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La Reforma indispensable (XI): Un monje llamado Lutero (V): los primeros años (V)

Domingo, 31 de Agosto de 2014

El mensaje de salvación

​ El estudio de la Escritura confirmó la experiencia personal de Lutero referente a la situación de pecado del hombre. Sin embargo, en las Escrituras no encontró sólo una afirmación tajante sobre el estado universal de perdición sino, por encima de todo, un mensaje de Buenas Noticias, el de la salvación por la fe en Cristo.

La respuesta de Pablo relativa a la posibilidad de salvación resulta afirmativa en la carta a los Romanos y hunde sus raíces en los textos del Antiguo Testamento que hacen referencia a la muerte de un ser inocente en pago por los pecados de los culpables, en las profecías sobre un mesías que morirá en expiación por las culpas del género humano (Isaías 53) y en la propia predicación de Jesús que se ha presentado como ese mesías-siervo que entregará su vida en rescate por muchos (Marcos 10, 45). Dios – que no puede ser justo y, a la vez, declarar justo a alguien que es pecador e injusto – ha enviado a alguien para morir en sustitución y en expiación por las faltas del género humano. Esa obra llevada a cabo por Jesús en la cruz no puede ser ni pagada ni adquirida ni merecida. Tan sólo cabe aceptarla a través de la fe o rechazarla. Los que la aceptan a través de la fe son aquellos a los que Dios declara justos, a los que justifica, no porque sean buenos o justos gracias a sus propios méritos sino porque han aceptado la expiación que Jesús llevó a cabo en la cruz. De esa manera, Dios puede ser justo y, al mismo tiempo, justificar al que no lo es. De esa manera también queda claro que la salvación es un regalo de Dios, un resultado de su gracia y no de las obras o del esfuerzo humano:

21 Pero ahora, sin la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, testificada por la ley y por los profetas, 22 la justicia de Dios por la fe en Jesús el mesías, para todos los que creen en él: porque no hay diferencia; 23 por cuanto todos pecaron, y están destituídos de la gloria de Dios; 24 siendo justificados gratuitamente por su gracia a través de la redención que hay en el mesías Jesús; 25 al cual Dios ha colocado como propiciación a través de la fe en su sangre, para manifestación de su justicia, pasando por alto, en su paciencia, los pecados pasados, 26 con la finalidad de manifestar su justicia en este tiempo, para ser justo, y, a la vez, el que justifica al que tiene fe en Jesús. 27 ¿Dónde queda, por lo tanto, el orgullo? Se ve excluído. ¿Por qué ley? ¿por las obras? No, sino por la de la fe.28 Así que llegamos a la conclusión de que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley.

(Romanos 3, 21-28)

 

Precisamente, el inicio del capítulo 5 de la epístola a los Romanos constituye un resumen de de toda la exposición del camino de salvación expuesto por Pablo:

1 Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesús el mesías: 2 por el cual también tenemos entrada mediante la fe a esta gracia en la cual estamos firmes y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.

(Romanos 5, 1-2)

 

Pero para Pablo no basta con señalar la fe como la vía por la que el hombre al final recibe la salvación de Dios, por la que es declarado justo por Dios, por la que es justificado. Además quiere dejar claramente de manifiesto que el origen de todo ese gigantesco y prodigioso drama espiritual se encontraba en el amor de Dios, un amor que no merece el género humano porque fue derramado sobre él cuando estaba caracterizado por la enemistad con Dios:

 

5 Y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. 6 Porque el mesías, cuando aún éramos débiles, a su tiempo, murió por los impíos. 7 Es cierto que ya es raro que alguien muera por una persona que sea justa. Sin embargo, es posible que alguien se atreva a morir por alguien bueno. 8 pero Dios deja de manifiesto su amor para con nosotros, porque siendo aún pecadores, el mesías murió por nosotros. 9Por lo tanto, justificados ahora en su sangre, con mucha más razón seremos salvados por él de la ira. 10 porque si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo, mucho más ahora que ya estamos reconciliados, seremos salvados por su vida.

(Romanos 5, 5-10)

 

Sobre ese conjunto de circunstancias claramente establecido por Pablo – el que Dios nos ha amado sin motivo, el que ha enviado a su Hijo a morir por el género humano y el que la salvación es un regalo divino que se recibe no por méritos propios sino a través de la fe – viene a sustentarse el modelo ético del cristianismo al que se referirá a continuación. Se trata, por lo tanto, de una peculiar ética porque no arranca del deseo de garantizar o adquirir la salvación, sino de la gratitud que brota de haber recibido ya esa salvación de manera inmerecida.

Cuando se capta el mensaje de la salvación por gracia a través de la fe que hemos visto en Pablo es cuando comprendemos al Lutero profesor que enseñaba sobre la carta a los Romanos. Se esté o no de acuerdo con la afirmación de los autores que consideran que “de todos los comentarios clásicos sobre esta Epístola, los de Lutero no han sido superados nunca” [1], lo cierto es que el tiempo que el agustino dedicó a enseñar sobre la epístola a los Romanos (1515-1516) resulta esencial para explicar su caso. De hecho, este curso tuvo lugar apenas un par de años antes de sus tesis sobre las indulgencias y, por añadidura, en él se contiene en no escasa medida su teología posterior.

Por uno de esos caprichos tan habituales en la Historia, el texto permaneció desconocido y no leído durante cuatrocientos años a pesar de que el documento había sido tratado con sumo cuidado por los herederos de Lutero. En 1582, fue encuadernado en cuero rojo y en las cubiertas se grabó el escudo de armas del Elector, pero en 1594, los hijos de Pablo Lutero, es decir, los nietos del reformador, vendieron todos los manuscritos al Margrave de Brandeburgo, cuya biblioteca fue finalmente incorporada a la Biblioteca Real de Berlín. En 1846, el manuscrito fue exhibido con motivo del tercer aniversario de la muerte de Lutero. Sin embargo, el texto no fue objeto de especial interés hasta que el dominico Denifle, un encarnizado anti-protestante, se valió de una copia que había en la Biblioteca del Vaticano como uno de los materiales utilizados para redactar un libro contrario a Lutero. La obra de Denifle está muy desacreditada en la actualidad incluso en ámbitos católicos, pero debe reconocerse que su insistencia en rescatar el comentario de Lutero sobre la epístola a los Romanos contribuyó no poco a provocar lo que se ha denominado el Renacimiento de Lutero. Desde luego, el comentario sobre Romanos pone de manifiesto cómo el profesor Lutero había asimilado totalmente el enfoque paulino sobre la justificación por la fe y lo había convertido en el eje sobre el que giraba su teología.

 

Para Lutero, como para Pablo, resultaba obvio que los propios esfuerzos no podían obtener la justificación, sino que ésta sólo podía venir de Dios:

 

“No podemos ser justificados por nuestros esfuerzos… Nos acercamos a El para que nos haga justos, puesto que confesamos que no estamos en situación de superar el pecado” (WA 56, 221, 15ss)

 

Esa incapacidad de obtener la salvación por nuestros propios medios no debería, sin embargo, inducir a la desesperación, sino más bien ser vista como el primer paso en el camino hacia la salvación. Igual que el enfermo debe contemplar los síntomas de su enfermedad como una señal que le permite conocer su estado y le impulsa a acudir al médico que puede curarle, cuando se comprende que la salvación no deriva de nuestros méritos, la salida lógica está en confiarse a la misericordia de Dios. Sólo el incrédulo se niega a seguir esa senda indicada en la Biblia:

 

“En tanto que reconozco que no puedo ser justo ante Dios… entonces comienzo a pedirle rectitud. Lo único que se opone a esta idea de la justificación es el orgullo del corazón humano, orgullo que se manifiesta a través de la incredulidad. No cree porque no considera que sea verdadera la Palabra de Dios. No cree que sea verdadera porque considera su entendimiento verdadero. La Palabra de Dios se opone a eso” (WA 56, 226, 7)

 

La salvación, como había señalado Pablo, no era, por tanto, fruto del esfuerzo humano, sino de una acción de Dios que acude en socorro del pecador:

 

“Aquí reside el error: en creer que este mal puede ser curado a través de nuestras obras. Toda la experiencia demuestra que cualquiera que sea la obra buena que hagamos, queda en él esa concupiscencia que se inclina hacia el mal, y nadie se encuentra libre de ello…” (WA 56, 270, 24 ss)

 

“No somos justificados por nosotros mismos o por nuestras obras, sino solamente por la justicia de Dios. Su justicia no reside en nosotros ni está a nuestro alcance. Por consiguiente, nuestra justificación no está en nosotros ni en nuestro poder… tu salvación viene de fuera de ti” (WA 56, 268-9)

 

 

Tal y como señala Pablo, para Lutero esa justicia de Dios que acude a salvar al hombre, un hombre que no puede salvarse a si mismo por sus méritos o sus obras, es aceptada a través de la fe. Sin embargo, esa fe no es ni un mero asentimiento a proposiciones teológicas ni una supersticiosa credulidad. Es la fe en que efectivamente Cristo murió por nuestros pecados en la cruz realizando la expiación que nosotros no podemos llevar a cabo:

 

“Esto es lo que el apóstol quiere dar a entender cuando dice que el hombre es justificado por la fe… Esto se dice de ti mismo, y para que tu te lo apropies: que Cristo murió por tus pecados y dio satisfacción por ellos” (WA 56, 370, 11 ss).

 

Ha sido común en la apologética antiprotestante el acusar a Lutero, en particular, y a la Reforma, en general, de ofrecer una salvación barata que evita las buenas obras. Semejante acusación no se corresponde con la realidad como ha quedado de manifiesto en obras de eruditos más rigurosos incluidos algunos católicos. De hecho, la posición de Lutero era la misma que había expuesto Pablo en su carta a los Romanos. Primero, la salvación es imposible para el hombre, pero Dios acude en su ayuda mediante la muerte de Cristo en la cruz que satisface la pena que merecen nuestros pecados; segundo, esa justicia de Dios ejecutada por Cristo sólo podemos apropiárnosla mediante la fe y tercero, esa justificación por la fe, lejos de ser un acicate para la inmoralidad, es la clave para llevar de ahora en adelante una vida de obediencia a los mandatos de Dios:

 

“El camino del Señor es la justicia de Dios vista como el Señor presente en nosotros, que después realiza a través nuestro estas buenas obras” (WA 56, 233, 30)

 

En otras palabras, el hombre no lleva a cabo obras buenas para ser justificado sino que, como ya ha sido justificado por gracia y ha recibido esa justificación a través de la fe, realiza obras en señal de obediencia agradecida. La conclusión de Lutero cuenta con paralelos paulinos fuera de la carta a los romanos como es, por ejemplo, el pasaje de Efesios 2, 8-10 donde el apóstol Pablo afirma:

 

“Porque por gracia somos salvos, por medio de la fe, y eso no es de vosotros, es un don de Dios, no es por obras, para que nadie pueda jactarse. Porque somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, que Dios preparó de antemano para que anduviéramos en ellas”.

 

La posición teológica de Lutero resulta meridiana y explica más que sobradamente el paso de la inquietud espiritual del pecador que no sabe cómo obtener la salvación valiéndose de los medios con que cuenta, a la paz profunda, grata y serena del pecador que se sabe redimido no por si sino por la obra de Cristo en la cruz.

Ante la incapacidad para cumplir con las exigencias de la ley de Dios, son muchas las personas que acaban cayendo en un tormento continuo, verdadero potro del espíritu, al contemplar su insuficiencia o que derivan hacia la hipocresía fingiendo que viven de una manera que, en realidad, no alcanzan a encarnar. En algún caso incluso, para ocultar el propio pecado se señala al de los demás en una especie de absurda – incluso maliciosa – especie de compensación de males. Lutero sorteó estos peligros gracias a la lectura de la Biblia. En ella encontró que su desazón espiritual no debía derivar hacia la desesperación sino que tenía que convertirse en el primer paso para arrojarse de rodillas ante Dios reconociendo su incapacidad para merecer la salvación y aceptando lo que había ganado Cristo en la cruz. En ese sentido, su experiencia recuerda a la del pobre publicano de la parábola que no se atrevía a levantar la mirada en el Templo abrumado por sus pecados (Lucas 18, 9-14), a la de la oveja que, extraviada en el monte, nada puede hacer por regresar al aprisco (Lucas 15, 1-7), a la de la moneda que es incapaz de regresar al bolsillo de su dueña (Lucas 15, 8-10) o a la del hijo pródigo que, tras arruinar su existencia, cayó en la realidad terrible de su presente y buscó el perdón, totalmente inmerecido, de su padre (Lucas 15, 11-32).

 

Llegado a ese punto, Lutero había descubierto también la acción de Dios que consistía esencialmente en el hecho de que Cristo se había entregado por amor en la cruz muriendo y pagando por los pecados del género humano. Ahora el pecador debía decidir si se apropiaba mediante la fe de la obra salvadora de Cristo o la rechazaba con incredulidad, incredulidad dirigida hacia la Palabra de Dios. Si se producía el rechazo, obviamente, el pecador se apartaba del camino de la salvación, pero si, por el contrario, abrazaba el sacrificio de Cristo en la cruz, era justificado por la fe y se abría un nuevo camino en su vida, camino surcado de buenas obras realizadas por Dios en él.

Hasta ahí todo resultaba de una enorme claridad, pero, a la vez, era notablemente incompatible con el sistema de salvación articulado por la iglesia católica durante la Edad Media. ¿Cuánto tiempo tardarían en chocar ambas concepciones en el corazón de Lutero?

CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (XII): Un monje llamado Lutero (VI): la defensa de la gracia de Dios

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[1] J. Atkinson, Lutero…, p. 118.