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El Elogio de la locura

Miércoles, 15 de Abril de 2020

En 1511, se publicó un librito redactado por Erasmo de Rotterdam mientras pasaba unos días en casa de Tomás Moro, en Inglaterra.  Se titulaba Elogio de la locura

Erasmo era un sujeto peculiar.  Hijo bastardo de un sacerdote, se ordenó siendo jovencito, pero aborrecía el estado clerical – con seguridad porque lo conocía a fondo – e hizo todo lo posible hasta que se vio libre de vivir como clérigo.  Dotado de una notable erudición, publicó el texto griego del Nuevo Testamento que serviría de base a todas las grandes traducciones de la Biblia del siglo XVI, se adentró en la patrística y, de manera especial, intentó purificar espiritualmente a una iglesia católica que sabía corrompida hasta la médula.  Erasmo – que enviaba retratos a los que lo invitaban a enseñar para que se dieran cuenta de lo que podían costar sus servicios – era consciente de que la iglesia católica necesitaba una reforma y que ésa sólo podía venir de un regreso a las Escrituras y no de repetir como si fuera un mantra las afirmaciones del catolicismo medieval.  Su libro más popular fue el Elogio de la locura porque, valiéndose de una idea ya flotante en el ambiente, la locura, la estupidez, la necedad hablaba y apuntaba a lo que estaba podrido.  Astuto como era, Erasmo, por supuesto, se libraba mucho de decir lo que pensaba y simplemente sacaba a la locura a pasear.  Erasmo no dejó títere con cabeza en esta obra.  Fustigó la necedad de las guerras (c. 23), de los que se consideran sabios y son unos mentecatos (c. 24), de la superstición (c. 40) entre la que incluía la creencia en el purgatorio, la prédica de las indulgencias, el culto a los santos y a María;  de el culto a las imágenes (c. 47); de los editores (c. 50); de los teólogos (c. 53) que enseñaban disparates como la doctrina de la transubstanciación o la creencia en que María no tuvo pecado; de los religiosos y monjes (c. 54); o incluso de los obispos (c. 57) – que, según Erasmo, sólo pensaban en atrapar dinero – o los mismos papas (c. 59) a los que definió como los enemigos más encarnizados de la Iglesia.  Erasmo – que antes que Lutero se definió como un defensor de la tesis de la justificación por la fe y no por las obras – siempre supo donde estaba la razón y que ésta no se hallaba ni de lejos en una institución tan pervertida como la iglesia de Roma.  Pero tampoco era tan imprudente como para desear acabar en la hoguera y, por eso, permitió que fuera la locura o necedad la que hablara por él.

En un momento determinado, Carlos V preguntó a Erasmo que opinaba de Lutero.  Erasmo le contestó que Lutero tenía razón, pero que había cometido dos errores: atacar la tiara de los papas y la panza de los frailes.  Al cuestionar las posibilidades de enriquecimiento del clero y el poder inmenso del papado, Lutero había cometido un inmenso error ya que irían a por él.  Sin embargo, es dudoso que la conducta de Lutero fuera un error.  Más bien habría que decir que Erasmo fue un optimista o quizá peor un cobarde.  Pensó que con sus ideas esparcidas entre las élites pensantes de la iglesia católica – una mínima proporción de los católicos – todo iría cambiando sin problemas con el paso del tiempo.  Se equivocó gravemente.  Ciertamente, contra él no se fulminaron bulas de excomunión ni lo persiguieron, pero en apenas unos años sus seguidores se vieron colocados fuera de la ley e incluso ejecutados.  Muchos de ellos – como el extraordinario Juan de Valdés – dieron el único paso consecuente: abandonaron una organización corrompida que predicaba doctrinas de hombres en lugar de la enseñanza del Nuevo Testamento y se pasaron al bando de la Reforma.  Al fin y a la postre, el programa de Erasmo fracasó, pero no podía pasar otra cosa mientras existiera la panza de los frailes y la tiara de los papas.  Nada ha cambiado en estos cinco siglos y precisamente por ello merece la pena leer el Elogio de la locura.  Al fin y a la postre, las corrupciones de entonces siguen existiendo… y además se han ido sumando otras nuevas.