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Pablo, el judío de Tarso (XLIX)

Domingo, 19 de Noviembre de 2017
EL SEGUNDO VIAJE MISIONERO (XXV): EL ÚLTIMO VIAJE A JERUSALÉN (I): Hacia Jerusalén

Desde Mileto, el barco que llevaba a Pablo y a sus colaboradores continuó su camino hacia la isla de Cos y, al día siguiente, a la de Rodas, ambas en el Dodecaneso. De allí pasaron a Pátara[1]. Este enclave era un puerto en la costa licia del suroeste de Asia Menor y en él Pablo y sus compañeros encontraron una nave que se dirigía a Fenicia y se embarcaron en ella. Este barco seguía un rumbo sureste, pasando Chipre a mano izquierda, y continuando hacia Siria hasta llegar a Tiro, el puerto donde la nave debía descargar (Hechos 21, 2). Como había sucedido previamente en Troas, el grupo aprovechó aquella detención forzosa para ponerse en contacto con la comunidad cristiana de la ciudad.

Desconocemos el origen de esta comunidad, pero es muy posible que surgiera de la predicación de algunos de los judeo-cristianos de habla griega que abandonaron Jerusalén tras el linchamiento de Esteban [2]. Precisamente se repitió entonces un episodio al que ya nos hemos referido. En el curso de alguna de las reuniones celebradas durante aquella semana volvieron a repetirse las manifestaciones pneumáticas que indicaban a Pablo que si subía a Jerusalén se encontraría con dificultades (Hechos 21, 4). Como en los casos anteriores, el apóstol hizo caso omiso. La despedida, como en Éfeso, resultó muy emotiva. En esta ocasión, incluso las mujeres y los niños de la comunidad fueron a la playa para decir adios a Pablo y a sus compañeros (Hechos 21, 5).

Su siguiente parada tuvo lugar en Ptolemaida (Akko), donde se quedaron un día con los hermanos de la congregación local. Desde allí, se dirigieron a Cesarea, aunque no sabemos a ciencia cierta si el trayecto se realizó por tierra o por vía marítima. Es muy posible que a esas alturas, Pablo hubiera llegado a la conclusión de que las previsiones de llegar a Jerusalén para la fiesta de Pentecostés se habían cumplido de sobra y que, por lo tanto, contaban con algún tiempo para detenerse en Cesarea a visitar a la comunidad de esa ciudad antes de emprender la subida a Jerusalén.

La comunidad de Cesarea era notablemente importante. Sus primeros conversos habían sido el centurión romano Cornelio y su familia, es decir, los primeros gentiles que habían entrado en el círculo de los seguidores de Jesús [3]. Con posterioridad, Felipe – uno de los siete judíos de habla griega que habían tenido puestos de responsabilidad en la comunidad judeo-cristiana de Jerusalén – se había asentado en Cesarea. El personaje era verdaderamente excepcional por no hablar de sus cuatro hijas que tenían el don de profecía. Sabemos por fuentes extrabíblicas que aquellas mujeres vivieron mucho tiempo y que gozaban de un enorme respeto entre los judeo-cristianos de Palestina[4]. El dato resulta de especial interés porque indica el papel que la mujer tenía en aquellas primeras comunidades, un papel que ni siquiera era minimizado en los grupos de origen judío más dados a limitarlo.

Fue precisamente mientras Pablo y sus colaboradores se encontraban en Cesarea cuando llegó hasta la ciudad un profeta de Judea llamado Agabo que tenía un mensaje especial para el apóstol:

 

11 Y, cuando llegó a donde nos encontrábamos, tomó el cinto de Pablo, y atándose los pies y las manos, dijo: Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al hombre al que pertenece este cinto, y le entregarán en manos de los gentiles.

(Hechos 21, 11)

 

El mensaje de Agabo venía a confirmar otros semejantes recibidos por el apóstol y sus acompañantes en las semanas anteriores. No resulta extraño que, al fin y a la postre, y dada la fama de Agabo y la cercanía de Jerusalén, los acompañantes de Pablo intentaran disuadirle:

 

12 Cuando lo oímos, le rogamos nosotros y los de aquel lugar, que no subiese a Jerusalén. 13 Entonces Pablo respondió: ¿Qué hacéis llorando y afligiéndome el corazón? porque yo no sólo estoy dispuesto a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús. 14 Y como no le pudimos persuadir, desistimos, diciendo: Hágase la voluntad del Señor. 15 Y después de estos días, tras realizar nuestros preparativos, subimos a Jerusalén

(Hechos 21, 12-15).

 

Pablo no estaba dispuesto a dejarse disuadir. Abandonó Cesarea y, acompañado ahora por algunos hermanos de la comunidad local, emprendió, junto a sus colaboradores, la subida hacia Jerusalén. Se trataba de un viaje de un centenar de kilómetros que, posiblemente, realizaron a lomos de mulo o de caballo. En Jerusalén contaban con que los hospedaría Mnasón, un judeo-cristiano de habla griega. Posiblemente, la elección se debía al hecho de que Pablo iba acompañado por varios gentiles y sería difícil que alguien que tuviera reparo hacia los no-judíos les proporcionara albergue. No era el caso de Mnasón, desde luego. Pero ¿cómo recibirían a Pablo los judeo-cristianos después de todos aquellos años?

CONTINUARÁ

[1] Hechos 21, 1.

[2] Hechos 11, 19.

[3] Hechos 10, 44 ss.

[4] De ello dejaron constancia tanto Polícrates de Éfeso como Proclo a finales del s. II d. de C. La noticia es transmitida por Eusebio, Historia eclesiástica, III, 31, 2-5.