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Jesús, el judío (XXVII)

Domingo, 3 de Febrero de 2019

 “VINIERON PARA HACERLE REY…” (I):  En la casa de Simón, el fariseo

Jesús tenía una idea extraordinariamente clara acerca de quién era y acerca de cuál era su misión.  Sin embargo, aquella autoconciencia provocaría la frustración de muchos tanto si habían puesto sus esperanzas en él como si tan sólo se preguntaban por su verdadera identidad.   Un caso claro de este último grupo fue el de Simón, el fariseo. ¿Qué motivó aquel encuentro?  No lo sabemos a ciencia cierta.  Quizá Judas, convertido recientemente en apóstol, deseaba que su padre conociera de cerca al que lo había comisionado para semejante responsabilidad.  Quizá la iniciativa partió del mismo padre preocupado por el hecho de que su hijo pudiera estar extraviándose más de lo tolerable en un hombre joven.  Cabe incluso la posibilidad de que Simón simplemente quisiera ver de manera directa quién era aquel novedoso predicador.  En cualquier caso, lo que sí sabemos es que la entrevista se celebró en casa de Simón y que, desde el principio, no se caracterizó precisamente por la cordialidad.  Siguiendo los usos de cortesía de la época, Simón debería haber ordenado que lavaran los pies de Jesús al igual que los de cualquier visitante que hubiera transitado los polvorientos caminos del país y ahora llegara a su morada.  A continuación, tendría que haber dado a Jesús el beso de bienvenida e incluso hubiera sido de esperar que hubiera ungido su cabeza con aceite (Lucas 7, 44-46).  Sin embargo, Simón el fariseo no llevó a cabo ni una sola de esas acciones.  Da la sensación de que, tras haber visto a Jesús, se sentía molesto con su sola presencia y deseaba únicamente cubrir el expediente – ya fuera complacer a su hijo, ya se tratara de vigilar a Jesús por cuenta de los fariseos - con la mayor rapidez. 

Por si todo lo anterior fuera poco, cuando ya había dado inicio la comida, se produjo un incidente verdaderamente desagradable para alguno de los presentes.  Lucas lo ha narrado de la siguiente manera:     

     Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, cuando supo que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y colocándose a sus pies, mientras lloraba, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume. Cuando el fariseo que le había invitado vio aquello, dijo para sus adentros: Si este fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y la clase a la que pertenece, porque es una pecadora.

      (Lucas 7, 37-39)

 

El episodio, desde luego, resultaba revelador.  Si Jesús efectivamente hubiera sido un profeta – un dato que quizá Simón recibió de su hijo Judas -  tendría que haber sabido el tipo de persona que se acercaba a él.  Ya hubiera estado bastante mal que aceptara que una mujer pudiera tocarle.  Como indicaría cualquier rabino ortodoxo en la actualidad, un hombre piadoso no podía permitirse ese contacto con una mujer  porque, por ejemplo, podía estar pasando por la menstruación y esa circunstancia, según la Torah, no sólo convertía en impura a la mujer sino también a cualquiera que se viera rozado por ella (Levítico 15, 19 ss).  Pero es que además y, para empeorar más el estado de cosas, la recién llegada era una pecadora, un eufemismo que servía para designar a las prostitutas.  Dada su ocupación conocida, la inesperada visitante sólo podía convertir en inmundo al que tocara y, desde luego, no se podía decir que en el caso presente con Jesús no lo estuviera haciendo con fruición.  Definitivamente, debió pensar Simón, Jesús podía ser un maestro, pero no era un profeta y suerte sería si no era incluso un farsante.  Precisamente, cuando Simón reflexionaba sobre todo esto, Jesús decidió someter a su consideración una cuestión teológica.  Simón aceptó la eventualidad porque, en primer lugar, la discusión sobre la Torah era habitual en ese tipo de comidas y porque, en última instancia, ésta, que tan desagradable estaba resultando, se justificaba con el propósito de determinar quién era exactamente Jesús. 

En apariencia, la cuestión planteada por Jesús era escandalosamente sencilla. Un acreedor tenía dos deudores.  Mientras que uno le debía quinientos denarios, el otro le adeudaba cincuenta.  Sin embargo, ninguno de ellos tenía con qué pagar, de manera que optó por perdonar a los dos. Partiendo de esa base ¿cuál de ellos le amaría más?  (Lucas 7, 41-42).

Simón no debió esforzarse mucho en responder.  En su opinión, tenía que ser aquel a quien más se le había perdonado. Inmediatamente, Jesús reconoció que Simón había juzgado bien, pero entonces, de manera sin duda sorprendente, se volvió hacia la mujer y dijo al fariseo:

 

     ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para los pies; pero ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado con sus cabellos.  No me diste un beso; pero ésta, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies.  No ungiste mi cabeza con aceite; pero ésta ha ungido con perfume mis pies.  Así que te digo que sus muchos pecados le son perdonados, y por eso ha demostrado mucho amor, pero aquel al que se le perdona poco, demuestra poco amor.

       (Lucas 7, 44-47)

 

Por si todo lo anterior fuera poco, Jesús se dirigió en ese momento a la mujer y le anunció que sus pecados le habían sido perdonados (Lucas 7, 48).  Las últimas palabras de Jesús fueron la gota que colmó el vaso y no debe extrañarnos que los presentes comenzaran a preguntarse quién era aquel que se permitía perdonar pecados.  La afirmación podía entrar en el terreno de la blasfemia ya que sólo Dios tenía esa autoridad. Sin embargo, a Jesús no parece que le importara aquella reacción que ya había visto con anterioridad.  Por el contrario, anunció a la mujer que su fe la había salvado y que debía irse en paz (7, 50). 

Lo sucedido en la casa de Simón el fariseo, el padre de Judas, resumía, de manera sencilla y, a la vez, profunda, la visión de la salvación que tenían los fariseos y la que predicaba Jesús.  Para los fariseos, resultaba obvio que había buenos y malos.  Los buenos – que eran identificados de manera casi automática con los que seguían las enseñanzas de los fariseos – podían obtener la salvación mediante la práctica de determinadas obras contempladas en la Torah e interpretadas correctamente por los fariseos.  Por el contrario, los malos – como aquella prostituta – era am-ha-arets, gente que quebrantaba la ley de Dios y que sólo podía esperar la condenación.

Sin embargo, la visión de Jesús era muy diferente.  Desde su punto de vista, lo cierto era que todos los seres humanos se encuentran en deuda con Dios.  Todos – en mayor o menor medida – han violado sus mandamientos y, por ello, son, al fin y a la postre, culpables.  Es cierto que la gente piadosa, como Simón, podía tener menos pecados en su haber que una ramera, pero esa cuestión casi resultaba secundaria.  Lo importante, lo esencial, lo decisivo era si el pecador, grande o pequeño, acudía o no al único que podía perdonar sus pecados, a Jesús.  El que lo hiciera y recibiera ese perdón a través de la fe – como había hecho esa mujer – estaba salvado y podía marcharse en paz.  No sólo eso.  Podía incluso reflejar el amor que acababa de recibir de Dios como todos habían visto en aquella prostituta.   A fin de cuentas, no era la primera vez en la Historia en que Dios expresaba Su amor por Israel perdonando a una ramera.  Ya el profeta Ezequiel había comparado a Israel y Judá con dos prostitutas a la que se les ofrecía el perdón (Ezequiel 23) y el profeta Oseas había acogido a su esposa, la prostituta Gomer[1], en un claro símbolo del perdón que Dios deseaba otorgar a un Israel que se volviera hacia él (Oseas 3 y 5). 

Cuestión bien distinta era la de aquellos que rechazaban el amor de Dios... bien considerado su destino era trágicamente patético.  Se reducía a indagarse sobre la autoridad de Jesús para perdonar pecados, a perder ese perdón por falta de fe en él y a no poder manifestar un amor que no se había recibido antes.

La tesis de que la salvación es un regalo gratuito de Dios que sólo puede obtenerse a través de la fe en Jesús formaba, a decir verdad, el núcleo esencial de su enseñanza.  No resulta por ello extraño que así siguiera siendo en el seno del cristianismo donde, partiendo también de la Torah, dio lugar a formulaciones como la de la justificación por la fe sin obras enseñada por Pablo de Tarso (Efesios 2, 8-9).  Precisamente esa enseñanza era la raíz de una ética basada en el amor, la propia de aquellos que, porque habían recibido un gran amor, podían mostrarlo.  De todos es sabido que semejante enseñanza ha encontrado una enconada resistencia a lo largo de los siglos, no menor que la que encontró en la casa de Simón y por las mismas razones.  Para muchos, especialmente personas impregnadas de religiosidad, resulta insoportable la idea de que sus esfuerzos, sus obras, sus sacrificios no pueden ganar la salvación sino que ésta es fruto del Amor generoso e inmerecido de Dios.  El orgullo humano, la soberbia espiritual, la autojustificación se resisten a acercar ese punto de vista.  Sin embargo, las palabras de Jesús resultaron claras al respecto.  La salvación es un regalo inmerecido y sólo los que lo comprenden se comportarán con posterioridad con la suficiente limpieza ética, precisamente porque saben que sus acciones no son meritorias sino una simple respuesta de amor agradecido al Amor inmerecido de Dios. 

CONTINUARÁ

[1]  Una versión novelada del episodio en C. Vidal, Loruhama, Nashville, 2009.