Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el martes 8 de noviembre de 2022.
Cuando el régimen isabelino había ya entrado en crisis, el papa Pío IX señaló, como ya tuvimos ocasión de ver, los peligros que, supuestamente, se relacionaban con la libertad de publicaciones y la curiosidad grande de saber. Poco puede sorprender, partiendo de una visión así a finales del siglo XIX, el atraso científico durante siglos de España, Portugal, Italia y tantas naciones que seguían semejantes principios frente a los impulsados por los que Gregorio XVI “criminales y audaces” protestantes. No fue la única consecuencia, verdaderamente nefasta, de semejante cosmovisión. A ella hay que sumar la extraordinaria dificultad del pueblo español para poder tener libertad sin embriagarse con ella y la manera en que la mentalidad católica acabó moldeando el nacimiento y posterior desarrollo de una izquierda tardía y peculiar. Todo ello quedó de manifiesto durante el denominado Sexenio revolucionario.
En 1868, derribar a la reina Isabel II resultó relativamente fácil como suele suceder con los regímenes exhaustos. Mucho más difícil iba ser para los protagonistas de la Gloriosa construir un régimen que diera cabida a todos los españoles y más cuando las fuerzas triunfadoras eran incompatibles entre sí y los enemigos con los que debían enfrentarse resultaban colosales. El apoyo de la revolución procedía de las clases populares de la ciudad como los miembros de las clases medias bajas, del artesanado o los jornaleros y excluían a los campesinos – la mayoría de la sociedad española de la época – y a buena parte de las clases medias y altas. Las fuerzas políticas se limitaban a la Unión liberal dirigida por Serrano y favorable a que el nuevo rey fuera Antonio María de Orleáns, el duque de Montpensier; el partido demócrata - que se escindió entre los cimbrios monárquicos de Nicolás María Rivero y los republicanos de Castelar y Salmerón – y un republicanismo de carácter federal vinculado a Pi i Margall. Semejante configuración política planteaba la ausencia de un programa común – más allá del derrocamiento de la reina - y la existencia de divergencias insalvables como las relativas a la forma de Estado y a su ordenación territorial.
A pesar de todo, la impronta de la revolución era profundamente democrática y esa circunstancia explica que, desde el principio, una de las cuestiones esenciales fuera la de limitar los privilegios – incompatibles totalmente con un estado verdaderamente liberal – de que gozaba la iglesia católica. En un decreto del gobierno provisional se afirmaba la voluntad de que se cumpliera la ley sobre comunidades religiosas que, no erróneamente, identificaba como “parte integrante y principal del régimen vergonzoso que la nación acaba de derribar con tanta gloria” [1]. Apenas dos semanas después, en su Manifiesto a la nación [2], el gobierno señalaba su intención de restringir el peso de la iglesia católica en la educación. Juzgaba el gobierno, no sin razón, que ese peso había repercutido negativamente en la enseñanza. No sorprende, por lo tanto, que la iglesia católica se apresurara a reaccionar ante lo que, previsiblemente, se avecinaba. En diciembre de 1868, se formó la Asociación de católicos de España para concurrir a las elecciones a Cortes. En ella se agrupaban los carlistas y el ala más extrema del partido moderado conocida como los “neo-católicos”[3]. Inspirado en Donoso Cortés, en este grupo prácticamente no quedaba nada del liberalismo confiando toda la defensa de un orden social acusadamente conservador en la iglesia católica. Uno de sus próceres, Cándido Nocedal, había llegado a rechazar un puesto en el gobierno del general Narváez porque lo consideraba débil frente a la revolución. Para juzgar acerca de la falta de energía de Narváez baste recordar que el citado general pudo señalar al final de sus días que no le quedaban enemigos por la sencilla razón de que los había fusilado a todos.
La Asociación de Católicos de España fue creada con la aprobación del papa y, desde el principio, dejó de manifiesto que su intención era “propagar y defender las doctrinas, instituciones y el influjo social de la Iglesia, señaladamente su libertad y la unidad católica de España”[4]. En otras palabras, la nueva entidad pretendía mantener unos privilegios seculares que se reflejaban en el control de la enseñanza, la ausencia total y absoluta de libertad religiosa y el control de la moral. Se produjo entonces un fenómeno que se repetiría vez tras vez en la Historia de España, el del fracaso de una opción política confesional. Aparte de su mayor o menor vinculación con la iglesia, la idea de que ésta pudiera contar con un mayor peso del que ya disfrutaba provocó una reacción contraria y el resultado fue un verdadero desastre electoral para la Asociación de Católicos de España. Los efectos de la derrota en las urnas quedan aún más de manifiesto al tener en cuenta el hecho de que las cortes, expresamente constituyentes, surgían de un sufragio universal por primera vez practicado en España.
Desde el principio, el gobierno provisional dejó de manifiesto que apoyaría la idea de que la nueva constitución incluyera la libertad religiosa, un derecho respetado en otras naciones desde hacía siglos, pero al que la iglesia católica se había opuesto de manera encarnizada y cruenta a lo largo de la Historia. Para impedir el reconocimiento de ese derecho, la iglesia católica desató una campaña cuyo objetivo era imposibilitar su inclusión en el articulado constitucional. Se reunieron así casi tres millones de firmas contrarias a la libertad, pero esta vez la composición de las Cortes y, en no escasa medida, la convicción de que sólo la limitación del poder de la iglesia católica permitiría avanzar hacia un régimen democrático impidieron que se consagraran con el éxito las maniobras liberticidas. Emilio Castelar arrancó en las Cortes una encendida ovación al pronunciar un discurso en defensa del derecho a la libertad religiosa[5] y, al cabo de un mes, el texto constitucional fue aprobado por una mayoría aplastante.
CONTINUARÁ
Hoy se celebran en Estados Unidos las elecciones de midterm. Son verdaderamente decisivas y de ellas pende, como ha dicho el propio Biden, la batalla para apoderarse del alma de América. Sobre el tema, conversamos Pedro Tarquis y un servidor de ustedes. Espero que lo disfruten. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
Palabras al aire con Sagrario Fernández-Prieto.
La historia de España con César Vidal y Lorenzo Ramírez.
Las noticias económicas del día con César Vidal y Lorenzo Ramírez.
Las noticias del día con César Vidal y María Jesús Alfaya.
El editorial de César Vidal.
Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el lunes 7 de noviembre de 2022.
El derecho romano establecía que los familiares de un ejecutado podían solicitar la entrega de un cadáver. De manera bien significativa, ni María ni los hermanos de Jesús pidieron a Pilato la entrega del cadáver. Esa tarea recayó en un miembro del Sanhedrín llamado José de Arimatea que no había estado de acuerdo con la condena de Jesús y su entrega al poder romano y que además esperaba el Reino de Dios (23: 50-52). Pilato no tuvo problema en acceder a la petición de José y éste depositó el cadáver de Jesús en una tumba nueva. Ignoramos si se percató de ello, pero con esta acción dio cumplimiento a la profecía contenida en Isaías 53 donde se dice que la muerte del Siervo-mesías sería con delincuentes, pero su tumba sería la de un rico (Isaías 53: 9). La sepultura de Jesús no fue, ni mucho menos, multitudinaria. Era el día anterior anterior al sábado – es decir, el viernes – y todo se realizó con apresuramiento y, de nuevo, con una más que significativa ausencia de la familia de Jesús (23: 54). Aparte de José, Lucas menciona la presencia en la sepultura de las mujeres que seguían a Jesús. A decir verdad, fueron las únicas que acompañaron a Jesús hasta la tumba, que vieron el sepulcro y el lugar donde se depositó el cuerpo (23: 55). Sí prepararon las especias y ungüentos para embalsamar el cadáver aunque conscientes de que tendrían que esperar a que pasara el shabat para cumplir con esa piadosa misión (10: 56).