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¿Rindió culto a Jesús el judeo-cristianismo del siglo I d. J.C. asentado en Israel?

Domingo, 20 de Marzo de 2016

LA IDEOLOGÍA DEL JUDEO-CRISTIANISMO EN EL ISRAEL DEL SIGLO I (XI): LA CRISTOLOGÍA (XI): ¿Rindió culto a Jesús el judeo-cristianismo del siglo I d. J.C. asentado en Israel?

A la luz de todo lo anterior, cabría preguntarse si el judeo-cristianismo afincado en Israel llegó a rendir culto a la persona de Jesús. ¿La visión que tenía del mismo como ser preexistente, «Señor», Logos- Memrá, «Nombre sobre todo nombre», etc., implicaba que era considerado como digno de culto? Existen considerables y sustanciales elementos que obligan a pensar que, efectivamente, Jesús fue objeto de culto desde muy pronto en el seno del judeo-cristianismo.

Para empezar, nos encontramos con el hecho de que se le invocaba en la oración. El maranaza de Ap. 22, 20 reproducía casi con toda seguridad una invocación incluso de matiz litúrgico (cfg. 1 Cor. 16, 22) dirigida a Jesús. De hecho, las fuentes mencionan también el caso de un judeo-cristiano que estaba asentado en Israel, Esteban, que se encomendó a Jesús en el momento de su muerte (Hch. 7, 59) en una fecha muy temprana. Finalmente, parece posible que se dirigieran oraciones a Jesús en relación con problemas concretos relacionados con la marcha de la comunidad (Hch. 1, 21-24) y que incluso se le atribuyera un cierto papel intercesor (Hch. 4, 29-30). En cuanto al Evangelio de Juan, nos encontramos con la noticia de que la oración era dirigida al Padre mediante la intercesión de Su Hijo, Jesús (Jn. 14, 13; 15, 16; 15, 7; 16, 24). Todos estos testimonios —con las matizaciones que puedan invocarse en el caso de Juan— pueden situarse entre la década de los treinta y la de los sesenta del siglo I d. J.C. y, en nuestra opinión, mucho más cerca del principio que del final del período.[1]

La invocación del nombre de Jesús como «Señor» (Hch. 2, 21 y ss.; 4, 11-12) se consideraba condición indispensable para obtener la salvación, y a la mención del mismo resultaba obligado doblar la rodilla (Flp. 2, 11) como anticipo de lo que un día se vería impulsada a hacer toda la creación. Tengamos en mente para captar la trascendencia de este último gesto que en Is. 45, 22-3 —el pasaje veterotestamentario sobre el que se construye en parte Flp. 2— se reserva, de manera exclusiva, a YHVH, el único Dios salvador.

Pero quizá donde se describe de modo más evidente el comportamiento cultual que el judeo-cristianismo prodigaba a Jesús, fruto del concepto que tenía de éste, sea en el libro de Apocalipsis. En esta obra, anterior al año 70 d. J.C., no sólo nos encontramos con una atribución a Jesús de títulos inequívocamente divinos, sino que además asistimos a la forma en que se le dispensa un trato similar al que ha de recibir Dios mismo. Así, en Ap. 5, 13-4 (que describe el culto de adoración celestial) se nos dice cómo tanto el que está sentado en el trono (Dios) como el Cordero (Jesús) reciben «la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos». El trono divino es incluso común en Ap. 22, 1 y 3.[1] La respuesta, pues, a la pregunta de si existió el culto a Jesús en el judeo- cristianismo asentado en Israel debe ser, por lo tanto, respondida de manera afirmativa.

Como ya hemos indicado al principio de esta parte de nuestro estudio, desde el siglo XIX, se ha convertido en un tópico, sustentado por algunos autores, afirmar que el judeo-cristianismo afincado en Israel no se diferenciaba en absoluto del judaísmo que lo rodeaba salvo en la convicción de que Jesús era el Mesías. Este título habría sido, a su vez, interpretado de manera estrecha, sin tener en cuenta todas las posibles connotaciones de la época y desproveyéndolo generalmente de categorías como las del «Siervo de YHVH» o el «Hijo del hombre», así como del carácter expiatorio de su muerte. Por otro lado, se ha insistido en que los aspectos relacionados con su preexistencia y Divinidad eran medularmente antijudíos, que, por lo tanto, no podían haber sido sostenidos por los judeo-cristianos y que su introducción en el seno del cristianismo se debió a una influencia helenística que cabría ligar a la persona de Pablo o incluso a comunidades anteriores al ministerio de éste. A la luz de las fuentes, sin embargo, debemos considerar que todas esas afirmaciones son radicalmente insostenibles.

La visión que identifica al «Siervo sufriente de Isaías» —cuyo sacrificio es visto ocasionalmente como expiatorio— con el Mesías y a éste con el «Hijo del hombre» es algo que aparece ya en el judaísmo precristiano. Para absorber estos puntos de vista, el judeo- cristianismo asentado en Israel ni tuvo que dirigirse a las religiones paganas o mistéricas[1] ni tuvo que esperar a las aportaciones de Pablo. Se limitó a asimilar una serie de interpretaciones de la Escritura ya existentes y a dotarlas de una aplicación que, muy posiblemente en algunos casos, se podía retrotraer al mismo Jesús.

Cuando más de dos siglos después, según nos informa el Talmud, los judeo-cristianos deseen convencer a sus compatriotas de que Jesús no era sólo un hombre, sino que en él se había encamado el Dios creador del Antiguo Testamento, siguieron recurriendo a pasajes de las Escrituras y especialmente a aquellos que describen a Dios hablando en plural (TalPal. Taanit. 65b; Yalq. Shim. 766 y TalPal. Ber. 12d, 13a). Lejos de obtener sus puntos de vista del paganismo (¡mucho menos del paulinismo!), aquellos judeo-cristianos habían seguido guardando fielmente la creencia en la Divinidad de Jesús y ahondado en el Antiguo Testamento para deducir aún más argumentos en favor de la misma. De hecho, tanto el judeo-cristianismo de la Diáspora como Pablo se limitarían a seguir este rumbo sin alcanzar, en buen número de casos, su altura teológica. En cuanto al cristianismo gentil de los siglos siguientes, en no poca medida será culpable de intentar describir el mismo fenómeno más a partir de categorías helénicas que judías.

De la misma manera, el uso de títulos como Kyrios o Logos no procede de un ámbito pagano ni tampoco de un cristianismo helenizado. Los hallamos referidos a Dios en el judaísmo precristiano e incluso en el último caso, al igual que en el de la Sabiduría, ligados a una interpretación hipostática. Una vez más, al admitirlos en su interior, el judeo-cristianismo de Israel marcó el sendero que luego sería transitado (de nuevo, no más profundamente) por el judeo- cristianismo de la Diáspora y por el paulinismo.

 

Lo que sí fue original en el judeo-cristianismo de Israel (pero no por ello antijudío) fue la atribución de todos estos títulos a la figura histórica de Jesús. Desde la óptica hermenéutica de los judeo-cristianos asentados en la tierra de Israel, aquél había demostrado con su muerte ser el «Siervo de YHVH», el «Hijo del hombre», el «Mesías», el «Justo» condenado injustamente, el sacrificado llevando los pecados de los perdidos, la «piedra» de tropiezo para Israel, etc. Pero su resurrección había dejado de manifiesto que no se trataba simplemente de un ser humano por muy específica e importante que resultara su misión. Jesús, que, como veremos más adelante, volvería un día a efectuar la apocatástasis cósmica, también era el «Señor», el Logos-Memrá preexistente que había actuado en la creación, en la Historia de Israel y en estos últimos tiempos. En él, «Nombre sobre todo nombre» (el único en que se podía encontrar salvación y sanidad), se manifestaba el propio YHVH veterotestamentario. Lógico, pues, era rendirle culto, invocarle en la oración, recordarlo en el momento de la muerte y prodigarle, junto con el Padre, «toda alabanza, toda honra, toda gloria y todo poder, por los siglos de los siglos» (Ap. 5, 12-3). Mediante este proceso, insistimos, surgido en suelo de Israel a partir de categorías judías, el judeo-cristianismo no sólo elaboraba una concepción desvinculada de las doctrinas paganas (aunque no por ello carente de sugestión para muchos de los que las profesaban) sino que además afirmaba de manera rotunda y convencida que todas las cosas, pasadas, presentes y futuras, se reunían en Jesús, el crucificado injustamente por algunos de sus compatriotas con ayuda del invasor pagano, pero resucitado «porque no era posible que la muerte lo tuviera retenido» (Hch. 2, 22-4).