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Pablo, el judio de Tarso (III): Civis Romanus

Domingo, 13 de Noviembre de 2016

En una fecha situada en la primera década del s. I d. de C., el que después sería conocido como Pablo nació en Tarso.

Ese nacimiento vino acompañado de dos circunstancias extraordinariamente importantes. La primera aparece recogida en un episodio que nos ha sido transmitido en Hechos 22, 24 ss cuando se nos relata cómo Pablo, ya en la década de los cincuenta, fue detenido en Jerusalén por efectivos romanos:

24 Mandó el tribuno que le llevasen a la fortaleza, y ordenó que fuese interrogado con azotes, a fin de averiguar la causa por la que clamaban así contra él. 25 Pero cuando le ataron con correas, Pablo dijo al centurión que estaba presente: ¿tenéis por legal azotar a un ciudadano romano sin condena previa? 26 Cuando el centurión oyó esto, fue y dio aviso al tribuno, diciendo ¿Qué vas a hacer? porque este hombre es romano. 27 El tribuno acudió y le dijo : Dime, ¿eres romano? Y Pablo le respondió: Sí. 28 Y comentó el tribuno: Yo tuve que pagar una gran suma para obtener esta ciudadanía. Entonces Pablo le dijo: Pues yo lo soy de nacimiento. 29 Así que, luego se apartaron de él los que le habían de dar tormento y el tribuno sintió temor, porque siendo ciudadano romano, le había atado.

El hecho de que Pablo hubiera nacido con la condición de ciudadano romano indica que su familia ya poseía la ciudadanía, lo que era un privilegio realmente notable [1]. Inicialmente, la ciudadanía estaba limitada a personas que habían nacido en la ciudad de Roma. El privilegio era de tal relevancia que sólo de manera muy gradual – tanto que duró siglos – se fue concediendo a los habitantes de otros territorios de la península italiana. A medida que Roma fue extendiendo su poder por el Mediterráneo, la ciudadanía se concedió de manera excepcional a algunas personas que no eran romanos de nacimiento, pero que tenían cierta relevancia local. Es significativo que sería un hispano llamado Balbo – uno de los mejores colaboradores de Julio César – el primero que no sólo obtuvo la ciudadanía sino que además pudo entrar en el senado. La familia de Pablo – es obvio – no llegó a esa altura pero en algún momento antes del nacimiento de nuestro personaje debió recibir ese privilegio.
Alegar que se era ciudadano romano falsamente se castigaba con la pena de muerte lo que exigía que se pudiera acreditar de manera fehaciente esa condición. En el caso de personas que adquirían la ciudadanía se les entregaba un certificado [1]. Cuando la ciudadanía se tenía al nacer – como fue el caso de Pablo – la certificación consistía en un díptico donde estaba inscrito el certificado de nacimiento.
Las condiciones para llevar a cabo este trámite quedaron establecidas por la lex Aelia Sentia del año 4 d. de C., y la lex Papia Poppaea promulgada cinco años después. En ambos casos, se trata de textos legales en vigor en una fecha muy cercana al nacimiento de Pablo. Sabemos que el registro tenía que llevarse en el plazo de treinta días a contar desde la fecha de nacimiento y en caso de que éste hubiera tenido lugar en provincias, el trámite consistía en una declaración (professio) realizada ante el gobernador provincial (praeses prouinciae) ante el registro público (tabularium publicum). En la professio, el padre del niño o su representante declaraban que era ciudadano romano siguiendo la fórmula ciuem Romanum esse professus est (declaró que era ciudadano romano) y, acto seguido, se inscribía en el album professionum. A continuación, se entregaba una copia de la inscripción al padre o representante, copia que, de manera habitual, llevaba consigo el ciudadano [1], aunque también se daba el caso de que permaneciera archivado en su casa familiar [1].
Las consecuencias de la ciudadanía no eran de escasa relevancia. El primer texto legal que se refiere a ellas es la Lex Valeria del año 509 a. de C., pero Julio César las había confirmado en virtud de la Lex Iulia de ui publica. No sólo concedía al ciudadano los derechos relacionados con la ocupación de determinados cargos, sino que además le confería el derecho a recibir un juicio justo, la exención de ciertas formas de ejecución especialmente vergonzosas – como la cruz – y la protección frente a una ejecución sumaria. Esas garantías legales no estaban, ni lejanamente, al alcance de los no-ciudadanos.
¿Qué razones pudieron llevar a las autoridades romanas a conceder la ciudadanía a los antepasados de Pablo? Sabemos que no eran judíos asimilados como tendremos ocasión de ver más adelante. La explicación obligada es que su padre, su abuelo o su bisabuelo rindieron servicios notables a Roma. Como se ha señalado ya en alguna ocasión, un procónsul romano que tuviera que llevar a cabo misiones de combate hubiera agradecido contar con la colaboración de una empresa dedicada a fabricar tiendas de campaña [1]. La hipótesis, desde luego, resulta muy verosímil y además explicaría incluso el orgullo de Pablo años después al referirse a su condición de ciudadano romano. A pesar de su condición de provinciana, su familia había obtenido la ciudadanía y lo había hecho gracias a un valioso servicio rendido a Roma. Sin embargo, el gran orgullo de Pablo – la clave para entenderlo de manera cabal – no residía en su condición de romano, sino de judío.
CONTINUARÁ