Jueves, 25 de Abril de 2024

La Reforma indispensable (XXX): El proceso Lutero (XI): La Dieta de Worms (I): los antecedentes

Domingo, 4 de Enero de 2015
La actividad de Lutero durante la segunda mitad del año 1520 había transcurrido en paralelo con toda una panoplia de acciones papales encaminadas a lograr su aniquilación. Además de Eck – que estaba horrorizado por el avance de las tesis de Lutero entre el pueblo de Alemania – el principal protagonista de ese empeño fue Aleandro. Su misión fundamental era convencer a Carlos, el nuevo emperador, de la necesidad de colaborar en esa tarea. Lo sucedido puede ser reconstruido con detalle.

El 31 de octubre de 1519, Carlos había enviado su primera carta a los Estados alemanes. Su intención era llegar a Aquisgrán, la capital de Carlomagno y lugar tradicional de la coronación imperial, y desde allí remontar el río Rhin hasta alcanzar Worms, donde tendría lugar la primera Dieta de su reinado.

El 20 de mayo de 1520, Carlos se embarcó en La Coruña rumbo a Amberes. La decisión de realizar el viaje por mar se debió a que el trayecto por barco resultaba más seguro que el terrestre a través de Francia. Al llegar a Amberes, Carlos se encontró con los enviados del papa. Mientras que el nuncio Caracciolo le solicitó su colaboración en una cruzada contra los turcos, Aleandro le pidió que descargara su poder sobre Lutero.

Influido por su confesor, el franciscano P. Glapion, Carlos no dudó en acceder a las peticiones de Aleandro. De momento, no podía hacer nada en Alemania al no haber sido coronado todavía, pero dictó un decreto ordenando la quema de los libros de Lutero en Flandes y Borgoña, sus territorios hereditarios. El 8 de octubre, se encendieron en Lovaina las primeras hogueras. Una semana después, sucedió lo mismo en Lieja. Se podrá decir lo que se quiera, pero la respuesta católica no podía ser más obvia: la hoguera.

El 23, tuvo lugar la coronación en la iglesia de los tres reyes magos. Inmediatamente, Aleandro volvió a solicitar la firma de un decreto imperial que permitiera iniciar la persecución contra Lutero y sus partidarios en Alemania. Sin embargo, los consejeros del emperador no estaban nada dispuestos a apoyar al nuncio papal. En su opinión, iniciar el reinado con un acto de fuerza sólo podría ser considerado un grave error.

Aleandro comenzó a comprender que su empresa no iba a resultar fácil. Como ya hemos señalado, la resistencia frente a la misión de Juan Eck era considerable. Lejos de ser popular, su tarea no dejó de verse obstaculizada. En septiembre, aún pudo enunciar la bula en Meissen, en Merseburgo y en Brandeburgo, pero la universidad de Leipzig – donde había sido derrotado por Lutero un año antes y donde él, falsa y pretenciosamente, se empeñaba en que se había alzado con la victoria – le cerró sus puertas. Eck envió después el documento desde Leipzig a Wittenberg a donde llegó el 3 de octubre. El rector, Pedro Burkhard no obedeció la orden de ponerlo en vigor valiéndose de un tecnicismo legal, el de que Eck no había respetado las normas de estilo. Y Wittenberg no fue una excepción. Erfurt, Torgau, Doblen, Friburgo, Magdeburgo, Viena… todas ellas se negaron a obedecer las órdenes contenidas en la bula. Incluso en Ingolstadt, en sus propios dominios, Eck chocó con enormes dificultades a la hora de imponer la voluntad del papa.

En esos momentos, Colonia se había convertido en la capital del imperio por unas semanas. En torno al nuevo emperador, se arremolinaron las figuras más diversas desde los nobles a los eclesiásticos pasando por los mercaderes y los eruditos como el gran Erasmo. El 29 de octubre, Aleandro llegó a la ciudad con la intención de que el emperador se decidiera, finalmente, por desencadenar la persecución contra Lutero y que en la empresa participara el elector Federico. Sin embargo, lo que encontró fue una hostilidad generalizada.

De entrada, el elector de Sajonia se negó a recibirlo al igual que a su colega Caracciolo. Sin embargo, los nuncios, en el cumplimiento de su misión, no estaban dispuestos a dejarse desanimar. El 4 de noviembre, mientras se celebraba la misa, se acercaron al elector y le entregaron una carta del papa y la bula, dejándole de manifiesto que no tenía otra salida que proceder a entregar a Lutero y ordenar la quema de sus libros. Para zanjar la cuestión, los nuncios le comunicaron que contaban con el respaldo del emperador y de los príncipes. Pero el elector no era hombre para dejarse doblegar con facilidad e informó a los nuncios de que una misa no era ni el lugar ni el momento para abordar ese tema.

Al día siguiente, el elector convocó a Erasmo para pedirle consejo. El veterano humanista reconoció que Lutero tenía razón en sus opiniones, pero, de manera un tanto cínica, añadió que había cometido dos errores graves, atacar la tiara del papa y el vientre de los monjes. En otras palabras, según el príncipe de los humanistas, Lutero no era un hereje, pero había sido un imprudente al cuestionar el inmenso poder del papa y los intereses materiales del clero. Si lo sabría Erasmo que en una carta dirigida a Juan Lang el 17 de octubre de 1518 había escrito:

 

“Veo en la monarquía del Sumo Sacerdote romano a la peste de la Cristiandad; los dominicos lo adulan constantemente de un modo vergonzoso. No sé si conviene tocar esta llaga abiertamente. Tendrían que hacerlo los príncipes, pero temo que éstos colaboren con el papa y se repartan el botín. No sé cómo se le ha ocurrido a Eck atacar de este modo a Lutero” (las palabras en cursivo aparecían en griego en el original precisamente para evitar complicaciones)

 

Erasmo prefería mantenerse al margen. Sin embargo, ni el elector ni Spalatino estaban dispuestos a perder una baza como la que representaba la opinión favorable de Erasmo. Así, lograron, finalmente, persuadirlo para que pusiera por escrito sus opiniones sobre Lutero. El resultado difícilmente puede ser más elocuente:

 

“Los buenos cristianos, los que tienen un espíritu verdaderamente evangélico, se sienten menos golpeados por los principios de Lutero que por el tono de la Bula del papa. Lutero está en su derecho al solicitar jueces imparciales. El mundo tiene sed de la verdad del Evangelio. Resulta injusto enfrentar tanto odio a unas aspiraciones que resultan tan encomiables. El emperador estaría muy mal inspirado si inaugurara su reino con medidas de rigor. El papa está más empeñado en promover sus propios intereses que la gloria de Jesucristo. Lutero todavía no ha sido refutado. El conflicto debería ser confiado a hombres capacitados, libres de toda sospecha. El emperador es un prisionero de los papistas y de los sofistas”.

 

Aquellos Axiomas resultaban claramente comprometedores – y, a la vez, reveladores del pensamiento de Erasmo – y por eso no sorprende que el humanista pretendiera que se le devolvieran por temor a las consecuencias. Spalatino comentaría irónicamente que semejante comportamiento era una muestra clara de la “valentía” con la que Erasmo defendía el Evangelio. El juicio era sarcástico, pero lo cierto es que se correspondía con la realidad. Erasmo era brillante, pero también cobarde y nada deseoso de perder la vida suntuosa de que disfrutaba. Finalmente, el texto fue devuelto al humanista, pero no antes de sacar una copia que se dio a la imprenta.

Aleandro, desde luego, no estaba dispuesto a permitir que Erasmo se sumara al partido de Lutero y no perdió tiempo a la hora de ordenarle que compareciera ante él. El nuncio le entregó entonces una copia de la bula de excomunión en un acto cargado de simbolismo. El humanista podía darse por enterado de lo que le esperaba si no sabía elegir bando, desde luego, pero, a la vez, quedaban de manifiesto las limitaciones de la Reforma que había propugnado Erasmo. Había sido un intento brillante, dotado de altura, acertado en no pocos de sus planteamientos, pero carente del valor indispensable y, sobre todo, de la fe en Cristo que caracterizaban, con todas sus limitaciones y fallos, al agustino Lutero.

Si Aleandro pensó que el camino había quedado allanado tras comprobar la falta de valor de Erasmo, no debió de tardar mucho en percatarse de que se trataba de una impresión apresurada. De entrada, el elector Federico partió de Colonia sin comprometerse a obedecer las órdenes papales. Por lo que a la ciudad se refería, Aleandro consiguió que se arrojaran a la hoguera los escritos de Lutero, pero ni el príncipe obispo, ni el capítulo, ni el consejo municipal ni la universidad quisieron colaborar en ello. Para colmo, al final, en una muestra añadida de desapego, al fuego no fueron a parar los escritos del agustino sino unos papeles sin valor.

Aquella negativa a someterse a la bula papal, por mucho que la respaldara el emperador, se repitió en Maguncia donde el verdugo rehusó obedecer al nuncio. Conocedor de la ley, se aferró al hecho de que sólo podía dar a las llamas lo que hubiera sido condenado por una sentencia judicial y ése, ciertamente, no era el caso. En este caso, el arzobispo se había dignado respaldar al nuncio, pero, al fin y a la postre, los estudiantes acabaron lanzando a la hoguera los textos de los enemigos del excomulgado.

Por si fuera poco, Aleandro no tardó en enterarse de que el día 10, en Wittenberg, los profesores habían quemado varios libros de derecho canónico y la bula de excomunión. A esas alturas, ni el clero, ni la nobleza, ni los humanistas, ni los estudiantes, ni siquiera el pueblo llano parecían dispuestos a someterse a la bula procedente de Roma. Obviamente, para los nuncios del papa la única posibilidad de acabar con el Caso Lutero consistía en contar con todo el apoyo del emperador.

El 28 de noviembre, el emperador llegó a Worms acompañado de la corte. También Aleandro se dirigió a ese mismo destino y no tardó en comprobar que no era querido en la ciudad. Su alojamiento estaba reservado, pero se le negó la entrada. Tras proponer incluso la entrega de un pago suplementario, Aleandro sólo consiguió alquilar una miserable habitación propiedad de un hombre demasiado pobre como para renunciar a unos ingresos suplementarios. Los siguientes días, marcados por el frío, la humedad y la suciedad, serían recordados por Aleandro con profunda amargura.

Quizá todo lo habría dado por bueno el nuncio si su misión hubiera progresado, pero sólo se encontró con una omnipresente hostilidad. De hecho, Aleandro se vio obligado a suspender los autos de fe en los que se quemaban los escritos de Lutero por el temor a las reacciones. Para colmo de males, el elector Federico había rogado al emperador que convocara a Lutero para comparecer ante la dieta y la petición había prosperado. Daba la impresión de que el poder temporal no se sometía al papal que ya había condenado a Lutero y que exigía la ejecución de la bula.

A decir verdad, Carlos no era un desobediente al papa. Simplemente, uno de los consejeros del emperador – Carlos Guillermo de Croy, señor de Chièvres, que dormía en el mismo aposento de Carlos – no estaba dispuesto a olvidar la manera en que León X había favorecido a Francisco I de Francia en contra de su señor cuando la corona imperial aún estaba en el aire. Se trataba de un comportamiento que el nuncio no podía aceptar. Fuera por las razones que fueran, Aleandro era consciente de las graves consecuencias que podía tener el hecho de que el emperador diera inicio a su reinado pasando por alto las órdenes del papa. Resultaba, por lo tanto, obligado conseguir un edicto del gobierno que decretara la aplicación pública de la bula.

Esta vez, el empeño de Aleandro no concluyó en fracaso. De hecho, logró convencer a Chièvres y a Gattinara de que Lutero no podía comparecer ante la dieta sin haberse retractado previamente y de que incluso en ese caso lo mejor sería que no se presentara en Worms por la mala imagen que podía recaer sobre la ciudad. Por si fuera poco, el Elector envió una carta Carlos en la que reclamaba que Lutero fuera examinado por jueces imparciales y que se detuviera la quema de libros si no contaba con la anuencia del emperador. Podía pensarse que el Elector estaba dando marcha atrás y Aleandro aprovechó la ocasión para solicitar que la bula se convirtiera en una ley imperial que contara con una aplicación inmediata. El 29 de diciembre, el consejo permanente de representantes de los estados alemanes aprobó la petición del nuncio. Sólo quedaba ya por estampar el sello del archicanciller, y el consentimiento del arzobispo de Maguncia y del Elector Federico y el Caso Lutero quedaría zanjado.

Animado por sus últimos avances, Aleandro redactó las instrucciones que dos emisarios suyos debían llevar al Elector en nombre del consejo permanente. Se trataba de una enumeración exhaustiva de razones para que, de una vez, entregara a Lutero. La misión de los enviados de Aleandro consistía en hablar a solas con el príncipe evitando la presencia de sus consejeros y convencerle de que la única salida coherente con sus antepasados y con su propia trayectoria personal era sofocar la rebelión y la división creada por Lutero. La obediencia del Elector, según Aleandro, no sólo era una conducta indispensable desde la perspectiva religiosa sino también de la social, ya que ¿a dónde llegaría la sociedad si, siguiendo el ejemplo del monje Lutero que cuestionaba el comportamiento del papa, los inferiores se permitían criticar a los superiores? Aleandro no negaba que hubiera habido malos papas, pero, a fin de cuentas, habían sido papas también los que habían coronado emperador a Carlomagno y luego habían concedido la elección imperial a los alemanes. Si no se aceptaba esa autoridad, resultaba imposible sostener la existencia del emperador, del imperio y, por supuesto, de los príncipes electores como el mismo Federico. Los enviados del papa debían además insistir en que no era permisible conceder una disputa a Lutero sobre las ceremonias y la fe católica; en que además no existían jueces para la misma y en que la convocatoria de un concilio no era ni eficaz ni razonable, sino muy peligrosa para quien la solicitara. Lutero tenía que retractarse o atenerse a las consecuencias y, al respecto, el príncipe no debía temer la reacción del pueblo porque éste tenía que limitarse a obedecer a sus superiores. Por supuesto, no debía comparecer en Worms porque no se juzgaba a una persona sino a una serie de doctrinas heréticas y su presencia sólo serviría para complicar la situación.

Aleandro incidía en la misma conducta que había caracterizado a la Santa Sede durante los años anteriores. Lutero no tenía el menor derecho a ser escuchado sino que debía retractarse sin condiciones. El no hacerlo se traduciría en que el poder temporal lo arrojaría a las llamas al igual que ya sucedía con sus libros. Al argumentar de esa manera, volvía a incurrir en un error de trágicas consecuencias. A esas alturas, la opinión pública en Alemania sostenía que la doctrina incriminada tenía todo el derecho a ser defendida y que su mejor paladín era precisamente el hombre que no había dudado en arriesgar todo, incluida la vida, en defensa del Evangelio. Y entonces, una vez más, las circunstancias experimentaron un cambio inesperado.

El 5 de enero, el Elector llegó a Worms antes de que la delegación estuviera preparada y de que el archicanciller entregara el edicto de ejecución. Inmediatamente, Federico pidió explicaciones al emperador. No era de recibo que Carlos anulara una gracia concedida a uno de los electores por mucho que se lo hubiera solicitado el nuncio. Desde luego, no sería la mejor manera de comenzar un reinado. Carlos, finalmente, accedió a la petición del Elector. Lutero sería escuchado ante la Dieta y gozaría de un salvoconducto que garantizara que contra él no se emplearía la fuerza.

Próxima semana: La Reforma indispensable (XXXI): El proceso Lutero (X): La Dieta de Worms (II): Lutero ante la Dieta

 

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