Para remate, no pasaban de ser un escrito académico impulsado por razones de carácter pastoral. Sin embargo, la reacción que provocaron fue extraordinaria. Las tesis de Lutero fueron inmediatamente impresas y traducidas al alemán. Al cabo de unas semanas, habían experimentado varias reediciones y se habían difundido por toda Alemania. Sin embargo, en ese proceso nada tuvo que ver el agustino. En marzo de 1518, Lutero, tras examinar sus tesis impresas y traducidas, manifestó su pesar a Christopher Scheuerl, un amigo de Nuremberg. De haber sabido la difusión de que iban a disfrutar, señaló, las hubiera redactado de una manera más precisa. Lo cierto era que las había redactado para iniciar un debate sobre el tema, pero nadie había respondido a la invitación y, por añadidura, la cuestión se había difundido por toda Alemania. Ante una situación como ésa, Lutero consideró que lo mejor que podía hacer era escribir una explicación de sus tesis.
El texto – conocido como Resoluciones – fue enviado al obispo de Brandeburgo con una explicación sobre sus intenciones iniciales de provocar un debate público y sobre la manera en que todo se había desviado de esa intención inicial. Lutero continuaba insistiendo en que se discutiera públicamente la cuestión, pero también manifestaba que no había tenido la menor intención de actuar impertinentemente y que sometía “todo al juicio de la santa iglesia”. Incluso suplicaba que echara mano de la pluma y suprimiera lo que considerara oportuno. Lutero, lejos de ser un rebelde, era, según propia confesión, una persona tan sometida al pontífice que habría estado dispuesto a “asesinar – o al menos habría estado encantado de ver y ayudar a que se perpetrara el asesinato – a todos aquellos que no fueran obedientes y sumisos al papa, con que sólo me lo hubiera sugerido”. Es decir que era un católico como los de tantos siglos cegado éticamente por la institución a la que otorgaba toda legitimidad. Cuando se tiene todo esto en cuenta, llama la atención ver hasta qué punto la crisis podía haber concluido incluso antes de comenzar.
Si en ese preciso momento no vio su final un proceso apenas iniciado, se debió a aquellos que llegaron a la conclusión de que sus intereses, nada santos, por cierto, estaban amenazados. El primero fue – y resulta lógico – uno de los principales beneficiarios de la predicación de las indulgencias, es decir, Alberto de Maguncia. De manera inmediata, envió documentos a Roma con la petición de que se silenciara a Lutero. La respuesta – dada por otra de las partes especialmente beneficiadas en la predicación de las indulgencias – resultó positiva y no debería sorprender que así fuera. Así, en febrero de 1518, se entregaron órdenes en ese sentido a Gabriel Della Volta, promagistrado de la orden de los agustinos. De manera lógica, el mandato fue transmitido a Staupitz.
Sin embargo, la reacción más virulenta no procedió de la jerarquía alemana ni de Roma sino de la orden que se veía especialmente beneficiada por la predicación de las indulgencias. En buena medida, la conducta de los dominicos era previsible y no sólo porque fueran los encargados de anunciar la indulgencia sino porque ya desde hacía siglos eran los campeones de la ortodoxia y del absolutismo papal. Llegado el caso, no puede sorprender que optaran por defender al papa de lo que consideraban ataques peligrosos en lugar de escuchar para ver si había algo de verdad en las críticas formuladas. No se trataba de escuchar a ver si se podía aprender sino de reprimir a cualquiera que pareciera cuestionar el tinglado de influencias y beneficios existente desde hacía siglos. No faltan hoy en días personajes semejantes que, periódicamente, aparecen por este muro, pero es que la matriz sigue siendo la misma. Con seguridad, la suya no fue – ni es - la mejor opción, pero era coherente con una trayectoria secular. Así, en el capítulo sajón de los dominicos celebrado en enero de 1518 en Frankfurt del Oder, Wimpina y Tetzel propusieron una serie de contratesis y formalmente acusaron a Lutero de ser sospechoso de herejía. A estas alturas, resulta obvio que Tetzel podía condenar a Lutero, pero ni lejanamente se acercaba a refutarlo. No sólo eso. Incluso acentuó algunos de los disparates que había predicado con anterioridad. Si previamente Tetzel había anunciado que “tan pronto como la moneda suena en el cofre, el alma sale volando del purgatorio”, ahora indicó que la indulgencia era tan eficaz que la liberación del alma que padecía tormento tenía lugar “antes” de que llegara a sonar la moneda. En un arrebato de entusiasmo, Tetzel llegó a afirmar que la indulgencia podía absolver incluso a alguien que hubiera violado a la Virgen María. Seguramente, semejantes comentarios buscaban, en primer lugar, respaldar al papa, pero, con la distancia del tiempo, cabe preguntarse si un apoyo tan cerrado verdaderamente ayudaba, más allá del poder y el dinero, a la institución a la que pretendía defender. Por lo que a Lutero se refiere, resulta más que dudoso. De entrada, el agustino interpretó – y no se le puede culpar por ello - que había personajes dispuestos a todo con el único propósito de defender al papado, tuviera o no razón, y para ello recurrirían al exceso y a la calumnia. Por añadidura, aquella defensa resultaba tan cerrada y sin concesiones que le impulsó a examinar todo el edificio del papado en términos de análisis bíblico e histórico.
La Reforma indispensable (XVIII): Un monje llamado Lutero (XII): el giro