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Aventuras paraguayas (III): Ciudad del Este

Miércoles, 20 de Septiembre de 2017

La experiencia en Ciudad del Este con la que concluirá mi primera semana en Paraguay no dejó de ser singular. De entrada, por primera vez en mi visita – y única – voy a estar alojado en un hotel agradable.

No es lujoso, pero sí moderno y las instalaciones están bien. Se puede comparar perfectamente con los habituales – insisto: sin lujos – que hay en Europa o Estados Unidos. La pena es que sólo lo disfrutamos un día, pero tras la experiencia del lodo y la cebolla es como beber un vaso de agua fresca en medio del desierto.

En segundo lugar, comienzo a percatarme de la desorganización que va a caracterizar dramáticamente el viaje. Programadas hay dos intervenciones mías en la universidad para hablar de la ideología de género. Las presiones acaban teniendo como resultado que se supriman. No sé si es cuestión de las autoridades académicas – a cualquier cosa se le llama ya autoridad académica – si los organizadores se han amedrentado o si, simplemente, no se hizo lo que se debía hacer en el plano administrativo. Finalmente, una de las conferencias se mantendrá, pero trasladada a una iglesia. El resultado es electrizante y la gente queda entusiasmada, pero yo me pregunto si no habría tenido más fruto en otro entorno. De manera absolutamente injustificada no se graba. No es sino el inicio de una suma ininterrumpida de torpezas difíciles de justificar en ese sentido. Algunas de las mejores exposiciones de mi vida las pronunciaré estando en Paraguay. Los organizadores no grabarán ni una sola. Ni una. Pierden así una oportunidad que han sabido aprovechar en Perú, en Colombia, en Honduras, en Guatemala, en Panamá y en tantos otros lugares. Quedará constancia de mi visita sólo porque he aparecido en los medios de comunicación en entrevistas de las que podré reproducir algunas no gracias a los que coordinan – es un decir – el viaje sino a otros. En paralelo, R – como si fuera mi representante – va contado a distintas personas en posiciones de responsabilidad que pueden contar conmigo gratis para las más diversas tareas porque yo no cobro por mi trabajo. Si alguna necesitara un manager ya sé quién no tendría jamás ese trabajo.

También resulta más que notable la ausencia de mis libros. No fue total. Un día hubo una veintena de ejemplares de El legado de la Reformay algunos más de La herencia del cristianismo y todos se vendieron, pero eso fue todo. Tiempo habrá de decir que resultó peor en Asunción. No sería por falta de interés de la gente porque los que han asistido a mis exposiciones los piden, pero nadie realizó los arreglos para que estuvieran. Es otra muestra más de crasa incompetencia.

El domingo por la mañana estoy invitado a dar una exposición en una iglesia menonita sobre El legado de la Reforma. Los menonitas son uno de los grupos surgidos de la Reforma radical del siglo XVI y una de las denominadas iglesias de paz porque se han mantenido históricamente en el área de la objeción de conciencia. Hace más de treinta años – casi cuarenta, a decir verdad – colaboré con ellos en esa cuestión en España y en algunas naciones de Hispanoamérica. De manera bien reveladora, en mi último viaje a Colombia, una de las personas a las que presté mi asesoramiento se levantó en público a darme las gracias por aquella época. En España, no me fue tan bien. Las personas que vinieron a mi país de origen padecían de serios problemas para comprender la realidad y, en un momento dado, rompí mi relación con ellos advirtiéndoles de que no les iría bien. Así sucedió. Al cabo de unos años, cerraron sus dependencias en España, supongo que tras llegar a la conclusión de que se habían equivocado. Así quedó la historia hasta que hace unos cinco o seis años – aún no me había exiliado – dos de aquellas mismas personas pasaron por España y me manifestaron su voluntad de encontrarse conmigo. Nos vimos en el café Gijón y allí se disculparon por lo sucedido hacía más de treinta años. Según ellos, era obvio que se habían equivocado mientras que yo había tenido toda la razón. Además calificaron su conducta de “comportamientos carnales” – entiéndase en sentido bíblico – y venían, pues, a pedirme perdón.

Para mi aquel pasado había dejado de tener relevancia mucho, mucho tiempo atrás, pero debo reconocer que aquellas personas – acababan de jubilarse – me mostraron una característica de nobleza muy propia de los norteamericanos. Pueden pasar las décadas y vendrán a pedir disculpas por haberse equivocado contigo. En España, todavía hay quien defiende a cal y canto la Inquisición o la guerra civil. Pero no nos distraigamos.

Los menonitas en Paraguay son una institución. Un porcentaje elevado de ellos son de origen alemán pasado por Rusia adonde se exiliaron en el siglo XVIII acogiéndose a una oferta de Catalina la Grande en el sentido de que, a cambio de que colonizaran lo que nadie deseaba colonizar, se verían exentos del servicio militar. La exención funcionó con alzas y bajas durante mucho tiempo y se colapsó totalmente con la revolución bolchevique. Poco a poco fueron saliendo de Rusia y dirigiéndose a otras naciones como Estados Unidos, Canadá o Paraguay. Desde luego en Paraguay han demostrado con creces la inmensa diferencia que implica tener una visión bíblica como la recuperada por la Reforma o seguir todavía con la hispano-católica a cuestas. A pesar de que llegaron sin nada, en estos momentos representan, según algunos cálculos, más de la cuarta parte del PIB paraguayo. Su renta per cápita multiplica por cinco la del paraguayo medio. Según ellos, todo se debe a su fe en Dios y a la aplicación de principios bíblicos como la cultura del trabajo que nunca tuvimos en los países de la Contrarreforma. Humildes granjeros hace unas décadas, la industria agro-ganadera y láctea es prácticamente suya y no por subvenciones sino por méritos propios. Exponerles el legado de la Reforma fue un privilegio, pues, ya que ellos son una prueba viva de lo que significa y de lo que podrían ser nuestras naciones de no ser por la siniestra y sanguinaria Contrarreforma.

Me advirtieron de que no me alargara en la exposición, pero no hablé menos de una hora. No les molestó. Por el contrario, quedaron encantados. Tras la reunión, me obsequiaron con un libro sobre su trabajo en prisiones y un vaso para beber el mate. Había sido un tiempo muy grato, pero la experiencia más agradable del día – y de la semana – habría de tener lugar antes de que saliera esa tarde para Asunción. Fue la visita a las cataratas de Iguazú, es decir, en lenguaje guaraní, de la mucha agua. Pero de esos momentos excelsos, hablaré mañana. Antes, no obstante, he de señalar algunas impresiones que empecé a tener en Ciudad del Este y que se repitieron con mucha mayor insistencia en Asunción. Paraguay se enfrenta con desafíos de enorme envergadura como es la ofensiva salvaje y despiadada de la ideología de género que ya ha obtenido alguna victoria. No falta la gente que se da cuenta del peligro y que desea plantarle cara de la manera más efectiva porque aman a su nación y a sus familias. Entre los cristianos evangélicos, no es difícil encontrar personas preocupadas y deseosas de hacerlo lo mejor posible. Sin embargo, los paraguayos chocan con cuatro problemas de seria envergadura. El primero es la herencia hispano-católica. Como en España, los paraguayos están acostumbrados a que los valores morales los defienda un estado confesional o semi-confesional. Al igual que el niño pegado a las faldas de su madre – o que los españoles, sin ir más lejos – tienen dificultades para defender por su cuenta lo más esencial y las tienen porque carecen de práctica histórica. Los paralelos con España saltan a la vista. Sin embargo, en la sociedad actual o aprenden a organizarse y defenderse o los devorarán. Así de claro. El segundo es el desconocimiento del tema. Las buenas intenciones no bastan lamentablemente. En mis últimas horas – ya lo referiré con más detalle – tuve la oportunidad de ver cómo un periodista no especialmente agudo hacía trizas a un clérigo que se puso a hablar de ideología de género. No le costó nada hacerlo porque el personaje en cuestión era un ignorante. La lección es que hay cosas demasiado serias como para dejarlas en manos de aficionados. El tercero es que no veo indicios de que sepan aceptar los costes de hacer las cosas bien. Pretender buscar lo más barato, lo menos costoso lo que menos exija es una locura. Es como intentar asegurar la casa frente a un huracán y tapar las ventanas con cartón porque resulta más barato. En ese sentido, R intentando promocionarme refiriéndose a que soy gratis constituye un lamentable ejemplo de lo que jamás hay que hacer. Nada es gratis y menos todavía lo excelente. Naturalmente, podemos optar por las defensas de cartón. El cuarto y último es una dificultad para organizarse y coordinarse de manera adecuada. Como ya he señalado antes, ni una sola de las entidades que me invitaron – y fueron varias – grabó mis exposiciones. Lo que ha quedado de lo que yo haya podido enseñar o aportar se lo debemos a medios de comunicación seculares o a las notas que alguien tomó. A pesar del notable entusiasmo que he percibido en estas dos semanas en relación con mis exposiciones, iré padeciendo una sensación creciente de estar arrojando agua en un cesto. Podría esa agua calmar la sed o servir para el cultivo de la tierra, pero mucha se va a perder por la sencilla razón de que nadie, absolutamente nadie, ha caído en lo conveniente de conservar y difundir esos materiales. Esta impresión que comienzo a sentir con inquietud y preocupación en Ciudad del Este se convertirá en angustiosa en Asunción. Pero de eso ya hablaré más adelante.

CONTINUARÁ