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Jesús, el judío (XXIX)

Domingo, 17 de Febrero de 2019

“VINIERON PARA HACERLE REY…” (III):  El tercer viaje por Galilea y la predicación de los discípulos

     Las fuentes son muy explícitas a la hora de señalar la enorme compasión que sentía Jesús hacia la gente de Galilea.  Mientras seguía recorriendo la zona y predicando en las sinagogas, los veía a sus paisanos como “ovejas extraviadas sin pastor” (Mateo 9, 36).  Fue precisamente en esa época cuando decidió que, durante las semanas siguientes, sus discípulos más directos – los Doce entre los que se encontraba Judas - se encargaran de visitar las poblaciones galileas anunciando el Reino.  Sería una nueva llamada de atención para que los habitantes de la región aprovecharan la ocasión que se les ofrecía.  Mateo (10, 5-42) recoge las instrucciones concretas que les dio para aquella particular ocasión.   De manera bien significativa, pero totalmente lógica en un judío como Jesús, los discípulos debían centrarse en predicar la cercanía del Reino a “las ovejas perdidas de la casa de Israel” (10, 5-6).  Debían hacerlo atendiendo a las necesidades de la gente (10, 8) y de manera gratuita porque también a ellos se les había predicado gratuitamente (10, 8-9).  No debían llevar dinero ni perder tiempo buscando alojamiento (10, 9-10).  Por el contrario, tenían que predicar con premura la necesidad de conversión, en la certeza de que aquel que no escuchara recibiría el día del juicio un castigo peor que el de Sodoma y Gomorra (10, 14-15).  

       Resultaba más que posible que los discípulos fueran objeto de oposición en la medida en que eran enviados como “ovejas en medio de lobos” (10, 16).  Por ello debían mostrarse “cautos como serpientes, y sencillos como palomas”. La predicación del Reino chocaría por su propia naturaleza con un mundo no sometido a la soberanía de Dios.  En primer lugar, tendría lugar la oposición de las autoridades.  Existía – y había que tenerlo presente - la innegable posibilidad de que los detuvieran y los obligaran a comparecer ante las autoridades judías o gentiles, pero ni siquiera en ese caso debían inquietarse.  Si tenían que dar cuentas de su predicación, el Ruaj ha-Kodesh, el Espíritu Santo los ayudaría (10, 17- 20).  En segundo lugar, la oposición podía venir incluso de la misma familia     (10, 21).  El ser odiado por causa del Reino - ¿acaso no era eso lo que ya estaba sucediendo con Jesús en ciertos ámbitos? – podía convertirse en una realidad dolorosa y cotidiana. Sin embargo, frente a esas dificultades habría que perseverar y no cejar en la obra del Reino (10, 22) aceptando eventualidades como, por ejemplo, la del exilio.  Y no era eso lo más peligroso.  Dado que el llamamiento implicaba proclamar “desde las azoteas” (10, 27) lo que Jesús había enseñado al oído la misma posibilidad de la muerte no quedaba excluida.  Sin embargo, si ésta se producía debían recordar que no había que temer a “los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (10, 28), sino que debían temer más bien a Dios, Aquel que tenía más que controlados hasta los “cabellos de su cabeza” (10, 30) y que, de manera providencial, rige la Historia.

      Las fuentes señalan que durante un tiempo los Doce llevaron adelante la misión que les había encomendado Jesús, misión centrada de manera total y exclusiva en el pueblo de Israel.  Las referencias son escuetas y se limitan a decir que predicaban a la gente que debía convertirse, que expulsaban demonios y que ungían a los enfermos con aceite para que se curaran de sus dolencias (Marcos 6, 12-13; Mateo 11, 1; Lucas 9, 6).  A pesar de lo sucinto de los relatos, tenemos que llegar a la conclusión de que aquel período de predicación de los discípulos provocó un notable impacto en Galilea.  Resultaba obvio que Jesús ya no era un rabino aislado, sino que había logrado reunir a su alrededor un movimiento organizado cuyos seguidores más directos estaban extendiendo una predicación que, en parte, repetía el llamamiento continuo de los profetas en pro de la conversión y, en parte, pretendía ser su consumación al anunciar la cercanía del Reino. Partiendo de esa base, no puede sorprender que el mismo Herodes Antipas se sintiera inquieto y llegara incluso a temer que aquel Jesús no fuera sino Juan el Bautista, el profeta al que él había ordenado ejecutar porque cuestionaba su moralidad (Mateo 14, 1-12; Marcos 6, 14-29; Lucas 9, 7-9).  La presencia de los profetas siempre resulta incómoda al poder siquiera porque tienen la pretensión de que la realidad va mucho más allá de la política y porque además manifiestan una insistencia incómoda e impertinente en llamar a la gente al arrepentimiento.  Jesús, presumiblemente, no iba a ser una excepción.  Esa circunstancia permite entender a la perfección la inquietud de Herodes Antipas que, a fin de cuentas, era tan sólo un déspota y temía únicamente que alguien pudiera disputarle un ejercicio tranquilo de su poder político.  Sin embargo, lo que podía constituir un motivo de inquietud para Herodes, también era susceptible de convertirse en un acicate para la imaginación de las gentes.  Quizá Jesús fuera un profeta; quizá el Reino que anunciaba acabaría con el dominio no sólo de los gentiles sino de la tiránica casa de Herodes; quizá incluso se tratara del rey mesías... En ese ambiente, no resulta extraño que la situación fuera evolucionando de manera creciente hacia la efervescencia. 

      Los mismos discípulos no eran ajenos a esos sentimientos.  Por el contrario, parece obvio que los compartían posiblemente con mucho más entusiasmo que sus paisanos.  A fin de cuentas, ¿no habían sido ellos elegidos por Jesús?  ¿No era su número de doce una señal de que constituían el cañamazo del Israel futuro, del pueblo de Dios restaurado? ¿No era lógico pensar que disfrutarían de un lugar de excepción en ese triunfo?  Muy posiblemente, los Doce debieron sentir en aquellas semanas las mismas tentaciones que había experimentado Jesús en el desierto, la de provocar la admiración de la gente como dirigentes dotados de poderes taumatúrgicos, la de solucionar los problemas materiales de las muchedumbres, la de tomar en sus manos las riendas del poder político.  La diferencia entre ellos y Jesús estaba en que mientras éste había rechazado de plano semejantes eventualidades, ellos las consideraban no sólo deseables sino buenas y legítimas.  Precisamente, ese contexto nos proporciona la clave para entender las acciones de Jesús durante el siguiente medio año.  Sería un periodo de tiempo en el que su labor de enseñanza estaría vinculada de manera predominante a sus discípulos más cercanos.  Era lógico que así fuera porque el entusiasmo de los Doce resultaba innegable, pero mal empleado y sustentado sobre bases falsas, tan sólo podía tener pésimos resultados.  

     CONTINUARÁ