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Restos funerarios

Domingo, 4 de Septiembre de 2016

LOS PRIMEROS CRISTIANOS: LAS FUENTES ARQUEOLÓGICAS (I): Restos funerarios

A diferencia de las fuentes escritas que, prescindiendo de su calidad, resultan relativamente numerosas, las fuentes arqueológicas relacionadas con el judeo-cristianismo del siglo I en Israel resultan escasas, fragmentarias y, aparentemente, de muy limitada importancia. Por un lado, es clara la ausencia de referencias al judeo-cristianismo en muchas de las áreas correspondientes a las ciencias auxiliares del historiador. Así, por ejemplo, no poseemos testimonios numismáticos pertenecientes al judeo-cristianismo. Por otro lado, carecemos prácticamente de enclaves religiosos específicos relacionados con aquel movimiento y, de la misma manera, tampoco contamos con manifestaciones plásticas relacionadas con el culto judeo-cristiano, dado que obedeció la prohibición de rendir culto a las imágenes que hallamos en la Torah (Éx. 20, 4-5).

Con todo, el judeo-cristianismo del siglo I en Israel no es un período histórico totalmente huérfano de restos arqueológicos. Los mismos existen y, en la medida que lo permite tan magro testimonio, nos ayudarán a contrastar de manera definitiva lo consignado en las fuentes escritas.

Hechas estas salvedades, podemos pasar a examinar las fuentes arqueológicas de que disponemos. Para una mayor facilidad de análisis las hemos agrupado en restos funerarios (osarios, tumbas y necrópolis), lugares de devoción (grutas y casas), láminas y, finalmente, el discutido decreto de Nazaret.

Restos funerarios (I): osarios

El primer descubrimiento arqueológico que se produjo en relación con el judeo-cristianismo tuvo lugar en el año 1873 en Bât’n el- Haua (monte del Escándalo), en Jerusalén, cuando un árabe encontró varios osarios —una treintena— en una cámara funeraria judía excavada en la roca.

El orientalista Clermont-Ganneau, a quien el árabe mostró el lugar del descubrimiento, emprendió la tarea de copiar las inscripciones e igualmente de redactar una descripción del hallazgo. Originalmente éste fue expuesto en la Revue Archéologique[1] y, después, de una manera ampliada en el primer volumen de la traducción inglesa de sus obras[1]. En opinión de Clermont-Ganneau, los osarios contenían los esqueletos de varias generaciones de judíos en el curso de las cuales se podía percibir la adhesión al cristianismo de algunos de ellos.

La base para esta tesis la encontraba Clermont-Ganneau en el hecho de algunos nombres de los osarios (Jesús, Judas, Simeón, Marta, Salomé) y las señales (fundamentalmente una cruz, «muy claramente esculpida», bajo el nombre «Judas» y, probablemente también, una X que precedía al nombre «Jesús» escrito en griego).

El arqueólogo señalaba asimismo la posibilidad de distinguir a los judíos de los judeo-cristianos en la cámara mortuoria. En su opinión, algunos miembros de la familia —no todos— habían abrazado el cristianismo mientras otros habían seguido aferrados al judaismo.

Inicialmente la tesis de Clermont-Ganneau no obtuvo ningún eco en la comunidad científica, pero en 1896 el arqueólogo, británico y protestante, Claude R. Conder[1] reconocía la posibilidad de que, efectivamente, algunos de los osarios fueran judeo- cristianos y apuntó al hecho de que podrían pertenecer a ebionitas procedentes de Hauran que habrían deseado reposar en la Ciudad Santa. La presuposición de que no podía haber restos arqueológicos cristianos anteriores al siglo IV en el territorio de Israel hizo, sin embargo, que tampoco la tesis de Conder hallara seguidores. Tanto el p. Vincent[1] como el p. Frey[1] defendieron en su día que los osarios sólo eran judíos y omitieron la idea de una posible vinculación con el cristianismo. Con todo, el p. Vincent había sostenido inicialmente un punto de vista similar al de Clermont-Ganneau (y nunca fundamentó su cambio de opinión) y el p. Frey no llegó a dar una explicación del significado de los signos presuntamente cristianos de los osarios.

En septiembre de 1945, con ocasión de la construcción de un inmueble a lo largo de la carretera de Belén, cerca del barrio de Talpiot, en Jerusalén, se produjo el descubrimiento de una cámara funeraria que contenía un cierto número de osarios. El Departamento de Antigüedades del protectorado británico de Palestina encomendó las tareas de excavación a Eleazar L. Sukenik, profesor de Arqueología de la Universidad Hebrea de Jerusalén y especialista en cámaras funerarias. Sukenik[1] anunció poco después que se habían descubierto algunas inscripciones cuyo tema era las «lamentaciones de los discípulos por la muerte de Jesús». La base para llegar a esta conclusión la constituía el hecho de que había cruces en uno de los osarios al igual que las palabras iou y alot detrás del nombre «Jesús» escrito en dos de los osarios. Los términos mencionados eran, en opinión de Sukenik, onomatopeyas que indicaban gemidos y dolor.

El hecho de que se hubiera atribuido a Sukenik —algo que él desmintió calurosamente— el haberse ufanado de descubrir en 1931 la tumba de Jesús de Nazaret[1] motivó inicialmente un cierto escepticismo en relación con el nuevo hallazgo y, posteriormente, diversas refutaciones. Así R. W. Hamilton, director de Antigüedades,[1] y el p. Abel, profesor de la Escuela bíblica de Jerusalén,[1] admitieron que, efectivamente, aparecían cruces en diversos osarios, pero se negaron a identificarlas con signos cristianos. A su juicio, no se trataba más que de la letra hebrea tau y las palabras que supuestamente expresaban dolor no eran sino datos relativos a la filiación de dos fallecidos de nombre Jesús.

En el curso del Primer Congreso Italiano de Arqueología Cristiana, celebrado en Siracusa en septiembre de 1950, Sukenik volvió a defender su interpretación e incluso añadió nuevos argumentos en su favor, como el hecho de que apareciera en los osarios el nombre de Safira o el epíteto didaskalos (discípulo) utilizado por los seguidores de Jesús.[1] Posteriormente Sukenik volvería a expresar opiniones similares en un artículo delAmerican Journal of Archaeology.[1]

A partir de estas dos exposiciones, parece que el eco de su tesis se hizo mayor. Tanto B. S. J. Isserlin[1] como la Official Guide to Israel[1] (que databa los restos en el 41-42 d. J.C. por las monedas encontradas en ellos) apoyaron la interpretación de Sukenik, pero a una mayor aceptación contribuyó de manera indudable el examen a que sometieron los hallazgos los padres Saller y Bagatti. El primero, si bien reconocía que no se podían conectar los hallazgos con la crucifixión de Jesús, manifestó sin embargo su absoluta convicción de que al menos uno de los osarios era cristiano[1] y, apoyándose en fuentes como el comentario de Orígenes sobre Ezequiel 9, 4-6, mostró que la tau era igualmente un signo cristiano y, más específicamente, judeo-cristiano. El segundo[1] llegó a conclusiones similares partiendo sobre todo del análisis comparativo entre los hallazgos y restos indubitados de origen judeo- cristiano (la gruta de Jirbet el-‘Aïn, las cisternas de Beth Nattááf, etc.), así como datos sobre la ubicación de comunidades cristianas en esta zona registrados en las fuentes escritas, de los cuales no era el menor la constancia de obispos judeo-cristianos en Jerusalén hasta el año 135 d. J.C.

 

También en este apartado podríamos incluir los restos de Dominus Flevit o de Jirbet Kilkish, a los que nos referiremos más adelante.

Restos funerarios (II): tumbas

En la parte septentrional de Jerusalén hay veintiuna cámaras funerarias excavadas en la roca a las que popularmente se ha asociado con los miembros del Sanhedrín, de donde proviene el nombre de Sanhédriya dado al barrio. En 1949-1950, las grutas fueron excavadas por el Departamento de Antigüedades de Israel, dirigido por Jules Jotham Rothschild.[1]

De las veintiuna tumbas, tres se hallaban marcadas con cruces (la X que tenía tres al lado izquierdo de la entrada; la V que tenía una encima de la entrada que lleva a la cámara central y la XIII también con una encima de la entrada). En opinión de J. Jotham Rothschild, la única explicación del hallazgo se encontraba en el hecho de que el complejo en general perteneciera a familias sacerdotales de las que algunos de los miembros habrían abrazado la creencia en Jesús como Mesías, siendo enterrados con sus parientes. El hecho, según el mismo autor, tenía una lógica total ya que era un «deshonor no ser enterrado en las tumbas familiares».

En el curso de las excavaciones realizadas en 1949-1953, en Betania, bajo la dirección de Silvester Saller, en una propiedad de la Custodia de Tierra Santa, se encontraron algunos materiales relacionados con Bethfagé.[1] Fruto de esta labor fue el hallazgo de algunas tumbas, cuya entrada estaba cerrada por una piedra redonda y en cuyo interior se encontraban inscripciones y símbolos grabados. El arco cronológico cubierto por las mismas iba desde el siglo II a. J.C. hasta el siglo VIII d. J.C.

 

El estudio realizado por E. Testa conectó buen número de los símbolos con el judeo-cristianismo palestino (X, cruces, etc.) especialmente la tumba 21, cuyos grafitti contienen toda una simbología de corte milenarista: la X (inicial de «jiliontaeterís») en la puerta; referencias a Jesús; la cruz y el árbol de la vida; y claves semánticas relacionadas con el paraíso ganado por Jesús. Sin duda, los restos revisten una enorme relevancia en la medida en que muestran la existencia de judeo-cristianos que ya poseían toda una rica simbología soteriológica y escatológica. Con todo, resulta dudoso que aquellos puedan encuadrarse en el marco cronológico del presente estudio.

En 1972 una inundación produjo considerables daños materiales en la iglesia de la Tumba de la Virgen, en Getsemaní, Jerusalén. Los trabajos emprendidos para reparar los deterioros sacaron a la luz partes de la tumba que habían permanecido cubiertas durante siglos. A la vez, dejaron de manifiesto el carácter primitivo del lugar.

El descubrimiento principal fue la roca de la cámara funeraria que los cristianos gentiles que construyeron la iglesia del siglo IV-V habían aislado para situarla en el centro de la iglesia. Además se tuvo la oportunidad de observar restos de kojim que se abrían en tomo a otra cámara funeraria.

La aparición de estos restos y su comparación con los de la necrópolis de Jacobo (o Santiago) —situada en el mismo lado oriental del valle del Cedrón— han permitido hacerse una idea bástante aproximada del trazado primitivo del lugar en el que, presuntamente, recibió sepultura María, la madre de Jesús. La disposición en forma de kojim, así como el tipo de banco funerario de la supuesta tumba de María son, desde luego, características de las necrópolis del siglo I.[1] Por otro lado, parece claro que el lugar estuvo relacionado con el culto judeo-cristiano desde una fecha anterior al 135 d. J.C., como ya he indicado en un estudio previo,[1] y que los judeo-cristianos lo asociaban con la madre de Jesús. Que este dato tradicional se corresponda con la realidad histórica de la sepultura de María no es seguro, pero sí muy probable, y lo que resulta innegable es su vinculación con el judeo-cristianismo ya desde el siglo I.[1]

Restos funerarios (III): necrópolis

En la pendiente occidental del monte de los Olivos, en el lugar denominado «Dominus Flevit» por haberse asociado tradicionalmente con el sitio desde el cual Jesús lloró sobre Jerusalén, la Custodia de Tierra Santa inició en abril de 1953 la construcción de un muro cuya finalidad era cerrar un terreno situado entre el camino central y el camino meridional de la montaña. La tarea de echar los cimientos del muro dejó al descubierto un cementerio completamente ignorado hasta la fecha que había sido utilizado en dos períodos, el primero hasta el 135 d. J.C, y el segundo desde el siglo III hasta una época de apogeo en el siglo IV.

El p. Bagatti, encargado por la Custodia de la dirección de las excavaciones, descubrió en el curso de las mismas diversas cámaras que contenían osarios similares a los de Bât’n el-Haua y a los de Talpiot. En ellos aparecía repetidamente la cruz, la X, nombres de eco neotestamentario como Jairo, Marta, María, Simón bar Jona, así como el nombre femenino Shalamzion (Paz de Sión) que ya fue percibido en Bât’n el-Haua por Clermont-Ganneau. Una de las transcripciones de este último nombre aparecía acompañada por una X, grabada con la misma mano que el nombre.

Las primeras conclusiones acerca de los hallazgos —favorables, tras un cierto escepticismo inicial, a la identificación de algunos de ellos como judeo-cristianos— fueron divulgadas en un informe preliminar que apareció en el Liber Annus.[1]

En el Quinto Congreso de Arqueología Cristiana (Aix-en-Provence, septiembre de 1954) el p. Benoit arrancó de los hallazgos de Dominus Flevit para revisar algunas de las opiniones arqueológicas existentes hasta la fecha en relación con la antigüedad de los signos cristianos;[1] y A. Parrot asimiló estos descubrimientos con los de Sanhédriya insistiendo también en su carácter judeo-cristiano.[1] En el mismo sentido se manifestaron Sukenik y C. Cechelli,[1] siendo escasas las opiniones contrarias.[1] De hecho, la referencia a estos osarios del siglo I —igual que a los de Talpiot— saltó al campo de la exégesis al conectarla H. G. May (siguiendo presumiblemente también fuentes patrísticas) con la tau ezequielina (Ez. 9, 4 y ss.) usada por los primeros cristianos.[1]

 

Concluidas las excavaciones, Bagatti, junto con el arqueólogo J. T. Milik, entregó a la comunidad científica los resultados en la obra titulada Gli Scavi del Dominus Flevit, I, La necropoli del período romano.[1] Desarrollando más las publicaciones anteriores y sobre todo añadiendo un capítulo entero relacionado con la condición de los difuntos en los primeros siglos, volvía a insistir en el hecho de que algunos de los restos pertenecían a judeo-cristianos y los situaba entre los años 33 y 135 d. J.C., respondiendo brillantemente a las dudas del p. Ferrúa.

En términos generales, la obra de Bagatti y Milik resultó convincente para la mayoría de los especialistas. Sus tesis fueron incorporadas por R. Motte,[1]R. North,[1] J. van der Ploeg,[1] P. Testini,[1] Ph. Seidensticker,[1] James B. Pritchard,[1] W. F. Albright (que remonta algunos hallazgos a los años setenta del siglo I d. J.C.),[1] Vicente Vilar Hueso,[1] P. Lebeau[1] y Jack Finegan,[1] entre otros. Por el contrario, Francesco Vattioni[1] y R. de Vaux,[1]aun admitiendo lo serio y documentado de la exposición, no terminaron de aceptar sus conclusiones.

En julio de 1960, un anticuario, de nombre Baidun, cuyo comercio se hallaba en la Vía Dolorosa de Jerusalén, entregó a los profesores del Studium Biblicum de esta ciudad un objeto pequeño en piedra blanda, adornado con una cruz, un pájaro y otros símbolos, así como con un grabado en forma de escalera. E. Testa identificó varios de los signos con otros pertenecientes a la iconografía paleocristiana y Auguste Spijkerman, director del museo de la Flagelación, adquirió el objeto.

A fin de establecer el carácter verdadero del objeto, B. Bagatti rogó al anticuario que le mostrara otros que estuvieran anejos al adquirido. Tras una serie de peripecias, se trasladaron el anticuario y el p. Spijkerman, el 12 de febrero de 1961, a los alrededores de Hebrón, a un campo, propiedad de Mohammed Dasan el-Rifâ’áá, cerca de Jirbet Kilkish. Las excavaciones preliminares en tres lugares distintos dejaron al descubierto varios amuletos similares al ya conocido, a una profundidad de 50 a 80 cm.

Al mismo tiempo, pero ya en penoso estado de conservación, quedaron al descubierto los restos de lo que había sido una necrópolis con osarios y de la que sólo quedaban algunas de las piedras —reutilizadas por el propietario del campo para construirse una casita— y fragmentos de huesos humanos casi pulverizados. Fue precisamente el estado lastimoso en que se hallaban reducidos aquellos restos una de las causas del escepticismo que acompañó a los descubrimientos.[1]

Con todo hay algunos aspectos que abogan en favor de una identificación judeo-cristiana para los hallazgos. El primero es el hecho de que su simbología tiene enormes similitudes con la de la comunidad de los arcónticos, de los que Epifanio (Adv. Haer. XL, PG, 41, 677-692) nos refiere que habitaban cerca de Hebrón. Fue precisamente esta semejanza la que permitió a B. Bagatti localizar con facilidad el enclave donde se hallaban los demás amuletos y forzar con ello la confesión del anticuario Baidun.

En segundo lugar, está el hecho de la enorme semejanza que existe entre los hallazgos de Jirbet Kilkish y otros encontrados en las excavaciones clandestinas de Tell Minnis (Siria) o en las dos campañas de excavaciones de Diana Kirkbride en J. Rizqeh, al este de ‘Aqaba. Tanto E. Testa como M. Nordio[1] han optado a partir de argumentos similares por adscribir un origen judeo-cristiano, empero de dudosa datación, a los hallazgos.

 

CONTINUARÁ