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Estudio bíblico (III): Nuevo Testamento o Kainé Diazeké

Viernes, 24 de Octubre de 2014

La semana pasada expliqué el contenido del Antiguo Testamento o Tanaj. Sé que no es cosa fácil para los que apenas se han acercado a él, pero confío en que durante las próximas semanas iremos desgranándolo poco a poco – ya saben ustedes una semana, antiguo y otra nuevo – y que también, poco a poco, todo se hará comprensible.

El Nuevo Testamento tiene una extensión menor – aproximadamente la mitad – y una estructura más sencilla. Su nombre es equívoco. En realidad, debería llamarse Nuevo Pacto ya que el nombre deriva de Jeremías 31: 31, donde Dios anuncia por boca del profeta que llegará un tiempo en que hará un Nuevo Pacto con la casa de Israel. Precisamente, en el curso del séder de pésaj – o cena de Pascua judía – Jesús afirmó que ese Nuevo Pacto se sellaba esa noche y que la base era su sangre que sería derramada en breve como sacrificio expiatorio. Jesús unía así varios elementos del Antiguo Testamento: primero, la idea del Nuevo Pacto; segundo, que ese Nuevo Pacto sellado en la Pascua superaba al Antiguo Pacto, un Pacto cuyos antecedentes estuvieron en la primera Pascua en que la sangre del cordero sacrificado evitó que el ángel tocara a los hijos de Israel; tercero, que ese Nuevo Pacto era llevado a cabo por el Mesías-Siervo profetizado especialmente por el profeta Isaías (52: 13-53: 12), un mesías que moriría en expiación por los pecados de muchos. Todos eran elementos presentes en el Antiguo Testamento, pero también en la literatura judía y, en aquellos tiempos, lo verdaderamente original no era su formulación sino que Jesús se presentara como su realización. ¿Cómo el Pacto pasó a Testamento? Muy sencillo. Al latín fue traducido como Testamentum – una traducción no del todo exacta – y de ahí pasó al resto de lenguas occidentales. No es así, por ejemplo, en hebreo donde se ha conservado el término “berit” – el usado por Jeremías – que significa precisamente “pacto”. Por lo tanto, el Nuevo Testamento no son sino las Escrituras relacionadas con el Nuevo Pacto.

En términos generales, el Nuevo Testamento se divide en dos grandes bloques de libros, los Evangelios y las Epístolas. El libro de los Hechos de los Apóstoles es un puente entre los Evangelios y las Epístolas y el Apocalipsis es una especie de conclusión del Nuevo Testamento. La división queda así:
I. Cartas de Pablo: aparecen consignadas por su longitud y no por orden cronológico. El orden de redacción más probable fue: Gálatas (en torno al año 49 y antes del denominado concilio de Jerusalén), I Corintios, II Corintios, Romanos, Cartas de la cautividad (Efesios, Filipenses, Colosenses y Filemón) y Cartas pastorales (I Timoteo, Tito y II Timoteo).

  1. Evangelios: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Aunque me referiré a ellos más detalladamente en el futuro quisiera adelantar que, en mi opinión, todos fueron redactados antes del año 70 d. de C., en que fue arrasada la ciudad de Jerusalén y su templo. De manera bien reveladora – y a diferencia de los apócrifos – sus autores fueron o apóstoles o personas muy estrechamente vinculadas a un apóstol.
  2. Hechos: escrito por el mismo autor del Evangelio de Lucas, su fecha de datación es previa al año 62 d. de C., en la que murió Santiago, el hermano de Jesús. Dado que Hechos es una continuación o segunda parte del Evangelio de Lucas (Hechos 1: 1 ss), el primer texto debió escribir como muy tarde a finales de la década de los cincuenta del siglo I. Puesto que Lucas señala que otros ya habían escrito evangelios antes que él (Lucas 1: 1 ss) al menos algunos de los Evangelios son de la década de los cincuenta o anteriores. De acuerdo con el papiro Thiede de Mateo, este evangelio podría haber sido escrito en la década de los cuarenta o antes. Juan – a pesar de lo que se afirma actualmente – es un texto que, muy posiblemente, pudo ser redactado también en los años treinta o cuarenta. Paradójicamente, Marcos – que se suele considerar el primero sólo porque es el más corto – puede haber sido el más tardío y ya en la década de los sesenta. Pero insisto: volveremos sobre ello.
  3. Las Cartas: mejor que epístolas sería decir cartas, pero no es un tema de especial relevancia. Se encuentran divididas en varios bloques:

II. Cartas judeo-cristianas (otros prefieren denominarlas universales): Hebreos, Santiago, I de Juan, II de Juan, III de Juan, Judas.
El Nuevo Testamento crea una extraordinaria sensación de inmediatez no sólo por la descripción de la vida y de la enseñanza de Jesús sino también por la manera en que podemos ver cómo vivían y qué creían los primeros cristianos, por cierto, bien poco cercano a lo que ahora viven y creen ciertas confesiones religiosas.

  1. El Apocalipsis: escrito por un Juan que suele identificarse con el apóstol del mismo nombre, autor del evangelio y de las cartas, aunque hay opiniones al respecto.

Para ponernos en ambiente, esta semana sería bueno que leyéramos – con cuaderno al lado para anotar – las parábolas del capítulo 15 de Lucas y el himno al amor recogido en el capítulo 13 de I Corintios.

 

Marcos (II): 1: 2-6

Los primeros versículos de Marcos están relacionados con la figura de Juan el Bautista. De él nos hablan las fuentes judías, especialmente Josefo, y existe un consenso en el sentido de que era un profeta, es decir, no un vaticinador de eventos como vulgarmente cree la gente sino alguien que contemplaba la sociedad que lo rodeaba y que anunciaba cómo la veía Dios y no los hombres. Marcos lo presenta de una manera muy concreta:


Pero ¿por qué Juan sumergía a la gente en agua como signo de la conversión? La respuesta es muy sencilla si se conoce el trasfondo judío. Cuando una mujer pagana se convertía al judaísmo a su testimonio de fe sumaba la inmersión total en agua; en el caso de los hombres, eran circuncidados y eran también inmersos en agua totalmente. Juan estaba lanzando un mensaje verdaderamente tremendo: “no tiene la menor importancia que seáis judíos de pura cepa, que descendáis de Abraham, que estéis circuncidados. Si no os convertís a Dios, no sois distintos de los paganos pecadores”. En otras palabras, los que acudían a él del país necesitaban convertirse tanto como cualquier gentil. Como diría haciendo un juego de palabras, Dios podía levantar hijos (benim) de Abraham de entre las piedras (ebenim) (Mateo 3: 9). Si alguien pensaba que por ser racialmente judío era más importante estaba profundamente equivocado. También él necesitaba volverse a Dios.

  1. Juan era el cumplimiento de la profecía (v. 2-3). Isaías (40: 1-3) había anunciado que alguien aparecería en el desierto precediendo la llegada del mismo Dios. Esa voz proclamaría un mensaje peculiar, el de que había que bajar las montañas y rellenar los valles. ¿Por qué? La imagen resulta enormemente sugestiva. La existencia de valles y montañas limita nuestra visión del paisaje. En realidad, para que pudiéramos ver todo con facilidad tendría que extenderse ante nuestra vista un terreno llano. La voz haría precisamente eso. Apartaría lo que obstaculizara la vista para que la gente pudiera contemplar al Señor que vendría a salvar.
  2. Juan predicaba un mensaje muy claro (v. 4). La predicación de Juan era la de la teshuvahjudía o, como escribe Marcos en griego, la metanoia. En otras palabras, había que volverse a Dios y cambiar de mentalidad, había que convertirse. Esa conversión quedaría simbolizada por la inmersión en agua. Porque el verbo baptizo en griego significa sumergir y no lanzar unas gotitas de agua por encima. En otras palabras, calificar de bautismo a algo que no es inmersión es como calificar de descenso a la ausencia de movimiento hacia abajo.

Ni que decir tiene que el mensaje de Juan resultaba muy radical porque relativizaba totalmente la práctica religiosa para subrayar la conversión – algo que contaba con precedentes en los profetas – y no sorprende que acabara como acabó, pero no adelantemos acontecimientos.
Y entonces apareció Jesús… pero de eso hablaremos ya la semana que viene.

  1. Juan se presentaba como el Elías escatológico (v. 6). Era creencia común entre los judíos la de que el mesías vendría precedido por el profeta Elías. La discusión se centraba en si ese Elías sería literal o simbólico, es decir, una persona semejante a él. Juan, de entrada, se vestía y se alimentaba como Elías tal y como puede verse en I Reyes 1: 8. No era una mera pose. Era una clave.
  2. Juan anunciaba al mesías (v. 7). A pesar de que Juan era consciente de su relevancia, sabía que el importante no era él – el profeta sabe siempre que él no es el importante – sino el mesías siervo al que anunciaba. La distancia entre ambos era tan abismal que no era digno ni de desatarle el calzado y
  3. Juan anunciaba a un mesías ante el que nadie podría ser indiferente (v. 8). Durante aquellos tiempos, Juan estaba en el desierto sumergiendo a la gente en agua en señal de su conversión. Lo que haría el mesías sería mucho más relevante. En sus manos, estaría la posibilidad de sumergir a la gente en Espíritu Santo, una promesa de enorme trascendencia ya señalada por los profetas (Joel 2: 28 ss).

CONTINUARÁ