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Un monje llamado Lutero (IX): el sacramento de la penitencia

Domingo, 28 de Septiembre de 2014

El segundo desarrollo fue la conversión de la penitencia en un sacramento. Ya hemos señalado antes como la confesión pública ante la comunidad acabó, con el paso de los siglos, siendo sustituida por otra privada ante el sacerdote. De la misma manera, la secuencia de pesar por el pecado, confesión y absolución se convirtió en dolor por el pecado, confesión, satisfacción y absolución y, finalmente, en dolor, confesión, absolución y satisfacción.

En esa evolución, se enseñó que la culpa y el castigo eterno en el infierno eran evitados por la absolución, pero que el castigo temporal derivado del pecado tenía que ser pagado por el pecador antes de entrar en el cielo. Ese castigo temporal podía ser en esta vida o después de la muerte. La penitencia impuesta por el sacerdote se convirtió en el equivalente del castigo temporal, pero si el cumplimiento no era exacto, las penas tendrían que ser completadas en el purgatorio. Llegados a ese punto, la conexión con el sistema de las indulgencias caía de su peso ya que permitía evitar la pena temporal del Purgatorio.

El tercer desarrollo fue la distinción entre atrición y contrición. Hasta el siglo XIII, la creencia común era que Dios exigía para el perdón de los pecados la contrición, es decir, el dolor que nace del amor. Sin embargo, en esa época los teólogos comenzaron a señalar que el dolor causado por la atrición, es decir, el miedo al castigo podía sustituir a la contrición siempre que estuviera vinculada a la disciplina eclesiástica y al sacramento. El dolor, por lo tanto, que producía el pavor al infierno podía ser suficiente para obtener el perdón. Semejante tesis no fue enseñada de manera generalizada, pero la propugnaban los escotistas y los vendedores de indulgencias y gozó – y es lógico que así fuera – de un notable predicamento.

Por otro lado, y no se trataba ciertamente de un problema menor, como sucedía con otro tipo de ventas, la de indulgencias también utilizaba recursos propagandísticos extraordinarios. Sus vendedores afirmaban, por ejemplo, que apenas sonaban en el platillo las monedas con las que se habían comprado las indulgencias, el alma prisionera en el purgatorio volaba libre hasta el cielo. Además dado que semejante beneficio podía adquirirse no sólo para uno mismo sino también para otros, no pocas familias dedicaban una parte de sus recursos a beneficiar a sus seres queridos ya difuntos que, supuestamente, padecían en el purgatorio.

Se piense lo que se piense del curso posterior de los acontecimientos, lo cierto es que aquel episodio constituía un verdadero escándalo moral y no resulta extraño que llamara la atención de Lutero, tanto más si se tiene en cuenta su experiencia pastoral y, de manera muy especial, el desarrollo de una teología en la que Dios entrega todo gratuitamente al pecador en la cruz de Cristo esperando de éste que se vuelva para recibirlo. Entre esa concepción de honda raigambre paulina y la compraventa de beneficios espirituales mediaba obviamente un abismo.

Dar tal paso implicaba no escaso riesgo para Lutero. Ciertamente, se había expresado en público alguna vez sobre el tema de las indulgencias, pero no podía pasarse por alto el hecho de que Federico el sabio, el príncipe del que dependía, contaba con una extraordinaria colección de reliquias que no había dejado de crecer en los años anteriores. Si en 1509, la colección del elector se encontraba en cinco mil reliquias; en 1518, había aumentado a 17.443 reliquias, incluyendo 204 pedazos y un cuerpo entero de los Santos inocentes. A estas reliquias se hallaba vinculada una indulgencia de 127.799 años y 116 días.

CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (XVI): Un monje llamado Lutero (X): la disputa sobre las indulgencias