de nardo y con él ungió los pies del Maestro.  Poco podía sospechar la mujer que, siglos después, exegetas descuidados la confundirían con la pecadora de Galilea que había agradecido el perdón de Jesús con lágrimas (Lucas 7, 36-50) y que, fruto de esa pésima lectura de los Evangelios, se tejería toda una leyenda que se desarrollaría con el catolicismo medieval y daría notables frutos artísticos, pero que, en realidad, carece de base histórica. 

      En esta ocasión, la acción de la mujer no provocó la reacción contraria de un fariseo escandalizado, sino la de Judas.  El discípulo que se encargaba de llevar la bolsa común protestó agriamente contra aquel dispendio.  Dado que aquel perfume debía haber costado unos trescientos denarios – una cifra ciertamente muy elevada si se tiene en cuenta que el salario diario de un jornalero era de un denario – lo obligado, según Judas, hubiera sido dárselo a los pobres (Juan 12, 5).  En apariencia, la objeción tenía lógica.  Jesús y sus discípulos llevaban una vida de considerable austeridad y, a juzgar por lo señalado por Judas, de sus magras pertenencias destinaban una parte a los necesitados.  ¿Qué sentido tenía aceptar aquel derroche en algo tan volátil (nunca mejor dicho) como el perfume?  ¿Acaso no hubiera sido más apropiado que María hubiera entregado el dinero que le había costado el frasco de nardo para que con él se ayudara a los menesterosos?  

      Sin embargo, Jesús, como era habitual en él, no se dejó enredar por las palabras de Judas.  A decir verdad, lo conocía muy bien.  Él mismo lo había elegido tres años atrás; él mismo lo había colocado al frente de la administración de los haberes del grupo confiándole la bolsa; él mismo se había percatado más de un año antes de que era el único del grupo que había comenzado a deslizarse del camino.  Muy posiblemente, a esas alturas, también sabía que Judas se sentía desengañado por la manera en que habían ido evolucionando los acontecimientos.  El resto de los discípulos se debatía entre el temor y la perplejidad, entre las ilusiones de un futuro triunfal y cercano y la confusión, entre las disputas por los puestos en el Reino que pronto iba a inaugurarse y las enseñanzas relativas al mesías que padecería como el siervo de YHVH.  Sin embargo, a pesar de aquel cúmulo de circunstancias, todos ellos continuaban apegados a él y a la esperanza de que era el mesías.  No era el caso de Judas.  Poco a poco, la fe de Judas se había ido desmoronando aunque no había abandonado el grupo de Jesús.  Fuera como fuese, Judas había decidido obtener algún beneficio de una situación que, en términos generales, consideraba perdida.  Se dedicó a robar y, al parecer, cubrió su inmoralidad con una de las excusas preferidas por aquellos que se quedan con el dinero de otros: afirmar que lo destinaba a los pobres.   

      Apenas podemos imaginar la tristeza que debió invadir a  Jesús al contemplar la reacción de un hombre al que había escogido años atrás, al que había confiado una tarea de responsabilidad y al que ahora veía manifestarse con uno de los peores ropajes del ser humano, el del uso hipócrita de la supuesta preocupación por los demás que tan sólo oculta la propia codicia.  Una vez más, Jesús eludió hábilmente el dejarse atrapar por palabras que no comunicaban la verdad sino que tan sólo pretendían ocultarla.   Luego puso el dedo en la llaga reprendiendo en público a Judas.  Aquella mujer había actuado bien, seguramente mejor de lo que ella pudiera pensar porque le había ungido, algo que solía hacerse con los cadáveres y que resultaba especialmente apropiado en su caso ya que moriría en breve.  Se trataba del enésimo anuncio de su muerte, pero con él no había terminado lo que tenía que decir.  Afirmara lo que afirmara Judas, pensara lo que pensara, a los pobres siempre los tendrían con ellos.  Su existencia iba a ser una realidad cotidiana en los tiempos futuros y no faltarían posibilidades de socorrerlos.  No iba a ser así con él ya que moriría dentro de unos días. 

       Quizá en aquellos momentos, Judas llegó a la conclusión de que nada tenía ya que hacer – ni que ganar – al lado de Jesús y que lo mejor era obtener algún beneficio de aquella situación, el que le proporcionaran las autoridades del Templo por  entregárselo.  El sendero de la traición había quedado abierto.   

 

CONTINUARÁ