A pesar de su entrega y dedicación, Lutero no encontró la paz espiritual en la vida monástica. Por el contrario, su sensibilidad espiritual le conduciría por un camino muy diferente.
En 1512, Lutero se doctoró en teología y por aquella época ya contaba con un conocimiento nada despreciable de la Biblia. Por supuesto, las Escrituras no estaban ausentes del mundo en el que había crecido Lutero, pero su influjo se encontraba muy mediatizado. La gente sencilla podía conocer historias de la Biblia gracias a una transmisión oral o a lo que podían contemplar en las imágenes pintadas o esculpidas de las iglesias. Quizá no ignoraban momentos esenciales de la vida de Jesús o de los personajes del Antiguo Testamento, pero a él se sumaba la proliferación de leyendas piadosas, no pocas de las cuales hoy nos provocarían una sonrisa. En algunas naciones, como España, la situación era todavía peor. Ha sido Ángel Alcalá, profesor de la Pontificia de Salamanca y del Seminario de Zaragoza, quien lo ha expresado con especial claridad al afirmar: “España no fue nunca un pueblo de la Biblia. Los poquísimos e incompletos manuscritos medievales de biblias romanceadas y las exiguas traducciones de la Escritura que vieron la luz en España en los siglos XIII al XV no autorizan a pensar que predominara en ella la tendencia de los lectores, siempre pocos por supuesto, a conocer la “palabra de Dios”[1]. Tras detallar cómo la hipótesis de la Vetus latina y algunas traducciones parciales “no invalidan esta afirmación”, Alcalá concluye afirmando que “en nada ayudó, por cierto, que los Reyes Católicos, casi a la vez y por no dispares motivos, prohibieran la Biblia en lengua vulgar y decretaran para los judíos el bautismo y la expulsión”[2]. No sorprende que, a continuación, cuando Alcalá tiene que mencionar a un autor que verdaderamente amara la Biblia, tenga que citar al protestante Francisco de Enzinas.
Para Martín Lutero, sin embargo, el contacto con el texto sagrado empezó a proporcionarle una vía de salida a la angustia. Como señalaría años después, no había aprendido su teología “de golpe”, sino que había tenido que “buscar en profundidad” en los lugares a donde lo “llevaban las tentaciones”[3]. La afirmación se corresponde, desde luego, con la realidad histórica. Como ha señalado J. Atkinson[4], Lutero formuló las preguntas correctas - ¿cómo puedo salvarme siendo Dios justo y yo injusto? – y recibió las respuestas correctas. La respuesta la encontró en la Biblia leyendo el inicio de la carta a los Romanos donde el apóstol Pablo afirma que “en el Evangelio, la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: mas el justo vivirá por la fe” (Romanos 1, 17). Lutero captó que la justicia de Dios tenía una doble dimensión. Por un lado, se trataba de una cara que exigía que los hombres fueran justos y que anunciaba un juicio, pero, por otro, poseía también un rostro salvifico que actuaba en los seres humanos mediante la fe en Cristo.
El descubrimiento de esa doctrina provocó en Lutero un cambio esencial, una conversión, que recuerda por su conexión con la carta a los Romanos a la experimentada por Agustín de Hipona antes o por John Wesley después.
Este episodio, denominado convencionalmente como “Experiencia de la torre”, ya que se supone que tuvo lugar encontrándose en el citado lugar vino preparado por la búsqueda y el estudio de años, pero, muy posiblemente, fue como un resplandor repentino, como una iluminación inmediata, como un fogonazo que arrojó luz sobre toda su vida. Según la descripción del propio Lutero, semejante experiencia lo liberó de la ansiedad, del temor y del pecado y lo llenó de paz y de sosiego, unas circunstancias comunes en las experiencias de conversión. Ignoramos con certeza cuando tuvo lugar la “experiencia de la torre” y los expertos se dividen a la hora de señalar la fecha entre 1508-9, 1511, 1512, 1513, 1514, 1515 e incluso 1518-9. 1512 resulta la fecha más tardía aceptable porque en 1513 – cuando enseñaba los Salmos con una perspectiva cristológica - ya estaban presentes en su obra todos los elementos de esa visión sobre la salvación.
Desde luego, el gran paso dado por Lutero ser percibe con extraordinaria nitidez en la época - 1515 – en que enseñaba la epístola de Pablo a los romanos. Esta epístola es, en buena medida, un desarrollo de la dirigida a los Gálatas y, sin ningún género de dudas, el escrito más importante que saldría nunca de la pluma de Pablo. A diferencia de la mayoría de los textos paulinos, esta carta no pretendía responder a situaciones circunstanciales que se habían planteado en iglesias fundadas por él. Tampoco pretendía atender necesidades de carácter pastoral. Por el contrario, se dirigía a unos hermanos en la fe que sólo le conocían de oídas y a los que deseaba ofrecer un resumen sistemático de su predicación.
Como era común en el género epistolar de su época, Pablo comenzaba este escrito presentándose y haciendo referencia al afecto que sentía hacia los destinatarios de la carta (Romanos 1, 1-7) , para, acto seguido, indicar que su deseo era viajar hasta esa ciudad y poder compartir con los fieles algún don espiritual (Romanos 1, 10-11). Ahora había llegado el momento “anunciar el evangelio también a vosotros que estáis en Roma”, un evangelio del que no se avergonzaba (Romanos 1, 15-16). ¿En qué consistía ese Evangelio, esa buena noticia? Pablo lo expresa con obvia elocuencia:
“el evangelio… es poder de Dios para salvación para todo aquel que cree; para el judío, en primer lugar, pero también para el griego. 17 Porque en él la justicia de Dios se manifiesta de fe en fe; como está escrito: pero el justo vivirá por la fe.
(Romanos 1, 16b-17)
El resumen de su predicación que realizaba Pablo al inicio de la carta no podía ser más claro. La justicia de Dios no se recibía a través de las obras o de los méritos personales – desde luego, nos encontramos la menor mención a algo que se pareciera a buena parte de la existencia que Lutero vivía en el convento - sino por la fe y su consecuencia lógica es que el justo vivirá por la fe.
En la carta a los Romanos, Pablo desarrollaba además de manera amplia las bases de su afirmación. En primer lugar, dejaba sentado el estado de culpabilidad universal del género humano, una realidad que Lutero conocía – y reconocía – sin paliativos. Primero, dictaba esa sentencia en relación con los gentiles, los paganos, los que no pertenecen al pueblo de Israel del que él mismo sí formaba parte, afirmando lo siguiente:
18 Porque es manifiesta la ira de Dios del cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que detienen la verdad con la injusticia: 19 Porque lo que de Dios se conoce, a ellos es manifiesto; porque Dios se lo manifestó. 20 Porque las cosas que de él son invisibles, su eterno poder y su deidad, se perciben desde la creación del mundo, pudiendo entenderse a partir de las cosas creadas; de manera que no tienen excusa: 21 Porque a pesar de haber conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias; por el contrario, se enredaron en vanos discursos, y su corazón necio se entenebreció. 22 Asegurando que eran sabios, se convirtieron en necios: 23 cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una imagen que representaba a un hombre corruptible, y aves, y animales de cuatro patas, y reptiles serpientes. 24 Por eso, Dios los entregó a la inmundicia, a las ansias de sus corazones, de tal manera que contaminaron sus cuerpos entre sí mismos: 25 ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y sirviendo a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén. 26 Por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas; pues aun sus mujeres cambiaron el natural uso del cuerpo por el que es contrario a la naturaleza: 27 Y de la misma manera, también los hombres, abandonando el uso natural de las mujeres, se encendieron en pasiones concupiscencias los unos con los otros, realizando cosas vergonzosas hombres con hombres, y recibiendo en sí mismos la paga adecuada a su extravío. 28 Y como no se dignaron reconocer a Dios, Dios los entregó a una mente depravada, que los lleva a hacer indecencias, 29 rebosando de toda iniquidad, de fornicación, de maldad, de avaricia, de perversidad; llenos de envidia, de homicidios, de contiendas, de engaños, de malignidades; 30 murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de maldades, desobedientes a los padres, 31 ignorantes, desleales, sin afecto natural, despiadados: 32 éstos, aún sabiendo de sobra el juicio de Dios - que los que practican estas cosas merecen la muerte - no sólo las hacen, sino que además respaldan a los que las hacen”.
(Romanos 1, 18-31)
La descripción del mundo pagano que Pablo llevaba a cabo en el texto previo coincidía, en líneas generales, con otros juicios expresados por autores judíos de la Antigüedad y, en menor medida, con filósofos gentiles. La línea argumental resultaba de especial nitidez, desde luego. De entrada, a juicio de Pablo, la raíz de la degeneración moral del mundo pagano arrancaba de su negativa a reconocer el papel de Dios en la vida de los seres humanos. Que Dios existe es algo que se desprende de la misma creación, que no ha podido surgir de la nada. Sin embargo, el ser humano ha preferido sustituirlo por el culto a las criaturas. Ha entrado así en un proceso de declive moral en el que, según Pablo, conductas como las prácticas homosexuales constituyen un paradigma de perversión en la medida en que significan cometer actos contrarios a lo que la propia Naturaleza dispone. El volverse de espaldas a Dios tiene como consecuencia primera el rechazo de unas normas morales lo que deriva en prácticas pecaminosas que van de la fornicación a la deslealtad pasando por el homicidio, la mentira o la murmuración. Sin embargo, el proceso de deterioro moral no concluye ahí. Da un paso más allá cuando los que hacen el mal, no se limitan a quebrantar la ley de Dios sino que además se complacen en que otros sigan su camino perverso. Se trata del estadio en el que el adúltero, el ladrón, el desobediente a los padres o el que practica la homosexualidad no sólo deja de considerar que sus prácticas son malas sino que incluso invita a otros a imitarle y obtiene con ello un placer especial.
En segundo lugar, en Romanos, Pablo indicaba cómo el veredicto de culpa no pesaba únicamente sobre los paganos. Por el contrario, estaba convencido de que, ante Dios, también los judíos, el pueblo que había recibido la ley de Dios, era culpable. Al respecto, sus palabras no pueden ser más claras:
17 He aquí, tú tienes el sobrenombre de judío, y descansas en la Ley y presumes de Dios, 18 Y conoces su voluntad, y apruebas lo mejor, instruido por la Ley 19 y confías que eres guía de los ciegos, luz de los que están en tinieblas, 20 maestro de los que no saben, educador de niños, que tienes en la Ley la formulación de la ciencia y de la verdad. 21 Tú pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? ¿Tú, que predicas que no se ha de hurtar, hurtas? 22 ¿Tú, que dices que no se ha de cometer adulterio, cometes adulterio? ¿Tú, que abominas los ídolos, robas templos? 23 ¿Tú, que te jactas de la Ley, con infracción de la Ley deshonras a Dios? 24 Porque el nombre de Dios es blasfemado por vuestra culpa entre los gentiles, tal y como está escrito. 25 porque la circuncisión en realidad tiene utilidad si guardas la Ley, pero si la desobedeces tu circuncisión se convierte en incircuncisión.
(Romanos 2, 17-25)
La conclusión a la que llegaba Pablo difícilmente podía ser refutada. Los gentiles podían no conocer la Ley dada por Dios a Moisés, pero eran culpables en la medida en que desobedecían la ley natural que conocían e incluso podían llegar a un proceso de descomposición moral en el que no sólo no se oponían al mal, sino que se complacían en él e incluso impulsaban a otros a entregarse a quebrantar la ley natural. Los gentiles, por lo tanto, eran culpables. En el caso de los judíos, su punto de partida era superior siquiera porque habían recibido la Ley, pero su culpa era, como mínimo, semejante. También los judíos quebrantaban la Ley. El veredicto, por lo tanto, era esperable y obvio:
9 ... ya hemos acusado a judíos y a gentiles, de que todos están debajo de pecado. 10Como está escrito: No hay justo, ni siquiera uno.
(Romanos 3, 9-10)
El hecho de que, a fin de cuentas, todos los hombres son pecadores y, en mayor o menor medida, han quebrantado la ley natural o la Ley parece que admite poca discusión. De hecho, para Lutero esa realidad resultaba angustiosamente presente y punzante. Pero – y aquí se encuentra una de las preguntas correctas que deben formularse - ¿Qué vía ofrecía el apóstol Pablo para salir de esa terrible situación?
De manera bien significativa, Pablo conocía las interpretaciones teológicas que afirman que la culpabilidad del pecador podía quedar equilibrada o compensada mediante el cumplimiento, aunque fuera parcial, de la ley de Dios. En otras palabras, no ignoraba afirmaciones como las de que es cierto que todos somos culpables, pero podríamos salvarnos mediante la obediencia, aunque no sea del todo completa y perfecta, a la ley divina. Sin embargo, esa tesis Pablo la refuta de manera contundente al afirmar que la ley no puede salvar:
19 Porque sabemos que todo lo que la ley dice, se lo dice a los que están bajo la ley lo dice, para que toda boca se tape, y todo el mundo se reconozca culpable ante Dios: 20Porque por las obras de la ley ninguna carne se justificará delante de él; porque por la ley es el conocimiento del pecado.
(Romanos 3, 19-20)
Pablo contradecía con una lógica aplastante la posible objeción. La ley no puede salvar, porque, en realidad, lo único que deja de manifiesto es que todo el género humano es culpable. De alguna manera, la ley es como un termómetro que muestra la fiebre que tiene un paciente, pero que no puede hacer nada para curarlo. Cuando un ser humano es colocado sobre la vara de medir de la ley lo que se descubre es que es culpable ante Dios en mayor o menor medida. La ley incluso puede mostrarle hasta qué punto es pecador, pero nada más. Eso, por supuesto, lo sabía Lutero, pero, más allá de las obras propias, de la ley de Dios, de los méritos personales que en nada compensan los pecados propios, ¿existe algún camino de salvación?
Próximo capítulo:
LA NECESIDAD DE LA REFORMA: la Reforma indispensable (XI): Un monje llamado Lutero (V): los primeros años (V): el mensaje de salvación
[1] Ángel Alcalá, Literatura…, p. 60.
[2] Idem, Ibidem, p. 61.
[3] TR I.146.12.
[4] J. Atkinson, Lutero…, p. 53.