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La organizacion y las instituciones comunitarias en el judeo-cristianismo palestino del s.I (V)

Domingo, 6 de Diciembre de 2015
LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LA ORGANIZACIÓN Y LAS INSTITUCIONES COMUNITARIAS EN EL JUDEO- CRISTIANISMO EN EL ISRAEL DEL SIGLO I (V): LAS INSTITUCIONES (III)

Los profetas

Un papel muy relevante en cuanto a su permanencia ulterior como institución y a su influencia en la marcha del judeo-cristianismo parece haber sido el disfrutado por los profetas. El estudio de esta institución lo veremos por razones de sistematicidad más adelante , al referirnos a las manifestaciones pneumáticas. De esa ubicación puede desprenderse hasta qué punto los ministerios en el judeo-cristianismo aparecieron más vinculados a elementos de tipo carismático que institucional.[ii]

 

La imposición de manos

Hemos hecho alusión al referirnos al episodio relatado en Hch. 6 a la imposición de manos. Las referencias en relación con el judeo-cristianismo a este tipo de práctica se pueden dividir en tres grupos concretos. En primer lugar, nos encontramos con lo que podríamos considerar dotado de un posible contenido ministerial que cuenta con paralelos en el judaísmo. Tal sería el caso de la noticia que aparece en Hch. 6. La práctica la hallamos asimismo en el judeo-cristianismo de la Diáspora (Hch. 13, 3), así como en el cristianismo paulino (1 Tim. 2, 8; 2 Tim. 1, 6). En este caso, la imposición de manos confiere formalmente un reconocimiento de un ministerio. Los orígenes de tal visión, muy posiblemente, podemos hallarlos en la semijah o imposición de manos judía, que, en el Antiguo Testamento, aparece vinculada con la figura de Moisés (Nm. 27, 18-23; Dt. 34, 9) y la de los ancianos y jueces de Israel (Nm. 11, 16-17; 24-25).

En el rabinismo, tal ceremonia era un equivalente a la ordenación ministerial, en la medida en que sólo los que hubieran pasado por ella podían formar parte del Sanedrín y de un bet din (Sanh. 5b). El procedimiento debía ser realizado por un sabio ordenado, ante la presencia de otros dos sabios como testigos (Misná, Sanh. 1, 3). Muy posiblemente, desde luego en el caso del paulinismo resulta evidente, ése fue el enfoque judeo-cristiano. La imposición de manos vendría así a simbolizar el reconocimiento autorizado de un ministerio comunitario.

En segundo lugar, la imposición de manos aparece conectada con una idea no desprovista de originalidad, como es la de la transmisión del Espíritu Santo (Hch. 8, 17-19). Pablo (Hch. 19, 6) parece haber seguido también esta práctica que, según la fuente, aparece relacionada con una experiencia pneumática ligada al don de lenguas, como veremos más adelante.

Por último, la imposición de manos, como en Hch. 9, 12-17, parece hacer referencia a un rito encaminado a otorgar la salud en el receptor. Las fuentes (Hch. 28, 8) relacionan también esta práctica con Pablo y, muy posiblemente, en ambos casos obedece a una tradición común, que cuenta con antecedentes en Jesús (Mt. 8, 15; Mc. 1, 41; Lc. 13, 13, etc.). Una vez más, en el terreno institucional, hallamos que el judeo-cristianismo arrancaba de un origen judío que, no obstante, modificó para hacerlo encajar en su peculiar cosmovisión.

 

El sistema de comunidad de bienes en el judeo-cristianismo de Jerusalén[iii]

La práctica de una comunidad de bienes en el seno de la comunidad de Jerusalén ha sido, desde hace tiempo, una de las características más sugestivas de este colectivo. Parece difícil discutir la historicidad de las dos referencias a esta institución que aparecen en el libro de los Hch. (2, 44 y ss.; 4, 32 y ss.). Para abordar su análisis estudiaremos, primero, el posible origen y, posteriormente, las características y la duración de tal institución.

 

1. El origen de la comunidad de bienes jerosilimitana

No tenemos datos seguros acerca del origen de esta institución en el seno de la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén. Precisamente por ello, cualquier solución que se pretenda dar al tema contendrá siempre un cierto grado de especulación. No obstante, vamos a exponer el proceso que, a nuestro juicio, pudo ser el más verosímil. El primer modelo de propiedad comunitaria pudo muy bien partir del mismo grupo de los Doce. Consta que la existencia de una bolsa común era la práctica habitual en el grupo cercano a Jesús (Jn. 13, 29; 12, 6; Mt. 19, 29 y par.) y, posiblemente, la misma ya se había extendido a otro grupo más amplio antes de su muerte (Lc. 8, 1 y ss.; 10, 1 y ss.). Con todo, la tesis comunitaria pudo deberse en un primer momento al deseo de solucionar el problema que se le planteaba a una comunidad establecida en Jerusalén. En el curso de la fiesta de Pentecostés se produjo una experiencia de masas que iba a resultar decisiva para el futuro del colectivo (Hch. 2, 1 y ss.). Por un lado, parece que muchos de los asistentes fueron captados para la nueva fe (Hch. 2, 37 y ss.); por otro, es indudable que algunos de los antiguos discípulos, entre los que se encontraban los hermanos de Jesús y los Doce, decidieron afincarse definitivamente en Jerusalén.

Aquel cúmulo de circunstancias planteaba, y esto es lógico, problemas de mantenimiento que se intentaron solucionar compartiendo lo que poseían entre todos, bajo la dirección de los Doce (Hch. 2, 43 y ss.). Que a ello contribuyó de manera decisiva el entusiasmo de aquellos primeros momentos es algo que se desprende claramente de la misma fuente lucana. Por tanto, nos encontraríamos no ante un fenómeno minuciosamente regulado y articulado —como en el caso de los sectarios de Qumrán— sino, más bien, ante un producto del entusiasmo espiritual del inicio. El evaluar de esta manera el origen de la institución nos permite precisamente comprender con exactitud no sólo sus características concretas sino también su duración.

 

2. Las características de la comunidad de bienes jerosilimitana

Ciertamente, ese carácter espontáneo que acompañó al nacimiento de la institución permite explicar su configuración tan distinta de la de otros movimientos contemporáneos (como Qumrán) o posteriores (como el monacato). Las notas definitorias del modelo jerosilimitano son las siguientes:

 

a) Carácter voluntario y no obligatorio. Contra lo que ha sucedido en otros movimientos que practican la comunidad de bienes, la de Jerusalén permitió la voluntariedad en el seno del colectivo. Ése es el núcleo central del reproche dirigido por Pedro a Ananías y Safira (Hch. 5, 3 y ss.). Nadie les obliga a entregar sus bienes y, por ello, mentir al respecto carecía de sentido. Pertenecer al colectivo no exigía, en absoluto, compartir los bienes en régimen de comunidad.

b) Preservación de bienes privados. Parece bastante claro que el número de bienes de cierto valor enajenados y entregados a los apóstoles no debió de ser muy alto ni siquiera en los momentos de mayor entusiasmo. María, la madre de Juan Marcos, no se desprendió de su casa (Hch. 12, 12), y sólo tenemos noticia concreta de la venta de dos inmuebles, los pertenecientes a Ananías (Hch. 5, 1) y a Bernabé (situado quizá en Chipre) (Hch. 4, 36-7),[iv] aunque, posiblemente, hubo más casos (Hch. 2, 45; 4, 34). Por otro lado, parece ser que muchos optaron por permitir un uso común sin por ello proceder a la enajenación del bien o, dicho en palabras del autor de Hch., «ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común» (Hch. 4, 32).

c) Carencia de sistematicidad. A lo anterior se unió una clara ausencia de sistema en cuanto al reparto y la asignación de bienes —indudablemente, de uso y consumo— a cada participante en este sistema. Como era lógico, los problemas de cariz administrativo relacionados con la colectivización de los bienes parece que no se hicieron esperar. Pese al carácter unánime en el terreno espiritual del que nos habla Lucas, no tardó en producirse el roce a causa de una cuestión relativa a la distribución de los alimentos. La controversia no sólo tenía un matiz asistencial (la entrega de la beneficencia entre las viudas), sino que implicaba, solapadamente, el choque entre los elementos grecoparlantes de la comunidad y los arameoparlantes. Es muy posible que, en el fondo, no existiera mala fe por parte de los primeros y que se tratara sólo de una cuestión de gestión mal realizada o, incluso, de la suspicacia que, en ocasiones, acompaña a las minorías, en este caso la helenista. La intervención del grupo de los Doce —que, no obstante, dejó clara su resistencia a ocuparse de este tipo de tareas— parece haber salvado la situación (Hch. 6, 1 y ss.). Pero del conjunto del relato se desprende que primó más el elemento carismático que el práctico con consecuencias que, a medio plazo, parecen inevitables.

d) Ausencia de una visión que se ocupara de la producción u obtención de nuevos bienes. A todo lo anterior hay que unir el hecho de que la comunidad jerosilimitana no parece haber pensado nunca en la necesidad de articular una estrategia que permitiera proceder a la sustitución de los bienes consumidos. En el caso de Qumrán, existía la posibilidad de explotar algunas posesiones como forma de obtener una manutención cotidiana, y ciertamente ése fue el camino seguido posteriormente por algunas formas de vida monástica, pero tal solución no fue, hasta donde sabemos, ni siquiera planteada por la comunidad de Jerusalén. Lógicamente, un sistema económico donde la capacidad de contribución era muy limitada y donde el gasto era continuo y sin posibilidad de reposición no podía durar mucho y eso fue, tal como se desprende de las fuentes, lo que sucedió.

 

3. La duración de la comunidad de bienes jerosilimitana

Partiendo del testimonio del libro de los Hechos, el régimen de comunidad de bienes no da la sensación de haberse extendido más allá de unos pocos años ni de haberse practicado más allá de la comunidad jerosilimitana. Ciertamente, no hay datos sobre un sistema de comunidad de bienes en el cristianismo paulino o judeo- cristiano de la Diáspora. A diferencia de muchos otros aspectos que, como veremos en la cuarta parte de este estudio, fueron tomados del judeo-cristianismo asentado en Israel, la comunidad de bienes no resultó trasplantada a otras corrientes cristianas.

Pero tal limitación geográfica no tuvo lugar sólo fuera de la tierra de Israel. De hecho, no tenemos noticia de un régimen parecido fuera de Jerusalén, ni siquiera en Galilea —pasajes como los de Hch. 9, 36 o 10, 6 parecen indicar que la norma general era que los creyentes conservaran sus bienes—, y, lo que es más, tampoco la comunidad jerosilimitana parece que lo mantuviera mucho tiempo. De hecho, no volvemos a saber del mismo tras la muerte de Esteban y la dispersión que tuvo lugar a continuación (Hch. 8, 1).

Ni el Apocalipsis, ni Judas, ni Santiago lo mencionan. Es más, en este último caso hasta podrían descubrirse indicios de una insolidaridad que difícilmente se corresponde con un esquema de comunidad de bienes (2, 15-16, pero también 2, 1-6) y que incluso podría muy bien indicar un abandono del primer entusiasmo. En cuanto al autor del Cuarto Evangelio, éste sitúa la comunidad de bienes en el pasado y por las explicaciones que da al respecto cabría preguntarse si no se está refiriendo a un fenómeno ya no bien conocido por sus lectores (Jn. 12, 6; 13, 29).

Todo parece señalar que la comunidad de Jerusalén no sólo no pudo mantener —y esto no es extraño— su institución comunitaria, sino que ésta además quebró, quizá causando daños considerables. En los años treinta todavía, la comunidad jerosilimitana ya se veía obligada a recibir donativos de fuera de Palestina (Hch. 11, 29-30) y cuando Pablo la visitó en los años cincuenta, con la colecta que había recogido en sus comunidades, no parece que hubiera mejorado la situación. En realidad, el movimiento se había incrementado con muchos compatriotas (Hch. 21, 20), pero aquella circunstancia no parece haber favorecido su situación económica. Presumiblemente, el entusiasmo de los primeros tiempos había creado una situación cuyas circunstancias sociales y políticas sólo contribuyeron a empeorar y ya no se volvió al patrón de los primeros días.

Según una noticia de Hegesipo, transmitida por Eusebio (HE III, 20, 2), los descendientes de Judas, el hermano del Señor Jesús, poseían treinta y nueve acres de tierra, con un valor impositivo de nueve mil denarios en una época que podría referirse al final del siglo I d. J.C., pero también a los años cercanos al 70 d. J.C. A juzgar por la misma, ni los propios parientes de Jesús parecían dispuestos a adoptar un régimen efímero que sólo tuvo vigencia en la comunidad de Jerusalén por escaso tiempo y que, ni siquiera entonces, se hizo extensible a todos. Éste, sin embargo, seguiría siendo un reto para movimientos posteriores y, de muy diversas maneras, sería objeto de distintos intentos de reflotación en los siglos venideros. Con ello, se ponía de manifiesto el valor permanente, muchas veces situada por encima de lo humanamente posible, relacionada con las utopías.

A diferencia de otros movimientos dentro del seno del judaísmo del período, el judeo-cristianismo parece haber carecido de estructuras e instituciones bien articuladas y perennes. Careció, desde luego, de la jerarquía que aparecería después en ciertas confesiones que se denominan cristianas. Con todo, las estructuras que se dieron cita en su seno, no obstante, no parecen haber estado desprovistas de cierta originalidad.

El grupo de los Doce no fue, según las fuentes, creación del mismo, sino que debió su existencia a una decisión de Jesús. Tuvo, como hemos señalado, un papel primordial en el seno del judeo- cristianismo y, como tendremos ocasión de ver más adelante, a partir de allí dio forma a las líneas maestras del cristianismo primitivo. Con todo, no pensó ni concibió un mecanismo de sustitución, sucesión o continuación. Su desaparición física, como hemos visto, debió de significar un trauma para el movimiento, cuyas consecuencias son difíciles de exagerar.

Tampoco parece que las otras instituciones del colectivo fueran fruto de una elaboración concienzuda. Como hemos indicado, lo más probable es que el diaconado no surgiera en el seno del judeo-cristianismo jerosilimitano —aunque puede apuntarse algún precedente, fruto de la improvisación, en su interior— y los ancianos, tomados en buena medida de precedentes judíos, también parece que aparecieron impulsados por las circunstancias y, más concretamente, ante la necesidad de enfrentarse con las necesidades de gobierno y enseñanza propias de un movimiento en expansión.

En cuanto a la comunidad de bienes, que fue fruto del entusiasmo, no parece que nunca se pensara en hacerla extensiva a todo el movimiento y su duración fue realmente muy limitada. En relación con sus efectos, puede señalarse que, si bien es cierto que no puede asegurarse que empeorara la economía del movimiento —que necesitaría ayudas constantes en las próximas décadas—, desde luego, no contribuyó a sanearla.

En conjunto, el judeo-cristianismo afincado en Israel no se reveló, a diferencia de los sectarios de Qumrán o los fariseos, como un movimiento dotado de una especial capacidad organizativa. Instituciones como la de los profetas, que estudiaremos más adelante o la de la comunidad de bienes parecen indicar que el impulso entusiasta de tipo espiritual resultó siempre más poderoso que la idea de una organización meticulosamente articulada. Esta visión pneumática iba a modificar los elementos tomados del judaísmo, como fue el caso de la imposición de manos, y a invadir, como veremos asimismo en la tercera parte, todos los aspectos del colectivo, dictando no sólo la configuración de sus instituciones —bien poco prácticas desde una perspectiva utilitarista—, sino también su peculiar visión del pasado, el presente y el futuro.

CONTINUARÁ

 

Véase pp. 262-268.

[ii] Tal juicio, sin embargo, no debería limitarse a sólo esta corriente del cristianismo primitivo. En 1 Timoteo 1, 18 y 4, 14, la ordenación de Timoteo aparece nuevamente relacionada con un elemento claramente ca- rismático. En cuanto a los requisitos de ancianos y diáconos en las Pastorales, también parecen más encauzados en patrones espirituales que institucionales.

[iii] Sobre este tema, véanse R. Gnuse, Comunidad y propiedad en la tradición bíblica, Estella, 1987, pp. 219 y ss.; Ch. Avila, Ownership: Early Christian Teaching, Nueva York, 1983; M. Hengel, Property and Riches in the Early Church, Filadelfia, 1974; J. P. Miranda, Communism in the Bible, Nueva York, 1981; L. T. Johnson, Sharing Possessions: Mandate and Symbol of Faith, Filadelfia, 1981.

[iv] Naturalmente, esta circustancia se podría interpretar como una referencia a la escasez de los miembros de la comunidad. Como se desprenderá del resto de la exposición, tal punto de vista nos parece sólo fundamentado en parte.