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La composición económico-social del judeo-cristianismo en el Israel del siglo I (I)

Domingo, 11 de Octubre de 2015

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LA COMPOSICIÓN ECONÓMICO-SOCIAL DEL JUDEO-CRISTIANISMO EN EL ISRAEL DEL SIGLO I (I): Las clases altas y medias 

Carecemos de los datos suficientes como para poder establecer un esquema exhaustivo de lo que fue la composición económico-social del judeo-cristianismo en Israel durante el siglo I. Aun así, no deja de ser obvio que poseemos un cierto número de referencias en relación con esta cuestión y que estas mismas nos permiten esbozarla al menos en cuanto a sus líneas generales se refiere. En las páginas siguientes, abordaremos primero el tema del encuadre de los distintos componentes de la comunidad desde una perspectiva económica y, posteriormente, nos referiremos a los distintos grupos sociales representados. Como tendremos ocasión de ver, tales clasificaciones se entrecruzan no pocas veces con factores de división religiosa. Este aspecto es propio del judaísmo del Segundo Templo —aunque no sólo de él— y contribuye a aumentar el factor conjetural de cualquier intento de reconstrucción, algo, por otra parte, inevitable si tenemos en cuenta el carácter fragmentario de las fuentes.

 

La composición económica (I):[ii] las clases altas

Las fuentes han dejado constancia diversa de que el panorama de las clases altas era relativamente diversificado en el período sobre el que discurrieron los primeros tiempos del judeo-cristianismo del siglo I en Israel. En el primer lugar se hallaba la corte. En relación con ella, debe señalarse que la forma de gobierno iniciada por la dinastía de Herodes tuvo como consecuencia el desarrollo de un tren de vida auténticamente fastuoso, tanto que ni Herodes ni Agripa I fueron realmente capaces de sufragar sus propios gastos.

Tras los miembros de la corte, se hallaba situada una clase a cuyos componentes podríamos denominar ricos en un sentido general. Sus ingresos, en buena medida, procedían de la tenencia de tierras a las que, no pocas veces, caracterizaba un absentismo total.[iii] Constituían signos externos claros de pertenecer a este segmento social tanto la pompa relacionada con la celebración de fiestas (Lam. Rab. sobre 4, 2) como la práctica de la poligamia.[iv]No obstante, el último aspecto distó de estar generalizado, muy posiblemente porque las exigencias económicas de las mujeres de la clase alta resultaban fabulosas. Los ejemplos que nos proporcionan las fuentes acerca de este último extremo son realmente impresionantes. Sabemos, por ejemplo, que había un canon establecido, el diezmo de la dote (Ket. 66b), destinado a gastos de tipo suntuario como los perfumes (Yoma 39b), los aderezos (Yoma 25), las dentaduras postizas cuyo refuerzo consistía en hilos de oro y plata (Shab. 6, 5), etc. Hasta qué punto esto era considerado como un derecho y no como un lujo, lo podemos ver en casos como el de la hija de Naqdemón (¿el Nicodemo del Cuarto Evangelio?), que maldijo a los doctores porque, cuando fijaron su pensión de viudedad, sólo destinaron cuatrocientos denarios de oro a gastos de este tipo (Ket. 66b; Lam. Rab. 1, 51 sobre 1, 16).

A esta clase adinerada pertenecían no sólo los terratenientes, sino también los hombres de negocios más importantes, los grandes recaudadores de impuestos, los rentistas y la nobleza sacerdotal. El oficio de sumo sacerdote, por ejemplo, ya exigía contar de por sí con un caudal considerable. En no pocas ocasiones, el puesto se obtenía simoníacamente (2 Mac. 4, 7-10, 24, 32; Yeb. 61a), pero, en cualquier caso, algunas de sus obligaciones —como la de pagar las víctimas del Yom Kippur— resultaban considerablemente caras (Ant. III, 10, 3; Lv. 16, 3). Ciertamente, no sorprende que el gasto y la opulencia desembocaran irremisiblemente en la corrupción y el nepotismo. Así, fue común que se aprovecharan de ser administradores del tesoro del Templo para cubrir las plazas de tesoreros con parientes (Pes. 57a bar; Tos. Men. 13, 21). Era común asimismo que contaran con propiedades (bar. Yoma 35b; Lam. R. 2, 5). Capítulo especial en esta cadena de corruptelas era el constituido por la venta de animales para los sacrificios en el Templo de Jerusalén. Por si fuera poco, llegado el caso de engrosar sus beneficios, tampoco se echaron atrás en la utilización de la violencia más opresiva (Pes. 57a bar; Josefo, Vida XXXIX; Ant. XX, 8, 8).

La penetración del judeo-cristianismo en este sector social debió de ser muy limitada. Nicodemo fue discípulo de Jesús (Jn. 7, 50; 3, 1) y proporcionó para su enterramiento cien libras romanas de mirra y áloe (Jn. 19, 39). No sabemos, sin embargo, que después siguiera unido al grupo de los discípulos. Desde luego, las fuentes no vuelven a mencionarlo. Casos parecidos son los de Zaqueo y José de Arimatea. El primero fue un jefe de publicanos (Lc. 19, 2) que no gozaba de especial popularidad (Lc. 19, 3) y al que el contacto con Jesús produjo un considerable impacto (Lc. 19, 8). El segundo es presentado por Mc. 15, 43 como eysjemon, un término que en los papiros se usa para designar a los hacendados ricos.[v] Al parecer, se trataba de un personaje acaudalado (Mt. 27, 57), propietario de un huerto con un panteón familiar excavado en la roca situado al norte de Jerusalén (Jn. 19, 41; 20, 15). Dado que había sido excavado recientemente, es muy posible que su familia llevara poco tiempo en Jerusalén y que entonces sus propiedades se encontraran en otro lugar. Como sucede con Nicodemo , no tenemos noticias de que siguiera posteriormente vinculado al judeo-cristianismo.

Un caso más difícil de enmarcar es el del «Discípulo Amado» al que se refiere el Cuarto Evangelio. Si lo identificamos con Juan, el de Zebedeo, resulta obvio que no se trataba de una persona rica aunque sí perteneciente a una clase media acomodada. Pero si se rechaza tal identificación, cabría la posibilidad de que nos encontráramos ante un miembro de la clase rica —quizá incluso de la familia de los altos sacerdotes (Jn. 18, 10)— que sí perteneció posteriormente al grupo de seguidores de Jesús. Lamentablemente, el material que ha llegado hasta nosotros no nos permite, si rechazamos identificarlo con Juan el de Zebedeo, sino hacer conjeturas sobre su identidad.

Terreno más seguro es el que pisamos al referimos a otros personajes como las mujeres (Lc. 8, 1-3) que seguían a Jesús. Al parecer, habían sido objeto de alguna curación física o liberación demoníaca por parte de aquél. Entre ellas, se hallaban tanto Juana, la mujer de Juza o Chuza, intendente de Herodes; María Magdalena, Susana y «otras muchas que le servían de sus bienes». De esta descripción se desprende que algunas pertenecían a una clase acomodada, pero desconocemos la vinculación posterior con el movimiento. Pudiera ser también que María, la madre de Juan Marcos, perteneciera a este grupo de mujeres, así como al estrato superior de la sociedad. Sabemos que tenía una casa en Jerusalén (Hch. 12, 12) y los datos sobre ella hacen pensar que se trataba de un edificio espacioso (Hch. 1, 13 y ss.).

Existe, finalmente, otro dato relacionado con la presencia de miembros de las clases altas en el seno del judeo-cristianismo. Nos referimos a Sant. 2, 1 y ss., donde se habla de cómo hay gente provista de ropa suntuosa y de anillo de oro que visita las reuniones —literalmente la sinagoga— de los judeo-cristianos. La llegada de personajes de ese tipo provocaba al parecer una atracción que Santiago juzgaba insana y que atacó con rotunda firmeza. Pasajes como el de 4, 13 y ss. parecen poner de manifiesto que, muy posiblemente, había también hombres de negocios en el seno del movimiento, pero que Santiago temía su comportamiento soberbio derivado de un exceso de seguridad en el día de mañana.

En conjunto podemos señalar que existen datos relacionados con tres hombres (y un número indeterminado de mujeres) que pertenecían a la clase alta y que mantuvieron cierta relación con Jesús. No obstante, no tenemos referencias que nos permitan colegir si, con posterioridad a la muerte de aquél, todos se mantuvieron ligados al judeo-cristianismo. Otros dos personajes —María, la madre de Juan Marcos, y el Discípulo Amado, si no era Juan el de Zebedeo— pudieron quizá pertenecer a la clase alta y, desde luego, siguieron vinculados al grupo de los discípulos. Finalmente, hubo personas ricas —más específicamente parece que se trataba de hombres de negocios— que asistieron a reuniones de la comunidad judeo-cristiana palestina. No obstante, no sabemos si llegaron a integrarse en la misma. De hecho, la carta de Santiago indica que su presencia ocasionaba algunas tensiones, entre las que destaca el pecado de parcialidad al que se veían tentados algunos miembros.

 

La composición económica (II): las clases medias

Aunque algunos enfoques —no pocas veces ideológicamente interesados— han pretendido dividir la sociedad judía de esta época en sólo dos clases; lo cierto es que está muy bien documentada la existencia de diversas clases medias en su seno. Su composición era multiforme. Así nos encontramos con pequeños comerciantes, poseedores de alguna tienda en un bazar; artesanos, propietarios de sus talleres; personas dedicadas al hospedaje o relacionadas con el mismo; empleados y obreros del Templo —que, en términos generales y partiendo de un nivel comparativo, estaban bien remunerados— y sacerdotes no pertenecientes a las clases altas.

Todo hace indicar que buen número de los judeo-cristianos en el Israel del siglo I procedían de este segmento de la sociedad. Los sacerdotes a los que se hace referencia en Hch. 6, 7 correspondían, desde luego, a este entorno, al igual que el levita Bernabé (Hch. 4, 36-37), los fariseos conversos (Hch. 15, 5; 26, 5) y también el Discípulo Amado si se le identifica con Juan el de Zebedeo. Los primeros discípulos de Jesús, sin duda, pertenecían también a este sector de clases medias. Los hijos de Zebedeo contaban, según las fuentes, con asalariados (Mc. 1, 19-20 y par.); Leví había pertenecido al grupo de los publicanos (Mc. 2, 13 y ss. y par.); y Pedro tenía un negocio de pesca que explotaba a medias con su hermano y que le permitía tener una casa (Mc. 1, 16 y ss.; 1, 29-31) y, por lo que sabemos, entre la muerte de Jesús y Pentecostés volvió a ocuparse de esta actividad (Jn. 21, 1 y ss.).

Quizá también a esta clase media pertenecieron —si no eran de la alta— la madre de Juan Marcos (Hch. 12, 12), Ananías y Safira (Hch. 5, 1 y ss.), los que enajenaron sus bienes para entregar el producto al fondo de la comunidad (Hch. 2, 45; 4, 34) y los que los conservaron, como por ejemplo, las casas donde tenían lugar las reuniones (Hch. 5, 42). La misma familia de Jesús podría encuadrarse en este sector, aunque legalmente se les considerara pobres a efectos del cumplimiento de ciertos preceptos de la Torah. Prueba de ello es que un pariente de Jesús, seguidor de él y del que nos habla Eusebio (HE III, 20, 2), poseyó en un período situado entre los años setenta y noventa del siglo I propiedades censables en nueve mil denarios. De la misma manera, parece razonable incluir en este sector a algunos de los helenistas, sobre los que trataremos algo más adelante.

 

CONTINUARÁ

Hemos tratado en parte este tema con anterioridad en P. Fernández Uriel y C. Vidal, «Anavim…», cap. cit.

[ii] Sobre este aspecto, véanse J. Jeremias, Jerusalén…, ob. cit., pp. 105 y ss.; H. Guevara, Ambiente…, ob. cit., pp. 251 y ss.; F. J. Murphy, The Religious ..., ob. cit., p. 277 y ss.; C. Vidal Manzanares, El primer Evangelio…, ob. cit., parte I, Barcelona, 1993.

[iii] Un ejemplo de este tipo lo constituiría Ptolomeo, el ministro de finanzas de Herodes (Ant. XVII, 10, 9).

[iv] J. Leipoldt, Jesus und die Frauen, Leipzig, 1921, pp. 44-49.

[v] Al respecto, sigue siendo de utilidad consultar la crítica de J. Leipoldt en Theolog. Literaturblatt, 39, 1918, col. 180 y ss., a los papiros de la Biblioteca de la Universidad de Basilea publicados por E. Rabel en Abhandlungen der koniglichen Gesellschaft der Wissenschaften zu Gottingen, 16, 3, Berlín, 1917.