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El paraíso está en California (I)

Miércoles, 12 de Octubre de 2016

Que sobre tu ciudad se desplace un huracán tiene sus inconvenientes. Por ejemplo, cancelan los vuelos y cierran los aeropuertos. Gracias a Dios en lo que a mi se refiere, el huracán no pasó de algunas lluvias inferiores en cuantía a las que había tenido que soportar las semanas anteriores. Sin embargo, podía haber sido trágico y en circunstancias así es cuando debemos reparar en que estamos ciertamente en manos de Dios. No hay nada que nos proporcione una seguridad total y los que han sufrido estos fenómenos lo saben. Podemos, sí, intentar ser lo más precavidos que se pueda, pero estamos sustancialmente desnudos frente a ciertos fenómenos. En cualquier caso, perdí un día entero, pues, pero, al fin y a la postre, pude viajar a California. Sin duda, una gran fortuna en comparación con el desastre que se abatió sobre tantos.

Describir California no es fácil. Podría decir, por ejemplo, que si fuera un estado independiente sería entre la quinta y la séptima economía mundial o que la capital del cine mundial – aunque a brazo partido contra India – se encuentra en su territorio o que se halla a la cabeza del avance tecnológico del globo. Sin embargo, deseo detenerme en otros aspectos. Por ejemplo, su condición paradisíaca.

Antes de la llegada de los exiliados cubanos a Miami, ésta era una ciudad de invierno. La gente que escapaba de los fríos del norte – en un porcentaje elevado judíos adinerados – bajaba a Florida para encontrar sol y calor. Pero – insisto en ello - era sólo una ciudad de invierno. De hecho, cuando llegaba el verano, los hoteles cerraban y sus empleados marchaban a trabajar a otros estados. Esa situación la cambiaron unos cubanos deseosos de salir adelante en su país de recepción. Fue así como surgió una Florida atractiva para todas las épocas del año. California, sin embargo, para aquel entonces ya llevaba muchísimo tiempo siendo refugio paradisíaco. Por ejemplo, a inicios del siglo XX, el entonces presidente de los Testigos de Jehová – que todavía no se llamaban así – J. F. Rutherford decidió comprarse en el estado una casa donde, supuestamente, vivirían los patriarcas que resucitarían en los años veinte. Como todo el mundo sabe, los patriarcas no resucitaron y Rutherford aprovechó la vivienda en California para pasar el invierno. Miami estaba más cerca de Nueva York, pero todavía no había llegado la influencia redentora de los cubanos. Yo sí he llegado donde quiero llegar y es a afirmar que California es lo más parecido al paraíso en la tierra.

El paisaje y el clima de California resultan especialmente atractivos, pero para los españoles son además increíblemente familiares. Mientras uno se desplaza por los caminos de San Diego, el paisaje trae recuerdos de otros similares situados en la sierra de Madrid, en Murcia o en Alicante. Y, sin embargo, estamos en la costa del Pacífico. Ese suave soplo del viento, ese airecillo nocturno dulce y refrescante, ese paisaje ondulado con árboles y palmeras familiares que tanto resuenan a imágenes de España son característicos de California. Todo lo que tiene la Naturaleza americana de temible, de inmenso, de incomensurable y que podemos ver lo mismo en Florida que en Michigan, en Texas que en Ohio, pero que resulta extraño para los españoles, está ausente de California. En cuanto a las casas… Ramón J. Sender – que, exiliado de España, acabó siendo profesor en la universidad californiana de La Jolla – escribió un libro genial titulado La tesis de Nancy en que relataba como una estudiante americana viajaba a España para preparar su tesis doctoral. La novela – que provoca una carcajada tras otra – relata, por ejemplo, la sorpresa de Nancy al descubrir que Andalucía está llena de casas de estilo californiano. La realidad – bien se lo imaginará el lector – es que California está repleta de casas de estilo californiano, sí, pero que se trata de un estilo más que inspirado en Andalucía y Castilla.

Junto a esto, California tiene todo lo que de bueno presenta Estados Unidos en contraste con España o con Hispanoamérica. La pluralidad de razas y culturas en California convierte al sur de la Florida o a Nueva York en sociedades casi en blanco y negro. Amarillos y negros, blancos y cobrizos pasan por las calles californianas con una naturalidad que no se percibe precisamente porque es eso, natural. Pero, como es habitual en Estados Unidos, especialmente en los ambientes anglos, la gente es llamativamente educada. No grita para pedir las cosas, no se cuela en las filas de espera, no se muestra grosera ni carente de urbanidad. Por el contrario, demuestra un civismo constante. En los parques, los niños son educados y no chillan ni corren chocando con los adultos y menos todavía se ve a una madre histérica que grita desde el fondo de la garganta: ¡¡¡¡¡Joséeeeeeeeeeeeee Luuuiiiiiiiiiiiiiiiiiis!!! O Paquito o Manolín. Tampoco la gente vocea en los restaurantes ni se aglomera en las playas en medio de un remolino de toallas y bolsas y sillas.

La mañana del sábado, fui a desayunar con mi hija a un hermoso restaurante en primera línea de playa. Recorriendo una ruta de colinas arboladas que me recordó mucho al camino hacia Pinos Reales una vez que se sale de San Martín de Valdeiglesias, llegamos al lugar. Una vez más, el civismo americano brillaba resplandeciente. La gente esperaba su turno en la cola charlando con educación. Las camareras eran atentas. En la playa, los jóvenes se lanzaban a las olas sobre sus tablas de surf. Todo con un silencio, un sosiego, una calma, una serenidad casi místicas. Y así, bajo un sol suave como el de la España templada, con un cielo azul como podría serlo el de Valencia, disfrutando de una excelente comida, confirmándome en la idea de que se puede ser feliz sin emborracharse, sin gritar a voces, sin asestar codazos a todo el que está cerca, sin que los niños se comporten como pequeños bárbaros hijos de ineducados padres, me dije que si existe un paraíso en la tierra quizá se encuentra en California.

 

CONTINUARÁ