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(LXIII): Conclusión (II)

Viernes, 14 de Mayo de 2021

Resulta imposible negar que Mahoma experimentó una extraordinaria evolución a lo largo de su vida.  Nacido en el seno de una familia que, muy posiblemente, estaba relacionada con el cristianismo heterodoxo de los ebionitas, Mahoma quedó huérfano desde muy temprana edad.  En esos primeros años, es posible que entre las pocas ocasiones de alivio que experimentó estuviera la cura para una dolencia ocular que recibió de un cristiano.  Después vino el matrimonio con la cristiana Jadiya, la posibilidad de entregarse a la meditación y la búsqueda espiritual y la primera revelación.  Mahoma no era un farsante ni tampoco un shamán, como ha pretendido recientemente alguno de sus seguidores que no ha tenido problema en especular con la posibilidad de que ese shamanismo revistiera la forma de un trastorno psíquico como la esquizofrenia[1].  Precisamente por ello, aquella revelación le causó una enorme inquietud.  De esa desazón salió en no escasa media gracias a Waraqa, un primo de su esposa Jadiya a la vez que pariente lejano suyo, que había traducido al árabe el Evangelio de los hebreos – un texto canónico para los ebionitas – y que dio por buena la revelación experimentada por Mahoma.

     Aunque algún autor ha argumentado que Waraqa fue el mentor de Mahoma durante los primeros años de su predicación, es difícil que podamos llegar a saber a cabalidad cuál fue la relación entre ambos personajes.  Sí que resulta obvio que la predicación de esta primera parte de la vida de Mahoma - centrada en la cercanía del Juicio que ejecutaría el único dios y en la necesidad de volverse a él para evitar el castigo – resulta muy similar a la de los ebionitas.  La moral predicada por Mahoma a la sazón no iba más allá de la práctica de la oración y de la limosna y una cierta moral natural que pudo incluir la monogamia que el mismo practicaba escrupulosamente. 

     Con el paso de los años, Mahoma contempló con pesar que su mensaje era rechazado por la inmensa mayoría de los habitantes de la Meca; que a la indiferencia se sumaban las injurias e incluso los golpes;  que sus seguidores no pasaban de algunas decenas y que incluso algunos de ellos se vieron obligados a exiliarse a Abisinia o a ocultar su fe.  El hecho de que se refiriera a los ejemplos previos de incomprensión padecidos por personajes como Abraham, Jesús, Moisés o José trazando paralelos con su situación no debió de comunicar mucho consuelo a sus seguidores y, desde luego, no aumentó su número a pesar de que, ya durante el tercer período mecano, intentó ampliar su auditorio fuera de la Meca.  Para colmo de pesares, Jadiya, su esposa única y primera conversa, la que lo había puesto en contacto con Waraqa, falleció. 

      Otra persona, sometida a semejante cúmulo de desdichas, se habría desmoronado.  Sin embargo, en medio de tantos sinsabores, fue cuando la vida de Mahoma experimentó una prodigiosa mutación.  Con su traslado a Yatrib – que acabaría convertida en Medina – Mahoma abandonó la no-violencia, abandonó el distanciamiento de la política y abandonó la monogamia.  De manera casi inmediata, Mahoma dejó de ser un monitor que advertía de la cercanía del Juicio divino y de sus sobrecogedoras consecuencias para convertirse en un caudillo en todo el sentido del término.

     En adelante, Mahoma aparecería como un guía que iba a demostrar poseer una notable capacidad militar, pero que, sobre todo, sentaría las bases para una nueva sociedad, establecería una nueva legislación - en la que las mujeres (como los judíos o los cristianos) perdieron buena parte de sus derechos - y comenzaría a aglutinar a las tribus árabes como nunca antes había sucedido.  Finalmente, acabaría proclamándose como el sello de los profetas, una consideración que, como vimos, seguramente no pretendió ni siquiera en los primeros tiempos de Medina. 

CONTINUARÁ

 

[1]  Abdelmumin Aya, Oc, p. 131 ss.