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Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el viernes 10 de febrero de 2023.
El nuevo régimen – un intento de cambiar todo para que todo siguiera igual – se enfrentaba con situaciones en las que el papel de la iglesia católica no era baladí. El primero era el del carlismo, un movimiento profundamente católico, que se había enfrentado con las armas en la mano al sistema democrático de 1868 y después a la primera república. Es cierto que el golpe del general Pavía había privado de fuerza al carlismo, pero las partidas – como la del cura Santa Cruz – controlaban Vascongadas y Navarra - salvo las capitales - creando un pequeño estado bajo Carlos VII, el pretendiente carlista, así como algunas zonas de Cataluña. No está de mal reparar en que se trataba de zonas de España que luego abrazarían un nacionalismo anti-liberal también amparado, protegido y legitimado por la iglesia católica. En aquellos momentos, tras eliminar la resistencia carlista en Cataluña, se desencadenó una ofensiva que obligó a Carlos VII a salir de España el 28 de febrero de 1876, el mismo día en que Alfonso XII entraba en Pamplona. Por añadidura, Ramón Cabrera, el histórico general carlista, reconoció como rey a Alfonso XII.
Así el problema carlista concluyó, en apariencia, gracias a una victoria militar - que prácticamente había sido conseguida durante la primera república y que se tradujo en el recorte de los fueros – pero la realidad es que continuó en clave política al crear Cánovas (21 de julio de 1876) la figura de los Conciertos económicos que pretendían compensar de los fueros y que constituyeron una concesión injustificada de tipo económico para gusto de los liberales vascos y navarros. El estado de la Restauración que pretendía ser liberal de entrada ponía la base jurídica para que España no pudiera ser una nación de ciudadanos libres e iguales, situación que perdura a día de hoy. Un problema de no menor envergadura significó la redacción de la constitución.
Cánovas era, ciertamente, conservador y deseaba casi por encima de todo impedir el estallido de una revolución social lo que significaba establecer un sistema de partidos que se turnaran en el poder y someter a los militares a la autoridad civil. Con todo, también era plenamente consciente de que, por la propia naturaleza del liberalismo, determinadas libertades, como la de religión, no podían quedar excluidas del texto constitucional. Por añadidura, Cánovas deseaba renegociar el concordato de 1851, fundamentalmente, porque estaba decidido a dar estabilidad al régimen ampliando su base social y esa base se vería reducida si se aceptaba el mantenimiento de los privilegios de los que disfrutaba la iglesia católica[1]. No pretendía Cánovas ni lejanamente la separación de la iglesia y el estado o que éste dejara de sostener económicamente a la primera. Sin embargo, determinadas cuestiones – extraordinariamente moderadas, por otra parte – le parecían indispensables. Tal posición era absolutamente intolerable para la iglesia católica.
Nada más comenzar el año 1875, es decir, a los pocos días del pronunciamiento de Martínez Campos y cuando todavía los carlistas combatían en algunas regiones españolas, un grupo que recibió el nombre de “históricos” y que aspiraba simplemente a regresar al sistema isabelino desarrolló una agresiva campaña en pro de la supresión de la ya reconocida libertad religiosa y de un cumplimiento estricto del concordato de 1851 que garantizaba la confesionalidad católica de España con exclusión de cualquier otra religión. De manera fácil de comprender, los “históricos” pretendían que “todas las leyes, todas las disposiciones y todos los actos del Gobierno se informen en el espíritu católico”[2].
Los “históricos” no era un grupo que actuara de manera aislada sino que contaba con el respaldo de los obispos y, de manera bien reveladora, con el del nuncio Giovanni Simeoni. En febrero de 1875, a poco más de un mes del pronunciamiento de Martínez Campos, cuando el régimen ni siquiera se hallaba establecido, el obispo de Jaén, Antolín Monescillo, hizo pública una carta dirigida a Alfonso XII, el nuevo monarca, para indicarle que no contaría con el apoyo de los católicos si no se sometía a las exigencias de la iglesia católica[3]. Monseñor Monescillo no actuaba en solitario. Por el contrario, se limitaba a expresar la posición del propio pontífice.
La Santa Sede deseaba encarecidamente un regreso al statu quo previo a la revolución de 1868 con lo que eso significaba, obviamente, de cercenamiento de las libertades, de consagración de privilegios y de limitación de funciones estatales como la educativa. El nuncio Simeoni en la entrega de credenciales a Alfonso XII le había entregado una carta del papa Pío IX en la que se exigía que el concordato de 1851 se cumpliera “en su pleno vigor” porque “España no puede tener en su seno otro culto que el católico”[4]. Se trataba de una intromisión intolerable en la soberanía nacional, pero – debe reconocerse – ni era la primera vez ni sería, por desgracia, la única.
CONTINUARÁ
[1] Cristóbal Robles Muñoz, Insurrección o legalidad: los católicos y la Restauración, Madrid, 1988, p. 97.
[2] Así lo manifestaron textualmente en La España católica, el periódico madrileño de los “históricos”, el 5 de enero de 1875.
[3] Antolín Monescillo, Exposición dirigida a S. M. por el obispo de Jaén, La España Católica, 26 de febrero de 1875.
[4] Citado en María F. Núñez Muñoz, La Iglesia y la Restauración, 1875-1881, Santa Cruz de Tenerife, 1976, p. 56.
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