Imprimir esta página

Adiós China, Adiós Nanjing (IV): regreso a Nanjing

Martes, 16 de Julio de 2019

Hoy vamos a dedicarlo a recorrer la muralla de Naning construida en el siglo XIV.  El que las ciudades cuenten con muros para protegerse es algo connatural con la Historia humana.  Por eso, sólo un necio o un perverso puede decir eso de que hay que derribar muros y tender puentes especialmente si el muro que rodea su palacio sigue tan pimpante.  Si algo nos enseña el estudio del devenir humano es que los muros son indispensables para proteger a las naciones y a las personas.  En China, resultan además espectaculares porque las invasiones sufridas por esta nación más que milenaria han sido continuas y extraordinariamente peligrosas.  Los hunos – que acabaron llegando a las puertas de Roma – los mongoles – que entraron en Europa central – los manchúes y, por supuesto, en Edad contemporánea, las potencias europeas y los japoneses fueron algunos de los protagonistas de las invasiones sufridas por China.  No sorprenden por ello sus muros.  Pensemos, por ejemplo, en la muralla de Nanjing.  

Diseñada en el siglo XIV por el emperador Zhu Yuanzhang, su finalidad era proteger la capital de la dinastía Ming establecida por este monarca.  La necesidad del muro era tan importante que Zhu incluso aceptó retrasar el cobro de impuesto y su propia coronación para emplear esos esfuerzos y fondos en levantar la muralla.  La construcción duró veintiún años y empleó a más de doscientos mil obreros.  En el interior quedó una ciudad que ya tenía entonces cincuenta y cinco kilómetros cuadrados.

La muralla no dejó de crecer desde entonces.  Las grandes puertas – trece inicialmente – ya eran dieciocho en la época de la dinastía Qing.  Hasta el siglo XVII, fue la muralla más larga que rodeara urbe alguna en el mundo.   Con cimientos de granito y piedras rectangulares, para levantar los muros se recurrió a ladrillos quebrados, grava y tierra amarilla.  Los huecos se rellenaron con una mezcla de arroz y aceite de tung que, por muy peculiar que pueda sonar, cuenta con una enorme consistencia.  La muralla contenía trece mil seiscientos dieciséis parapetos desde los que observar al enemigo y disparar sobre él.  No puede sorprender la protección que brindó a Nanjinng.

No es la primera muralla - ¡ni mucho menos! – que Lara y yo recorremos en China.  Sin embargo, al cabo de unos kilómetros de paseo necesitamos realizar una pausa para comer.  Lara ha procurado que la caminata concluyera cerca del Barrio Lao Mendong – es decir, la Vieja puerta del oeste – que está pespunteado por comercios y tiendas que sólo puedo describir como primorosos.  Creo que nunca voy a dejar de sorprenderme ante lugares modestos, de venta sencilla e incluso artesanal que constituyen un verdadero foco de delicadeza estética.  Que vendan lápices, té o hierbas medicinales es, sinceramente, lo de menos.  Lo importante y atractivo es su belleza sutil y sencilla.  Es en este barrio donde decidimos comer en un restaurante japonés.  Nada que ver, por supuesto, con la mayoría de los que encontramos en occidente.  Aquí se ha conservado las mesas bajas, los asientos en el suelo, los cubiertos reducidos a palillos.  Lara come con ellos como si nunca hubiera utilizado un tenedor o una cuchara.  En cuanto a mi, puedo decir que me defiendo razonablemente bien.

Sin embargo, las sensaciones del día no han terminado.  Nos espera el masaje.  En occidente, solemos tener una idea un tanto pobre de los masajes.  Las variaciones son escasas.  En oriente, las posibilidades son numerosísimas y no sólo porque derivan de diferentes naciones sino porque, en una nación como China, se pueden encontrar las variedades más diversas.  Por ejemplo, a mi me parecen sensacionales los masajes de los ciegos.  Se trata, como ha podido sospechar el lector, de masajes que administran ciegos – no está mal como sustituto de la ONCE – y para los cuales sólo hay que desnudar los pies.  El masaje se dispensa sobre la ropa, sin aceites ni aromas, pero el resultado es verdaderamente extraordinario.  Los recomiendo encarecidamente a cualquiera que pueda viajar a China.

Lara me lleva a un local para recibir un masaje tailandés.  A diferencia de lo que se encuentra en occidente bajo ese nombre – en no pocas ocasiones prostitución apenas encubierta – en China es genuino lo que implica, por ejemplo, que para recibirlo el visitante tiene que vestirse un pijama que le cubre totalmente.  El resultado no tiene desperdicio porque, envuelto en ese atuendo  peculiar, los efectos relajantes – me atrevería a decir que terapéuticos – resultan sensacionales.  La masajista me pregunta por la relación que tengo con la mujer que ha venido conmigo.  Mi conocimiento del chino ya me da para decirle que es mi hija.  Se sorprende un poco, de manera que tengo que darle algún dato más.  Hace tiempo que colegí que los hombres mayores que mantienen relaciones con jovencitas son numerosos.  Más de una vez han pensado que era mi caso.

Cuando salimos del hermoso lugar de masajes – adornado profusamente con motivos budistas – ya es de noche.  Lara me comenta lo conveniente que sería ir a cenar a la zona 1922.  De ella hablé bastante al describir un viaje anterior a Nanjing.  Como tantos espacios urbanos, sabe concentrar lo moderno y lo histórico,  lo chino y lo extranjero, siempre manteniéndose en un nivel estético muy agradable.

Tras caminar en medio de una noche sólo arañada por las luces de neón de los comercios nos detenemos en una pizzería al aire libre.  No recuerdo haber comido nunca pizza en China.  No tiene nada que envidiar - ¡ni mucho menos! – a la que pueda encontrarse en Florida o en España.  Mientras la devoramos, me digo que esto debe ser a fin de cuentas la globalización, una globalización positiva que, por nada del mundo, debería arrastrarnos a la locura de no mantener en pie y en perfecto estado de mantenimiento los muros que defienden nuestras fronteras.

CONTINUARÁ

Galería de imágenes