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Pablo, el judío de Tarso (XI): De Saulo a Pablo (I): En Antioquía

Domingo, 19 de Febrero de 2017
Como ya indicamos en el capítulo anterior, la década pasada por Saulo en Cilicia distó mucho de cuajar en conversiones y, por añadidura, debió estar muy vinculada con experiencias capaces de desanimar a alguien dotado de un temple menor.

Ignoramos qué pasó por el corazón de Saulo al comprobar que sus compatriotas no sólo no lo escuchaban sino que además lo rechazaban y condenaban a penas físicas. Apaleado, sujeto a las burlas y las mofas de aquellos a los que anunciaba el Evangelio, rechazado, muchos – quizá la mayoría – se habrían desanimado. No fue el caso de Saulo. Lo que le sustentó fue una sólida vivencia espiritual que debió alimentar su fe y su esperanza a lo largo de aquellos difíciles diez años. Contamos con referencias muy escasas, pero en aquella época Saulo pasó por experiencia espiritual que relataría años después:

 

1 Es cierto que no me conviene jactarme; pero me voy a referir a las visiones y a las revelaciones del Señor. 2 Conozco a un hombre en Cristo, que hace catorce años (si en el cuerpo, no lo sé; si fuera del cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe) fue arrebatado hasta el tercer cielo. 3 Y conozco a ese hombre, (si en el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo sé: Dios lo sabe,) 4 que fue arrebatado al paraíso, donde oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar.

(II Corintios 12, 1-4)

La experiencia de Saulo encaja dentro de lo que se suele denominar éxtasis. Sin embargo, no resulta fácil clasificarla en la medida en que el protagonista no sabe si fue corporal o extracorporal. Aún más. A diferencia de lo relatado por otros personajes a lo largo de la Historia, Pablo no se detiene en detalles. Por el contrario, insiste en su carácter indescriptible. Podía afirmar que había estado relacionada con Dios, que se había sentido transportado al paraíso y que había escuchado palabras que el ser humano es incapaz de repetir. Nada más.

El episodio guarda paralelos – no resulta extraño – con otros relatos de la Historia del judaísmo. El Talmud relata, por ejemplo, que cuatro rabinos – Ben Azzai, Ben Zoma, Eliseo ben Abuyah y Aqiba – de inicios del s. II d. de C., fueron también transportados al paraíso. De manera bien significativa, la experiencia llevó a Ben Azzai a la muerte, a Ben Zoma a la locura, y a Ben Abuyah a la apostasía. Sólo Aqiba parece haber salido indemne y aún así deberíamos recordar que fue el rabino que apoyó al falso mesías Bar Kojba con desastrosos resultados para los judíos [1]. En el caso de Saulo, por el contrario, parece que confirmó su fe en un período de especial dificultad. Que la confirmó, pero que no la hundió en la soberbia. Años después se referiría a ella, pero a la fuerza y en tercera persona.

Sin embargo, tampoco Saulo salió indemne de aquella experiencia. A continuación del relato de su peculiar experiencia espiritual, figura una afirmación especialmente enigmática:

 

5 De ... mí mismo sólo me jactaré en mis debilidades… 7 Para que la grandeza de las revelaciones no me enalteciera de manera desmedida me fue dado un aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no caiga en el orgullo. 8 Por lo cual, tres veces he rogado al Señor, para que me lo quite. 9 Y me ha dicho: Te es suficiente mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me jactaré más bien en mis debilidades, para que habite en mí el poder del mesías. 10 Por eso me alegro en las debilidades, en las ofensas, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias por causa del mesías; porque cuando soy débil, entonces soy poderoso.

(II Corintios 12, 5-10)

 

La experiencia espiritual de Saulo había venido acompañada de “un aguijón” que le mostraba su debilidad. Sin embargo, de esa situación no había emergido amargado o desesperanzado. Por el contrario, había aprendido que su debilidad era una magnífica forma de comprobar en su experiencia cotidiana la acción del mesías que se le había revelado en el camino de Damasco.

Seguramente, no podemos captar cabalmente la profundidad psico-espiritual de esta circunstancia. Sí podemos afirmar que Saulo alcanzó una altura humana que rara vez se da, la de que aquellos hombres que son conscientes de limitaciones dolorosas y que, sin embargo, no permiten que éstas malogren sus existencias. La clave para superar esas situaciones puede ser diversa. Saulo estaba seguro – y se trataba de una circunstancia que duraba años – de que no era otra sino el mesías Jesús. El poder del resucitado era lo que le permitía sortear una situación que hubiera tronchado la resolución de la mayoría.

La cuestión que se ha planteado durante siglos es la naturaleza exacta del denominado “aguijón en la carne”. Esta última referencia ha llevado a no pocos comentaristas a identificarlo con una enfermedad física que pesaba enormemente en su existencia. En ese sentido, las interpretaciones han ido desde la epilepsia que atormentó a Julio César o Napoleón [2], la oftalmia [3], la fiebre de Malta [4], la malaria [5], la neurastenia [6] e incluso algún defecto de dicción como la tartamudez. Lo cierto, sin embargo, es que carecemos de base para sustentar cualquiera de estas posibilidades y, por añadidura, cuesta trabajo creer que un hombre que demostraría la fortaleza física que Saulo demostraría en años sucesivos pudiera padecer una enfermedad crónica. En ese sentido, es muy probable que el “aguijón” no fuera una dolencia física.

De hecho, el término “carne” (basar) en el pensamiento hebreo no implica necesariamente una referencia al cuerpo, sino, más bien, a aquella parte de nuestro ser que se resiste a obedecer a Dios. En ese sentido la utiliza el mismo Pablo, por ejemplo, en Gálatas 5, 19-21. En este pasaje, son obras de la carne el adulterio, la fornicación y las borracheras, pero también la envidia, los celos, la ira o las disputas. Por lo tanto, cabe la posibilidad de que el citado aguijón fuera algo que hería no el cuerpo de Saulo, sino, más bien, su inclinación – inclinación compartida por todos los seres humanos - al mal. De ser cierta esa interpretación, el aguijón podría ser desde la soberbia al afán de destacar, desde el orgullo al deseo de que los planes propios se cumplieran por encima de los propósitos de Dios. Siguiendo con esa línea argumental, cabe preguntarse qué podía causar ese dolor al amor propio de Saulo. La respuesta, de manera casi obligada, sería que el rechazo de buena parte de sus compatriotas judíos. Este tema, como tendremos ocasión de ver, le causó un enorme dolor durante toda su vida y le arrastró a reflexiones teológicas de envergadura nada desdeñable. Saulo se habría visto enfrentado en aquellos años de Tarso – y en las décadas siguientes – con un panorama tan aparentemente contradictorio como el del disfrute de profundas experiencias espirituales (las entendamos como las entendamos) y de la tristeza de ver cómo los judíos no aceptaban de manera unánime al mesías ya venido. No sólo eso. En algunas ocasiones, su reacción había sido muy similar a la que él mismo había vivido en el pasado. Al rechazo se había sumado la violencia física. En su pesar, habría pedido de manera muy especial que aquella situación cambiara, pero lo único que había recibido – y que recibiría en los años siguientes – había sido un llamamiento a confiar en el mesías en medio de la dificultad. Lo especial de Saulo es que semejante circunstancia no le hundió. Por el contrario, aceptó todo confiando en el mesías resucitado. Se trataría de una actitud con poderosas consecuencias durante el resto de su vida. El hombre, pues, que Bernabé encontró en Tarso conservaba todas las cualidades que había pensado que se daban cita en él. A ella además se unía la de una madurez espiritual aquilatada en el crisol de las experiencias.

 

El tiempo que Saulo pasó en Antioquia fue de un año y estuvo dedicado a la enseñanza en el seno de la comunidad (Hechos 13, 26). En buena medida, era lógico que así fuera porque Saulo era un hombre con una educación teológica formal, a los pies de uno de los rabinos de mayor prestigio en su época y esa circunstancia le capacitaba para ir desgranando ante una congregación aquellos contenidos de las Escrituras referidos al mesías y cumplidos en Jesús. Como tendremos ocasión de ver al examinar sus epístolas, Saulo utilizó esa forma de enseñanza incluso cuando se dirigía a un destinatario mayoritaria o totalmente gentil. Lejos de creer que los que venían del paganismo entraban en una situación espiritual ajena a la experiencia secular de Israel, estaba convencido de que Jesús era la consumación de las esperanzas judías y de que tal extremo esencial podía demostrarse a partir de la propia Biblia. Para una comunidad que estaba dando entrada a gentes que procedían de medios paganos y que, comprensiblemente, no se habían limpiado de todas las impregnaciones de su antigua religión, Saulo tuvo que resultar una verdadera bendición.

Según nos informa la fuente lucana, la comunidad cristiana de Antioquia destacaba por la existencia de dos carismas o dones muy concretos (Hechos 13, 1). Uno era el de enseñanza – que debió estar muy relacionado con la actividad de Saulo – y el otro el de profecía [7]. De manera vulgar, suele asociarse la profecía con el vaticinio del futuro. Hay parte de verdad en esa consideración, pero en la tradición judía el profeta es mucho más que un adivino. Se trata, por el contrario, de un hombre (o una mujer) que, fundamentalmente, contempla el presente con la visión de Dios y que comunica esa perspectiva a sus contemporáneos advirtiéndoles de las consecuencias de no someterse a ella. Ocasionalmente, el profeta también podía hacer referencia a situaciones futuras.

Las primeras comunidades cristianas contaron con profetas de manera muy común y el hecho de que Antioquia contara con ese carisma como una de sus bases resulta muy revelador. Curiosamente, uno de los episodios de la vida de Saulo en Antioquia aparece relacionado con la profecía. La fuente lucana lo narra de la siguiente manera:

 

 

27 Y en aquellos días descendieron a Antioquia algunos profetas procedentes de Jerusalén. 28 Y levantándose uno de ellos, llamado Agabo, dio a entender por obra del Espíritu, que iba a tener lugar una gran hambruna en toda la tierra habitada: la cual se produjo en tiempos de Claudio. 29 Entonces los discípulos, cada uno conforme a lo que tenía, decidieron envíar una ayuda a los hermanos que vivían en Judea: 30 Lo que, efectivamente, llevaron a cabo, enviándolo a los ancianos a través de Bernabé y de Saulo.

(Hechos 11, 27-30)

 

El pasaje lucano resulta especialmente ilustrador de lo que era la vida de una comunidad cristiana primitiva. Los que venían procedentes de otros lugares eran considerados hermanos y se les daba lugar para expresarse en la congregación. En este caso concreto, entre los visitantes se encontraban profetas como Agabo que anunció una hambruna. La reacción espontánea de la comunidad antioquena fue recoger una cantidad destinada a ayudar a los hermanos de Judea, presumiblemente en peor situación económica. En una época como aquella en la que ni siquiera Roma podía garantizar la seguridad de los envíos, lo habitual era encomendar el traslado a gente de confianza y la congregación consideró que los comisionados debían ser Bernabé y Saulo. La circunstancia proporcionaría a éste su segunda oportunidad para ponerse en contacto con los que habían conocido personalmente a Jesús.

CONTINUARÁ

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[1] TB Hagigah 14b-15b. J. W. Bowker ha relacionado la experiencia paulina con la visión del carro de Dios o merkabah en “Merkabah Visions and the Visions of Paul” en Journal of Semitic Studies, 16, 1971, pp. 157-173. El tema ha sido también estudiado por G. Scholem, Jewish Gnosticism, Merka bah Mysticism and Talmudic Tradition, Nueva York, 1965, pp. 14-19. Sin embargo, parece obvio que la sofisticación descriptiva de esas experiencias andan muy lejos de la experiencia de Saulo.

[2] W. Wrede, Paul, Londres, 1907, pp. 22 ss.

[3] J. T. Brown, “St. Paul´s Thorn in the Flesh” en J. Brown (ed), Horae Subsecivae, Edimburgo, 1858.

[4] W. M. Alexander, “St. Paul´s Infirmity” en Expository Times, 15, 1903-4, pp. 469 ss y 545 ss.

[5] W. M. Ramsay, St Paul the Traveller and the Roman Citizen, Londres, 1920, pp. 94 ss.

[6] H. Lietzmann, The Beginnings of the Christian Church, Londres, 1949, p. 113.

[7] Un estudio en profundidad de los profetas en las comunidades cristianas primitives en C. Vidal, el judeo-cristianismo en la Palestina del s. I, Madrid, 1995, pp. 283 ss.