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El final de la Historia

Domingo, 5 de Junio de 2016
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LA IDEOLOGÍA DEL JUDEO-CRISTIANISMO EN EL ISRAEL DEL SIGLO I (XXII): LA ESCATOLOGÍA (V): El final de la Historia

Como hemos podido ver, el judeo-cristianismo afincado en Israel compartía con el judaismo una visión de la Historia fundamentalmente lineal, que había tenido un inicio en el pasado, que en el mismo se hacía receptora de hechos de enorme trascendencia, que podía proporcionar claves para interpretar el presente y que se consumaría en un proceso definido de conclusión al final de los tiempos. El esquema en sí, insistamos en ello, no era original porque muestra enormes coincidencias con otras visiones judías como la de los sectarios de Qumrán o los fariseos. Sí era muy específica, como veremos, la concretización de esta visión.

En Hechos, esta misión parece revestir una tremenda sencillez. Jesús volverá otra vez y su regreso significará la recompensa de sus fieles y el castigo de sus oponentes o, dicho en otras palabras, la restauración del reino de Israel (Hch. 1, 6), en el que los gentiles que creen en Jesús entrarán en pie de igualdad (Hch. 15). Ligadas a estas ideas aparecen las creencias en la resurrección general y en el juicio de vivos y muertos (Hch. 10, 40 y ss.). El texto de Hch. 7, 55-60 muestra que existía asimismo la creencia en que aquel que moría creyendo en Jesús era ya recibido por éste en el momento de su muerte, algo que cuenta con paralelos en el pensamiento paulino como, por ejemplo, Flp. 1, 21 y ss.

En Santiago, aún nos encontramos con referencias más someras. Jesús vendrá y con ello se producirá una situación de juicio, tras la cual los discípulos serán recompensados y los incrédulos castigados. Del versículo 6 del capítulo 3, donde se menciona la Gehenna, se desprende también la existencia de una fe en la supervivencia tras la muerte y previa a la resurrección, como sucedía, por ejemplo, con los fariseos.[1]

Apocalipsis presenta ya un cuadro escatológico más elaborado en el que existen referencias al retomo de Jesús (c. 19) y donde, al igual que en Hch. 7, se da por supuesto que los muertos en la fe no se hallan inconscientes, sino en la presencia de Dios esperando que Éste ejecute sus juicios (6, 9 y ss.). Con todo, aparecen elementos que implican una cierta peculiaridad.

El primero es el desdoblamiento —que no aparece en otras partes del Nuevo Testamento— de la resurrección en una referida a los mártires y situada antes del milenio (20, 4-5) y otra general al término del mismo (20, 11 y ss.). El segundo es la referencia al milenio, contenida en el capítulo 20, como espacio temporal entre el retorno de Jesús y la definitiva eliminación, castigados eternamente en el lago de fuego y azufre (20, 10-15), de los enemigos de Dios y la creación de un nuevo orden cósmico (c. 21, 1-22, 5). Que este milenio fue considerado por las generaciones siguientes como literal es algo que no puede ponerse en duda,[1] como también resulta establecido que tal idea tenía antecedentes en el judaismo.[1]

Es, desde luego, muy posible precisamente por su expansión ulterior, que tal visión fuera compartida por el resto del judeo-cristianismo . De hecho, los «tiempos de refrigerio» de Hch. 3, 21 podrían ser un paralelo a esta idea, aunque tal posibilidad no es segura en grado absoluto.[1]

No obstante, como ya indicamos, la escatología del Apocalipsis no apunta exclusivamente a un futuro lejano. A decir verdad, se centra en su mayoría en un juicio próximo, el de la Jerusalén apóstata (Babilonia la grande), tras «gran tribulación» (Ap. 7, 9 y ss.), semejante a la descrita por Jesús en los denominados «Apocalipsis sinópticos».[1] En contra de lo que suele pensarse, al autor del Apocalipsis parece mucho más interesado en el juicio que caerá dentro de poco sobre sus compatriotas que el que afectará a la Humanidad en su conjunto al final de los tiempos, aunque también se refiera a éste.

En términos generales, podemos, pues, decir que el judeo-cristianismo afincado en Israel contemplaba el devenir de los hechos futuros en tomo al siguiente esquema:

1. Los creyentes que morían marchaban desde el momento de su fallecimiento al lado de Jesús.

2. Retomo de Jesús como juez y recompensador.

3. Resurrección de justos e injustos y juicio sobre los incrédulos y castigo de los mismos. (El orden de estos eventos no resulta claro, por ejemplo, a tenor de lo señalado en relación con Ap. 20.)

4. Restauración de todas las cosas.

El autor de Apocalipsis parece situar entre los puntos 2 y 3 un milenio, y antes de los puntos 3 y 4 intentos fallidos de Satanás encaminados a destruir a los fíeles de Dios. Al mismo tiempo, la resurrección se desdobla en dos períodos separados por el milenio. A nuestro juicio, resulta altamente probable que el resto de los judeo-cristianos aceptara la posibilidad de un período de persecución antes del punto 2 e incluso que el origen de esa creencia se pueda retrotraer a Jesús, pero en cuanto a las otras peculiaridades no tenemos ningún dato que indique que las mismas fueran compartidas, aunque sí resulta indiscutible que se hallaban fuertemente enraizadas en todo el cristianismo a finales del siglo I e inicios del II.

El judeo-cristianismo de la Diáspora parece haber compartido sustancialmente el mismo esquema. En Heb. 9, 27 ya se indica que inmediatamente tras la muerte, la persona es enfrentada con su destino eterno, y se contempla la tesis del retomo de Jesús (9, 28), así como la de un «reino inconmovible» ligado al mismo (12, 25 y ss.).

La primera carta de Pedro se refiere también al retomo de Jesús (4, 7), que estará ligado al premio de los fieles (5, 4), y parece contener asimismo referencias a la tribulación previa a estos hechos (5, 10) y a la esperanza celestial (1, 3-5) vinculada a ellos.

La segunda carta de Pedro dedica buena parte de su extensión a anunciar el castigo final de los impíos (2, 9 y ss.; 3, 7), así como el premio de los discípulos (1, 16 y ss.; 3), algo que se desarrollará en un marco de desastre cósmico —que presenta paralelos con el final del Apocalipsis— vinculado a la venida de Jesús.

La misma idea de retorno de Jesús aparece en los escritos joánicos (Jn. 14, 2 y ss.), al igual que la de resurrección de justos e injustos (Jn. 5, 28 y ss.) y del día del juicio (1 Jn. 4, 17). Esos principios escatológicos, como en el judeo-cristianismo, aparecen ya decididos desde el presente (Jn. 5, 24; 1 Jn. 5, 11-2, etc.). En 1 Jn. 2, 18 aparece además una enseñanza específica en relación con el tema del anticristo, que no es identificado —como vulgarmente se piensa— con un personaje concreto, sino con una tendencia teológica ya existente en el siglo I.

 

En cuanto al paulinismo, éste parece haber seguido, en términos generales, un esquema escatológico que no sólo coincide con el del judeo-cristianismo afincado en Israel, sino también con otros derivados del judaismo. Es obvia su creencia en la resurrección final (1 Cor. 15), en el hecho de que el creyente difunto ya disfruta de la compañía de Cristo (2 Cor. 5, 1 y ss.; Flp. 1, 21-3), en la Parusía (1 y 2 Tes.), quizá —sólo quizá— en un reinado intermedio al estilo del milenio de Apocalipsis 20 (1 Cor. 15, 23 y ss.) y, desde luego, en un Hombre de pecado que ya está actuando y que parece más fácil de identificar con una visión teológica —incluso con una institución— que con un personaje individual (2 Tes. 2, 1-12). En cuanto a su fe en una restauración universal de Israel tras la conversión de los gentiles, ésta parece haber sido claramente original y quizá pudo brotar de alguna experiencia pneumática (Rom. 11, 25 y ss.). Desde luego, no parecen existir paralelismos en otros escritos cristianos de la época.

Salvo en ese aspecto concreto, puede decirse, pues, que el germen escatológico que animó al cristianismo primitivo —no sólo durante el siglo I— fue fundamentalmente el creado por el judeo- cristianismo afincado en Israel. A él pertenecen todas las categorías de descripción de las realidades últimas (salvo, paradójicamente, la de la conversión final de los judíos de la que no tenemos noticia en sus fuentes), que sólo serían descartadas, en parte, siglos después al variar sustancialmente las coordenadas en que se movía el cristianismo (en este sentido, el abandono de la creencia en un reino milenario no deja de estar preñada de significado) y que, incluso, con el paso de los siglos se verían sustituidas por otras ajenas a las corrientes en los orígenes del movimiento.[1]

Del estudio de las fuentes se desprende que la visión ideológica —y con ello la vida— del judeo-cristianismo asentado en Israel contaba con una serie de notas claramente definidas. En primer lugar, su interpretación de la realidad pasada, presente y futura era medularmente religiosa y recurría a categorías religiosas. Con ello, no hacía sino compartir una óptica común a otros colectivos insertos en el judaismo del período como eran los fariseos, los sectarios de Qumrán o los zelotes. Como ha señalado muy acertadamente M. Hengel,[1] la causa de los levantamientos judíos del 66 y del 132 sólo erróneamente puede atribuirse de manera exclusiva o principal a motivos sociales o económicos. Su causa fundamental era religiosa y la existencia de ejemplos similares en los siglos posteriores, e incluso en la actualidad, debería, mutatis mutandis, hacemos reflexionar sobre la exactitud de esta tesis. El judeo-cristianismo afincado en Israel partía de una ideología religiosa y a la luz de la misma se comportaba en su entorno y lo interpretaba.

 

En esta interpretación medularmente religiosa tenían un papel fundamental una serie de categorías específicas del movimiento, que definían al mismo con relación y por oposición a otros. No eran originales en la medida en que también se daban otras paralelas en movimientos judíos del período (v. g.: para los sectarios de Qumrán, la separación del sacerdocio jerosilimitano o la aparición del Maestro de Justicia también eran categorías de distinción esenciales). Pero sí resultaban específicos e inconfundibles en la concreción de los mismos. Estas categorías eran, fundamentalmente, su especial visión de la muerte de Jesús, su creencia en la resurrección del mismo que garantizaba la de todos al final de los tiempos, la convicción de estar inmersos en una realidad que aparecía preñada de realidades pneumatológicas y su confianza en que el mismo Jesús regresaría para recompensar a los que creían en él, castigar a los incrédulos e instaurar los tiempos mesiánicos. Este conjunto de creencias constituía el tamiz a través del cual se filtraba la realidad y la forma en la que ésta era abordada.

Los resultados eran asimismo evidentes y hemos ido desgranándolos en las entregas anteriores. Por un lado, se hallaba la centralidad de los fenómenos pneumatológicos, por otro, la urgencia del llamamiento a aceptar el mensaje de Jesús antes de que viniera con la misión de dictar juicio. De ambos emanaban pautas de comportamiento, dotadas de un evidente radicalismo ético, que iban desde el poco duradero régimen de comunidad de bienes en Jerusalén al comportamiento no violento frente al poder establecido, lo que perduraría durante siglos. A partir de esas pautas, se adoptaba una visión de la Torah que llamaba a los otros judíos a aceptar a Jesús como Mesías y Señor, pero que, a la vez, hacía extensible la esperanza a los gentiles en un pie de igualdad impensable en el judaismo.

Como nervio de toda aquella visión se articulaba una esperanza que se proyectaba vigorosamente hacia el futuro. Era la esperanza, nacida de las mismas Escrituras judías, en una venida gloriosa del Mesías, en la instauración definitiva del Reino de Dios y en la resurrección universal. Aquellos parámetros se deformarían irremisiblemente no tanto con el asentamiento del cristianismo en el mundo gentil como con la desaparición de la esperanza escatológica y, fundamentalmente, con la sustitución de ésta por posturas de mayor apego al poder político a partir del siglo IV. Desde entonces, la visión ideológica del judeo-cristianismo asentado en Israel quedaría limitada a grupos reducidos y minoritarios llamados a desaparecer, pero ese tema excede ya los límites de nuestro análisis.

 

CONTINUARÁ