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Guatemala (III): Antigua (II)

Martes, 17 de Octubre de 2017

Me quedé ayer a punto de hablarles de uno de los lugares de visita obligatoria en Antigua que es la Casa Popenoe. Situada en la esquina suroeste de la 1a avenida Sur y la 5a calle Oriente, originalmente fue una residencia que comenzó a construirse en 1762 por orden de Venancia López, la esposa del escribano real Andrés Guerra.

La casa se alzó sobre dos inmuebles que ya existían y que habían sido elevados a mediados del siglo XVII por el sacerdote Juan de Torres. Tampoco el clérigo construía de nuevo porque ambos edificios descansaban sobre lo que había sido otra casa de la segunda mitad del siglo XVI. Como sucedió con el resto de los edificios de Antigua, fue abandonada tras el terremoto y la orden de traslado y, como pasó también con otros lugares, fue víctima de los okupas. Si ha llegado hasta nuestros días como un hermoso lugar para visitar se debe a dos instancias: Frederick Wilson Popenoe y la Marro.

Empecemos por Popenoe. En 1930, compró la casa – que era conocida como la casa del capuchino por un ciprés capuchino que todavía está en el patio principal - a precio de saldo a Ciriaco Peralta. Inicialmente, las tareas de acondicionamiento y reconstrucción resultaron ingentes siquiera por el mal uso continuado de siglos y también por el deseo de Popenoe de conservar el aliento colonial y no estropear el edificio con aportaciones modernas. En 1932, falleció Dorothy, la primera esposa de Popenoe, pero las obras avanzaron extraordinariamente con un Popenoe retirado a vivir a Guatemala y casado con Helen Barsaloux. El resultado no fue sólo la constitución de una residencia colonial semejante en casi todo a la que habían disfrutado los españoles durante generaciones sino también la recuperación de un legado artístico. Por ejemplo, Helen se empeñó en decorar las estancias con imágenes que iba salvando de distintas iglesias. No era el uso español, pero reunió un patrimonio – incluidos otros objetos de culto – más que notable. No sólo eso. Incluso las soluciones arquitectónicas por las que optaron los Popenoe para elementos como las ventanas a pesar de no ser las originales españolas acabaron siendo copiadas en la ciudad y forman ya parte del paisaje urbano.

Popenoe – como es ley de vida – falleció, pero su legado no pereció con él. Hace diez años, una hija suya, Marion, en nombre de la familia, donó la casa a la Marro y eso la catapultó hacia la permanencia y el disfrute de la comunidad. La Casa Popenoe es un verdadero museo en el que se puede contemplar desde los palomares construidos para poder violar la orden de no criar ganado, conseguir proteínas y permanecer en Antigua hasta una sucesión más que notable de objetos del período colonial. Todo ello sumado a la voluntad de un hombre de reconstruir ese pasado dejando excluida la electricidad o el aire acondicionado, pero aceptando una concesión indispensable para su mujer: un cuarto de baño moderno. Casi sorprende que mientras se recorren las habitaciones o se pasea por el jardín no aparezca de repente un fraile o un escribano de la época de la Colonia y nos salude con gesto adusto.

La Casa Popenoe es el paso previo para detenernos – Lasquetty es el tipo de guía que cualquiera desearía para cualquier lugar del mundo desde Noruega hasta la Antártida – en dos lugares especialmente placenteros. Uno es una tienda de cacao donde se puede comprender ya nada más entrar lo que significó la cultura del cacao – el Kakau de los mayas - a la que nosotros apenas nos asomamos a través de las tabletas de chocolate, pero que constituye un cosmos de texturas, sabores y fragancias. El otro es la Casa del jade.

Reconozco mi debilidad por el jade. Igualmente he de reconocer que descubro lo ignorante que soy, a pesar de mi afición, al pasar por este lugar. El establecimiento no es muy grande, pero resultan extraordinarios el gusto y la sabiduría con que se ha levantado. No sólo se trata de la explicación magnífica de las distintas clases de jade - ¿sabían ustedes, por ejemplo, que existe un jade morado? – sino del viaje al mundo de los mayas que lo acompaña. No puedo aquí detenerme en una detallada exposición de lo que fue el mundo maya, uno de mis hobbies más acariciados. Baste aquí decir que su desarrollo histórico fue desde unos dos mil años antes de Cristo hasta el siglo XVI en que la Conquista española le puso fin. En otras palabras, en términos de extensión cronológica, su importancia no cede ante Roma – a decir verdad, casi la duplica – ni tampoco ante Grecia, Mesopotamia o incluso Egipto cuyas pirámides desafió con otras no menos impresionantes. Los mayas tuvieron un sistema de escritura desarrollado – algo poco común en la América precolombina – y destacaron en áreas del saber como las bellas artes, las matemáticas o la astronomía. Desde el sureste de México – más o menos a la altura del Yucatán – hasta El Salvador pasando por Guatemala, Belice y buena parte de Honduras, los mayas constituyeron una de las explosiones culturales más geniales de la Historia. Es una pena que una bestia frailuna llamado Landa destruyera sus códices porque apenas podemos imaginar la riqueza cultural a la que hubiéramos podido acceder.

En la Casa del jade, descendemos ciertamente al inframundo y nos encontramos, entre otras delicias estéticas, con grandes personajes como Pakal el grande, señor de Palenque. El guía del museo – personaje entendido – se burla de los que ven en su tumba una nave espacial – necedad repetida hasta la saciedad en programas de ínfima calidad – por la sencilla razón de que el supuesto vehículo es sólo el árbol de la ceiba y el maya, en realidad, está no viajando por el espacio sino descendiendo al inframundo. Le sorprenden los comentarios que le hago sobre la cultura maya y enseguida entablamos conversación sobre elementos que a mi personalmente me entusiasman. En algún momento, siento el temor de que Lasquetty pueda sentirse aburrido por nuestra conversación, pero o por su exquisita cortesía o porque los mayas lo han enganchado también da la sensación de no sentirse molesto. El lugar – no insisto en ello bastante – resulta de visita obligada. Incluso las piezas de jade que se venden allí, aparte de no ser accesibles en otras partes del mundo, resultan más que asequibles. De buena gana, me habría quedado hablando con el guía horas enteras, pero no es posible.

Aún me quedará por ver la confluencia de volcanes en Antigua. Por cierto, nota para doña Sagrario Fernández Prieto: en estos volcanes se inspiró Saint Exupéry para su obra El principito. De hecho, la descripción que hace de los volcanes que había en el pequeño planeta es exactamente la que corresponde a esta prodigiosa población. Al final, en no pocas ocasiones, todo está más interrelacionado de lo que pensamos.

El viaje a Antigua se verá coronado por un excelente almuerzo – Lasquetty se ha adaptado a la gastronomía guatemalteca de una manera que parece nacido al pie de un volcán de Antigua – y un regreso en automóvil en el que compartimos experiencias y anécdotas de la vieja España. En Guatemala, me espera la presentación – más que grata y seguida de firma de libros – en la librería Sophos. Es sin duda, la coronación de una jornada imposible de borrar de mi memoria. En ella se han conjugado virtudes que aprecio de manera especial y cuya lamentable ausencia me parece un signo indiscutible de falta de civilización: la hospitalidad, la educación, la excelente conversación, la gentileza hacia los invitados, el arte, la Historia y el descubrimiento de nuevas manifestaciones culturales. Cuando nos encontramos ante esas conductas, sin duda, disfrutamos de la verdadera cultura y del auténtico progreso; cuando están ausentes se trata de una muestra indiscutible de que nos hallamos en medio de bárbaros, de seres ineducados, cuya presencia uno desearía lejana. Una vez más: ¡Gracias Javier! ¡Gracias Marro!

CONTINUARÁ