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Mi Buenos Aires querido… (II): Desde la Plaza de Mayo

Jueves, 12 de Mayo de 2016

Pasear por Buenos Aires constituye un placer estético, cultural e histórico. Les propongo que se detengan un momento en la Plaza de Mayo que algunos, muy equivocadamente, relacionan sólo con las madres de los desaparecidos.

En ella se concentran más de cuatro siglos de Historia. Levantada por Juan de Garay en 1580, albergó desde sus inicios el edificio del Cabildo desde donde se gobernó la colonia y también desde donde se proclamó la independencia en mayo de 1810. Los argentinos fueron los primeros en buscar la emancipación de España quizá porque su identidad peculiar se había forjado antes que la de otros hispanoamericanos. Me atrevería incluso a decir que comenzó a cristalizar de manera heroica y trágica a la vez cuando, unos años antes de la proclama, siendo todavía dominio español, lograron repeler las invasiones inglesas. No eran, como en otros casos, una parte de colonia que deseara seguir siendo española o que pretendiera vengar los agravios indios o que, simplemente, ansiara perpetuar el poder de una oligarquía local en poco o nada diferente del dominio virreinal. No. Adelantados en el tiempo y en las ideas a no pocos de los otros hispanoamericanos, existía un impulso por crear no sólo una entidad independiente sino mejor que aquella que había existido hasta entonces.

A unos metros del cabildo, se encuentra la catedral en la que reposan los restos de José San Martín, el libertador de Argentina, uno de los personajes más extraordinarios de la Historia americana y, a la vez, un símbolo de sus contradicciones y una clave para entender su destino bien diferente al de la América del norte. Desde muchos puntos de vista, San Martín no tiene nada que envidiar a los Padres fundadores de Estados Unidos. Fue, sin ningún género de dudas, mucho mejor militar que George Washington que lo hubiera pasado muy mal sin el apoyo de las marinas francesa y española. San Martín participó incluso en una de las pocas derrotas asestadas al ejército napoleónico, la librada en suelo español, en la cercanía de Bailén. Tampoco estuvo San Martín por detrás de Washington en la ambición de lo mejor para su pueblo. Sin embargo, los resultados fueron bien dispares. La razón estaba en los cimientos. Washington, como los Padres fundadores, construyeron sobre la base de un protestantismo puritano que extraía su fuerza de la Biblia. San Martín, como Bolívar, debían edificar sobre una sociedad hispano-católica. Ambos intentaron suplir las enormes carencias para construir una sociedad libre con el recurso a la masonería, pero las logias no son el caldo de cultivo de la democracia sino del poder en la sombra. Bolívar acabó desengañado de aquella proximidad y decretando la ilegalización de las sociedades secretas – lo que le costó un atentado y su retiro de la política – San Martín incluso abandonó Argentina y falleció en Francia. Sin duda, dos destinos trágicos para dos grandísimos hombres. Me dicen que los restos mortales de San Martín no descansan, en realidad, en el interior de la catedral sino fuera de la misma aunque la placa conmemorativa se encuentre, con una guardia militar, en el seno de una capilla. Se trataría, pues, de un símbolo insuperable: San Martín amaba tanto la libertad que no podía tener cabida dentro de una catedral católica. Su grandeza, sin embargo, obligaba incluso a realizar concesiones a las autoridades eclesiales.

La vista, acompañada por unos pies que se sienten especialmente ligeros, recorre el lugar y se desvía a las cercanías. Más allá de los edificios de la legislatura, del Banco de la Nación, del palacio de gobierno y de la pirámide de mayo llama poderosamente la atención la Casa Rosada, el equivalente argentino de la Casa Blanca. Su construcción comenzó en 1862 en el lugar donde antes se alzó el Fuerte viejo. No es tan imponente como su equivalente en Washington, pero sigue resultando impresionante y extrañamente familiar, como provista de un aliento español.

Mi consejo – modesto por la inexperiencia – es que no se queden en la plaza sino que se desplacen hacia sus alrededores. Lugares como el Café Tortoni – donde me permití posar al lado de las estatuas de Borges, Gardel y Rosa Chacel – o el Palacio Barolo (ambos en la avenida de mayo) resultan obligados. El primero porque es uno de los cafés más hermosos del mundo – sí, más que el Gijón, lo siento – el segundo porque encierra una historia absolutamente mágica ya que su constructor se inspiró en la Divina Comedia de Dante y las leyendas afirman que desde él se puede pasar al paraíso, pero también franquear las puertas del infierno. Es más, el edificio sería una de las jambas del lóbrego lugar hallándose la otra en el vecino Uruguay.

Si además prosiguen hasta el teatro Colón – uno de los más impresionantes de todo el globo – o el obelisco de la Avenida del 9 de julio, erigido en 1936, podrán considerar que el paseo ha merecido más que la pena. Habrá sido así porque además, de camino, se podrán detener en infinidad de librerías de todo tipo donde se encuentran los textos más inesperados. De ello doy fe más que nunca sin ánimo de ser exhaustivos.

La noche del día en que yo pasé ante estos edificios rezumantes de Historia y de cultura la rematé en Puerto Madero, un extraordinario enclave nacido del deseo de dotar de un nuevo puerto a la ciudad de Buenos Aires. Un amigo cercano y español me dijo cierta vez que lo que de estético, delicado y hermoso hay en el alma argentina debe atribuirse no a la herencia hispana sino a la italiana. Se puede aceptar o disentir, pero su razón para afirmarlo era, precisamente, Puerto Madero. “Esto – y citaba el nombre de un conocidísimo constructor españos – lo habría arrasado para levantar edificios horribles. Naturalmente, después de haber sobornado a políticos. Los argentinos, sin embargo, le han dado este gusto…”. Y, ciertamente, gusto es lo que mejor define a Puerto Madero donde construcciones feas y viejas han sido prodigiosamente transformadas en edificios gráciles con apartamentos modernos y comercios elegantes. Por la noche, el buque museo fragata Presidente Sarmiento aparece como un ejemplo de lo que se podría hacer en no pocos puertos españoles y, desde luego, no se lleva a cabo.

Ah, Buenos Aires es todo esto que apenas acierto a describirles. Es la aventura colonial llevada casi hasta el fin del mundo – de la época, claro está – la defensa de la tierra frente a las agresiones extranjeras, la independencia no rechazando la lengua ni la Historia común sino buscando un futuro mejor, las contradicciones entre lo soñado y lo vivido, el arte refugiado en un café delicioso, la cultura albergada en infinidad de estantes rebosantes de libros, las puertas del paraíso y la posibilidad oculta de descender hasta el Hades. Pero también es mucho más. Espero mostrárselo así en las próximas entregas.

 

CONTINUARÁ